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Alice Munro in¨¦dita: llega su primer libro de relatos

Publicado originalmente en 1968, ¡®La Danza de las sombras¡¯ sale este 5 de mayo en castellano con Lumen. ¡®Babelia¡¯ adelanta ¡®El vestido rojo, 1946¡ä, uno de los cuentos de la premio Nobel canadiense

La Danza de las sombras Alice Munro
La premio Nobel de Literatura canadiense Alice Munro.ALAMY (CORDON PRESS)

Mi madre me estaba haciendo un vestido. Durante todo el mes de noviembre, cuando volv¨ªa de la escuela me la encontraba en la cocina, rodeada de retales de terciopelo rojo y trozos de patrones en papel de seda. Cos¨ªa con una vieja m¨¢quina a pedal colocada contra la ventana, para aprovechar la luz, y tambi¨¦n para mirar afuera, m¨¢s all¨¢ de los campos de rastrojos y el huerto pelado, y ver qui¨¦n pasaba por la carretera. Rara vez ve¨ªa pasar a nadie.

La tela de terciopelo rojo era dif¨ªcil de trabajar, tiraba, y el corte que mi madre hab¨ªa elegido tampoco era f¨¢cil. La verdad es que no era una buena costurera. Le gustaba hacer cosas, que es distinto. Siempre que pod¨ªa se ahorraba el hilv¨¢n o la plancha, y no se esmeraba en pulir los detalles, rematando los ojales o repasando las costuras, como por ejemplo hac¨ªan mi t¨ªa y mi abuela. A diferencia de ellas, arrancaba con una inspiraci¨®n, una idea atrevida y brillante, y a partir de ah¨ª el entusiasmo iba cuesta abajo. Nunca encontraba un patr¨®n que la convenciera, para empezar. L¨®gico: no exist¨ªan patrones que encajaran con las ideas que brotaban en su cabeza. Cuando era peque?a me hab¨ªa hecho, en momentos distintos, un vestido de organza floreado con un cuello victoriano de encaje que rascaba y una capota a juego; un traje de tela escocesa con una chaqueta y una boina de terciopelo; una blusa fruncida con bordados que iba con una falda larga roja y un corpi?o negro de cordones. Yo hab¨ªa llevado aquella ropa con docilidad, incluso con gusto, en un tiempo en que la opini¨®n del mundo no me importaba. Ahora, m¨¢s sensata, quer¨ªa vestidos como los que mi amiga Lonnie se compraba en Beales, la tienda de modas.

Me lo ten¨ªa que probar. A veces Lonnie ven¨ªa conmigo a casa despu¨¦s de la escuela y nos miraba desde el sill¨®n. A m¨ª me daba verg¨¹enza que mi madre rondara a mi alrededor de aquel modo, con las rodillas que le cruj¨ªan, jadeando. Murmuraba para s¨ª misma. En casa no llevaba faja ni pantis, iba con unos zapatos de cu?a y calcetines de media; ten¨ªa las piernas llenas de varices y venas azuladas. Verla agachada en aquella postura me parec¨ªa embarazoso, incluso obsceno; intentaba darle conversaci¨®n a Lonnie para que le prestara a mi madre la menor atenci¨®n posible. Lonnie pon¨ªa la cara modosita, educada y elogiosa que era su disfraz en presencia de los adultos. Se burlaba de ellos y los imitaba con sa?a, y nunca se enteraban.

Todas las historias de la vida de mi madre que antes me interesaban hab¨ªan comenzado a parecerme melodram¨¢ticas, irrelevantes y cansinas

Mi madre me daba tirones, y me pinchaba con los alfileres. Me hac¨ªa dar la vuelta, alejarme, quedarme quieta.

¡ª?Qu¨¦ te parece, Lonnie? ¡ªpregunt¨® con los alfileres en la boca.

¡ªEs muy bonito ¡ªdijo Lonnie con su adem¨¢n dulce, sincero.

La madre de Lonnie hab¨ªa muerto. Ella viv¨ªa con su padre, que nunca le hac¨ªa caso, y eso a mis ojos le daba un aire vulnerable y a la vez privilegiado.

¡ªLo ser¨¢, si consigo ajustar las medidas ¡ªdijo mi madre¡ª. En fin ¡ªa?adi¨® teatralmente, agach¨¢ndose con un pat¨¦tico crujido y suspirando¡ª. Dudo que ella sepa apreciarlo.

Me hac¨ªa rabiar que hablara as¨ª con Lonnie, como si Lonnie fuese adulta y yo todav¨ªa fuera una cr¨ªa.

¡ªEstate quieta ¡ªdec¨ªa, quit¨¢ndome el vestido hilvanado y lleno de alfileres.

Me quedaba con la cabeza tapada por el terciopelo, el cuerpo al aire, con un viso viejo de algod¨®n que llevaba a la escuela. Me sent¨ªa como un enorme zoquete, torpe y con la piel de gallina. Deseaba ser como Lonnie, de huesos finos, p¨¢lida y delgada; hab¨ªa nacido de color azul.

¡ªA m¨ª nadie me hizo nunca un vestido cuando iba al instituto ¡ªdijo mi madre¡ª. O me lo hac¨ªa yo, o pasaba sin.

Tem¨ª que fuese a empezar otra vez con la historia de que ten¨ªa que caminar m¨¢s de diez kil¨®metros hasta el pueblo y trabajar sirviendo mesas en una residencia para poder estudiar. Todas las historias de la vida de mi madre que antes me interesaban hab¨ªan comenzado a parecerme melodram¨¢ticas, irrelevantes y cansinas.

¡ªUna vez me regalaron un vestido ¡ªdijo¡ª. Era de lana de cachemira color crema, con un ribete azul real por delante y unos botones de madreperla preciosos... No s¨¦ d¨®nde ir¨ªa a parar.

Cuando nos liberamos, Lonnie y yo subimos a mi habitaci¨®n. Hac¨ªa fr¨ªo, pero nos quedamos all¨ª. Hablamos de los chicos de nuestra clase, recorriendo las filas de arriba abajo y preguntando: ¡°?Te gusta? Bueno, ?te gusta a medias? ?Lo odias? ?Saldr¨ªas con ¨¦l si te lo pidiera?¡±. Nadie nos lo hab¨ªa pedido. Ten¨ªamos trece a?os y llev¨¢bamos dos meses yendo al instituto. Hac¨ªamos los cuestionarios de las revistas, para saber si ten¨ªamos personalidad y si ser¨ªamos populares. Le¨ªamos art¨ªculos sobre c¨®mo maquillarnos para realzar nuestros puntos fuertes y c¨®mo llevar una conversaci¨®n en la primera cita y qu¨¦ hacer cuando un chico intentaba ir demasiado lejos. Tambi¨¦n le¨ªamos art¨ªculos sobre la frigidez de la menopausia, el aborto y por qu¨¦ los maridos buscan la satisfacci¨®n fuera de casa. Cuando no est¨¢bamos haciendo los deberes, nos dedic¨¢bamos a recabar, compartir y comentar informaci¨®n sobre sexo. Hab¨ªamos hecho el pacto de que nos lo contar¨ªamos todo. Pero hubo una cosa que no le cont¨¦ de aquel baile, el baile de Navidad del instituto para el que mi madre me estaba haciendo un vestido. Era que no quer¨ªa ir.

Danza de las sombras

En el instituto no me sent¨ªa c¨®moda ni un segundo. No s¨¦ si a Lonnie le pasaba igual. Antes de un examen ella ten¨ªa las manos heladas y palpitaciones, pero yo estaba siempre al borde del p¨¢nico. Cuando me hac¨ªan una pregunta en clase, cualquier pregunta insignificante, me sal¨ªa una voz de pito, o bien ronca y temblorosa. Cuando me sacaban a la pizarra, incluso en un momento del mes en que no pod¨ªa ser verdad, estaba segura de que llevaba la falda manchada de sangre; las manos sudorosas me resbalaban al manejar el gran comp¨¢s de madera. No consegu¨ªa darle a la pelota en voleibol; que me pidieran hacer algo delante de los dem¨¢s anulaba mis reflejos. Odiaba la clase de pr¨¢cticas empresariales, porque ten¨ªas que pautar las hojas con una pluma r¨ªgida para hacer un libro de contabilidad, y cuando el profesor me observaba aquellas delicadas l¨ªneas sal¨ªan torcidas y juntas. Odiaba la clase de ciencia; nos sent¨¢bamos en unos taburetes altos bajo los fluorescentes y unas mesas con instrumentos extra?os y fr¨¢giles, y nos daba la clase el director de la escuela, un hombre de voz fr¨ªa y relamida ¡ªtodas las ma?anas le¨ªa las Escrituras¡ª y un gran talento para infligir humillaciones. Odiaba la clase de lengua, porque los chicos jugaban al bingo al fondo mientras la profesora, una chica amable y regordeta, un poco bizca, nos le¨ªa a Wordsworth. Los amenazaba, les suplicaba, con la cara colorada y una voz tan vacilante como la m¨ªa. Ellos se disculpaban en tono de mofa y, cuando la profesora empezaba de nuevo a leer, fing¨ªan que se embelesaban o que se desmayaban, se pon¨ªan bizcos y se llevaban la mano al coraz¨®n. A veces ella se echaba a llorar, no pod¨ªa evitarlo, y sal¨ªa corriendo al pasillo. Entonces los chicos comenzaban a mugir; nuestras risas mezquinas ¡ªah, la m¨ªa tambi¨¦n¡ª la persegu¨ªan. En esos momentos hab¨ªa un ambiente carnavalesco de brutalidad en el aula que asustaba a personas d¨¦biles y sospechosas como yo.

Pero en la escuela lo que importaba en realidad no eran pr¨¢cticas empresariales y ciencia y lengua, hab¨ªa otra cosa que daba emoci¨®n y alegr¨ªa a la vida. Aquel viejo edificio, con sus s¨®tanos h¨²medos de paredes de piedra y vestuarios oscuros, los cuadros de difuntos monarcas y exploradores perdidos, desbordaba de las tensiones y la excitaci¨®n de la rivalidad sexual, y en ese terreno, a pesar de mis sue?os de grandeza, present¨ªa una derrota aplastante. Necesitaba que pasara algo que me impidiera ir a aquel baile.

En diciembre lleg¨® la nieve, y se me ocurri¨® una idea. Antes me hab¨ªa planteado caerme de la bicicleta y torcerme el tobillo, y lo intent¨¦, mientras volv¨ªa pedaleando a casa por los caminos helados y llenos de surcos, pero no era tan f¨¢cil. De todos modos se supon¨ªa que ten¨ªa la garganta y los bronquios d¨¦biles, ?por qu¨¦ no destaparlos? Empec¨¦ a levantarme de la cama por las noches para abrir un poco la ventana. Me arrodillaba y dejaba que el viento, a veces azotando con nieve, me tocara en el cuello descubierto. Me quitaba la camisa del pijama. Repet¨ªa para mis adentros "azulada de fr¨ªo" ah¨ª de rodillas, con los ojos cerrados, imaginando que el pecho y la garganta se me pon¨ªan azules, el azul fr¨ªo, gris¨¢ceo, de las venas bajo la piel. Me quedaba all¨ª hasta que no aguantaba m¨¢s, y entonces agarraba un pu?ado de nieve del alf¨¦izar y me lo restregaba por el pecho, antes de abrocharme el pijama. Se derret¨ªa en la franela y dorm¨ªa con la ropa mojada, que se supone que era lo peor de todo. Por la ma?ana, en cuanto me despertaba, me aclaraba la garganta, comprobando si estaba irritada, tos¨ªa tentativamente, con esperanza, me tocaba la frente para ver si ten¨ªa fiebre. Nada. Cada ma?ana, incluido el d¨ªa del baile, me levantaba derrotada, y en perfecto estado de salud.

El d¨ªa del baile me puse bigud¨ªes de acero en el pelo. No lo hab¨ªa hecho nunca, porque mi pelo era rizado de por s¨ª, pero ese d¨ªa quer¨ªa la protecci¨®n de todos los rituales femeninos posibles. Echada en el sill¨®n de la cocina, le¨ªa Los ¨²ltimos d¨ªas de Pompeya, deseando estar all¨ª. Mi madre, nunca satisfecha, le estaba cosiendo al vestido una puntilla blanca en el escote; hab¨ªa decidido que me hac¨ªa demasiado mayor. Yo vigilaba la hora. Era uno de los d¨ªas m¨¢s cortos del a?o. Por encima del sill¨®n, en el papel de la pared, vi juegos de tres en raya, dibujos y garabatos de cuando mi hermano y yo nos hab¨ªamos puesto enfermos con bronquitis. Los mir¨¦ y dese¨¦ estar de nuevo a salvo, detr¨¢s de la barrera de la infancia.

Cuando me quit¨¦ los bigud¨ªes, mi pelo, estimulado natural y artificialmente, salt¨® en una mata exuberante y lustrosa. Lo humedec¨ª, lo pein¨¦, lo cepill¨¦ sin parar intentando aplacarlo por los lados. Me maquill¨¦, pero con la cara acalorada, los polvos se apelmazaban como la tiza. Mi madre sac¨® su perfume Ashes of Roses, que nunca se pon¨ªa, y me dej¨® rociarme los brazos. Despu¨¦s me subi¨® la cremallera del vestido y me dio la vuelta para que me viera en el espejo. Era un vestido de princesa, muy ce?ido en el talle. Me sorprend¨ª al ver que mis pechos, dentro de aquel nuevo sujetador r¨ªgido, sobresal¨ªan con una autoridad madura, bajo la puntilla infantil del cuello.

¡ªOjal¨¢ pudiera hacerte una foto ¡ªdijo mi madre¡ª. Estoy muy orgullosa de c¨®mo ha quedado, de verdad. Y podr¨ªas darme las gracias.

¡ªGracias ¡ªdije.

Lo primero que dijo Lonnie cuando le abr¨ª la puerta fue:

¡ªCaray, ?qu¨¦ te has hecho en el pelo?

¡ªMe he puesto bigud¨ªes.

¡ªPareces un zul¨². Ay, no te preocupes. Tr¨¢eme un peine y delante te har¨¦ un mo?o. Va a quedar bien. Incluso te har¨¢ parecer m¨¢s mayor.

Me sent¨¦ delante del espejo y Lonnie se puso detr¨¢s a arreglarme el pelo. Mi madre no se despegaba de nosotras. Dese¨¦ que nos dejara a solas. Observ¨® c¨®mo tomaba forma el mo?o y dijo:

¡ªSe te da de maravilla, Lonnie. Deber¨ªas ser peluquera.

¡ªQu¨¦ buena idea ¡ªdijo Lonnie.

Llevaba un vestido celeste de crep¨¦, con un volante y un lazo en la cintura. Se ve¨ªa mucho m¨¢s de mujer que el m¨ªo, incluso sin el cuello. El pelo le hab¨ªa quedado lacio como el de la ni?a del cart¨®n de las horquillas. Siempre hab¨ªa pensado en secreto que Lonnie no pod¨ªa ser bonita porque ten¨ªa los dientes torcidos, pero ahora vi que con o sin los dientes torcidos, al lado de su vestido elegante y su pelo liso, yo parec¨ªa una mu?eca repollo, embutida en aquel terciopelo rojo, con los ojos saltones y el pelo revuelto y aquel aire delirante.

Tengo un vestido rojo de terciopelo, me he rizado el pelo, me he puesto desodorante y colonia. ¡°Reza¡±, pens¨¦

Mi madre nos sigui¨® hasta la puerta y grit¨® hacia la oscuridad:

¡ªAu reservoir!

Era un saludo con el que Lonnie y yo sol¨ªamos despedirnos; en sus labios son¨® absurdo y desolado, y me dio tanta rabia que ni contest¨¦. Solo Lonnie contest¨® alegre, alentadoramente:

¡ª?Buenas noches!

El gimnasio ol¨ªa a pino y cedro. Campanas rojas y verdes de cart¨®n ondulado colgaban de los aros de baloncesto; coronas verdes de pino tapaban las ventanas altas con barrotes. Todos los alumnos de los cursos superiores parec¨ªan ir en pareja. Algunas chicas de ¨²ltimo curso hab¨ªan tra¨ªdo a chicos ya graduados, j¨®venes hombres de negocios del pueblo. Esos hombres fumaban en el gimnasio, nadie se lo pod¨ªa impedir, eran libres. Las chicas iban del brazo, apoyaban la mano con aire distra¨ªdo en la manga del muchacho, con cara de aburrimiento, altivas y hermosas. Anhelaba ser as¨ª. Actuaban como si en realidad solo ellas ¡ªlas mayores¡ª estuvieran en el baile, como si el resto de nosotras, entre quienes se mov¨ªan y paseaban la mirada, fu¨¦semos, si no invisibles, seres inanimados; cuando anunciaron el primer baile ¡ªun tema de Paul Jones¡ª se alejaron l¨¢nguidamente, sonri¨¦ndose unas a otras, como si les hubieran pedido participar en un juego infantil medio olvidado. D¨¢ndonos la mano y tiritando, api?adas todas juntas, Lonnie y yo y las dem¨¢s chicas de noveno fuimos detr¨¢s.

No me atrev¨ªa a mirar el c¨ªrculo de fuera cuando pas¨¦, por temor a ver algunas prisas poco galantes. Cuando par¨® la m¨²sica me qued¨¦ donde estaba y, sin levantar del todo la mirada, vi que un chico que se llamaba Mason Williams ven¨ªa hacia m¨ª con andar desganado. Sin apenas tocarme la cintura y los dedos, empez¨® a bailar conmigo. Me flaqueaban las piernas, el brazo me temblaba desde el hombro, no podr¨ªa haber hablado. Aquel Mason Williams era uno de los h¨¦roes de la escuela; jugaba al baloncesto y al hockey, y andaba por los pasillos con un aire de hosquedad majestuosa y desd¨¦n b¨¢rbaro. Bailar con una criatura tan insignificante deb¨ªa de parecerle tan ofensivo como memorizar a Shakespeare. A m¨ª me parec¨ªa tan obvio como a ¨¦l, y lo imaginaba intercambiando miradas de consternaci¨®n con sus amigos. Me guio dando traspi¨¦s hacia el margen de la pista. Me retir¨® la mano de la cintura y me solt¨® el brazo.

¡ªHasta luego ¡ªdijo. Y se fue.

Tard¨¦ un par de minutos en darme cuenta de lo que hab¨ªa pasado y de que no iba a volver. Fui y me qued¨¦ sola de pie junto a la pared. La profesora de educaci¨®n f¨ªsica, al pasar bailando en¨¦rgicamente en los brazos de un chico de d¨¦cimo curso, me lanz¨® una mirada inquisitiva. Era la ¨²nica profesora de la escuela que usaba las palabras adaptaci¨®n social, y tem¨ª que, si lo hab¨ªa visto, o si se enteraba, se le ocurriera la terrible idea de intentar en p¨²blico que Mason acabara de bailar conmigo. Yo no me enfad¨¦ ni me sorprend¨ª por la actitud de Mason; aceptaba su posici¨®n, y la m¨ªa, en el mundo de la escuela y me parec¨ªa que lo que hab¨ªa hecho era razonable. Era el h¨¦roe nato, no el tipo de h¨¦roe del consejo escolar destinado al ¨¦xito fuera de la escuela; uno de esos habr¨ªa bailado conmigo como un caballero, con aire condescendiente, y me habr¨ªa dejado sin que me sintiera mejor. Aun as¨ª, esper¨¦ que no lo hubiera visto mucha gente. Odiaba que la gente me mirara. Empec¨¦ a morderme las pieles del pulgar.

Cuando la m¨²sica dej¨® de sonar segu¨ª a la marea de chicas hasta el fondo del gimnasio. Haz como si nada, me dije. Haz como si esto fuera el principio.

La orquesta comenz¨® a tocar otra vez. Hubo movimiento entre la densa multitud a nuestro lado de la pista, que se deshac¨ªa r¨¢pidamente. Los chicos se acercaban y las chicas sal¨ªan a bailar. Lonnie tambi¨¦n. La chica al otro lado tambi¨¦n. A m¨ª no me sacaba nadie. Record¨¦ un art¨ªculo de la revista que Lonnie y yo hab¨ªamos le¨ªdo, que dec¨ªa ¡°?S¨¦ alegre! ?Que los chicos vean el brillo en tus ojos, que oigan la risa en tu voz! ?Un truco sencillo, pero a cu¨¢ntas chicas se les olvida!¡±. Era verdad, se me hab¨ªa olvidado. Con el ce?o fruncido de la tensi¨®n, se me deb¨ªa de ver asustada y fea. Respir¨¦ hondo e intent¨¦ relajar la cara. Sonre¨ª. Pero me sent¨ªa absurda, sonriendo sola. Y observ¨¦ que otras chicas en la pista de baile, chicas que ten¨ªan ¨¦xito, no estaban sonriendo; muchas ten¨ªan caras somnolientas, hura?as y nunca sonre¨ªan para nada.

La escritora canadiense Alice Munro.
La escritora canadiense Alice Munro.Agencia Contact

Las chicas continuaban saliendo a bailar. Algunas, desesperadas, bailaban entre ellas, pero a la mayor¨ªa las sacaban los chicos. Chicas gordas, chicas con acn¨¦, una chica pobre que no ten¨ªa un vestido bueno y ten¨ªa que ir al baile con una falda y un jersey; las sacaban y se iban a bailar. ?Por qu¨¦ a m¨ª no me sacaban? ?Por qu¨¦ a todas menos a m¨ª? Tengo un vestido rojo de terciopelo, me he rizado el pelo, me he puesto desodorante y colonia. ¡°Reza¡±, pens¨¦. No pod¨ªa cerrar los ojos, pero repet¨ª una y otra vez para mis adentros: ¡°Por favor, a m¨ª, por favor¡±, y trab¨¦ los dedos detr¨¢s de la espalda, porque era un gesto m¨¢s potente que cruzarlos, el mismo gesto secreto que Lonnie y yo hac¨ªamos para que no nos sacaran a la pizarra en matem¨¢ticas.

No funcion¨®. Mis temores se hab¨ªan cumplido. Iban a dejarme ah¨ª plantada. Algo misterioso pasaba conmigo, algo que no se pod¨ªa arreglar como el mal aliento ni se pod¨ªa ignorar como el acn¨¦, y todo el mundo lo sab¨ªa, y yo lo sab¨ªa; lo hab¨ªa sabido desde siempre, aunque no estaba segura, esperaba equivocarme. La certeza me subi¨® por dentro como una arcada. Adelant¨¦ a una o dos chicas que tambi¨¦n se iban y entr¨¦ en los aseos. Me escond¨ª en un cub¨ªculo.

Y all¨ª me qued¨¦. Entre baile y baile, entraban chicas que sal¨ªan enseguida. Hab¨ªa varios cub¨ªculos, nadie se fijaba en que el m¨ªo segu¨ªa ocupado. Durante los bailes escuchaba la m¨²sica, que me gustaba, pero ya no me sent¨ªa parte de ella. Porque no iba a intentarlo m¨¢s. Solo quer¨ªa quedarme all¨ª escondida, salir sin que nadie me viera, y volver a casa.

Una vez, cuando la m¨²sica volvi¨® a empezar, alguien se qued¨® dentro. Se entretuvo mucho rato con el grifo abierto, lav¨¢ndose las manos, pein¨¢ndose. Se extra?ar¨ªa si me demoraba tanto. Ser¨ªa mejor que saliera y me lavara las manos, y quiz¨¢ mientras tanto se marchara.

Era Mary Fortune. La conoc¨ªa de vista, porque era una de las responsables de la Asociaci¨®n Atl¨¦tica Femenina y formaba parte del cuadro de honor y siempre estaba organizando cosas. Tambi¨¦n ten¨ªa algo que ver con la organizaci¨®n del baile; se hab¨ªa recorrido todas las clases pidiendo voluntarios para hacer los adornos. Estaba en pen¨²ltimo o ¨²ltimo curso.

¡ªSe est¨¢ bien aqu¨ª, y fresco ¡ªdijo¡ª. He venido a refrescarme un poco. Estoy acalorada.

Segu¨ªa pein¨¢ndose cuando acab¨¦ de secarme las manos.

¡ª?Te gusta la orquesta? ¡ªme pregunt¨®.

¡ªEst¨¢ bien. ¡ªNo sab¨ªa muy bien qu¨¦ decir. Me sorprendi¨® que una chica mayor como ella dedicara ese tiempo a hablar conmigo.

¡ªA m¨ª no. No la soporto. Odio bailar cuando no me gusta la orquesta. Escucha. Tocan a trompicones. Prefiero no bailar antes que bailar esa m¨²sica.

Me pein¨¦. Me mir¨®, apoyada en el lavabo.

¡ªNo me apetece bailar, y tampoco tengo especial inter¨¦s en quedarme aqu¨ª metida. Vamos a fumar un cigarrillo.

¡ª?D¨®nde?

¡ªVen, te lo ense?ar¨¦.

Al final de los aseos hab¨ªa una puerta. No estaba cerrada con llave y daba a un cuartito oscuro lleno de fregonas y cubos. Me hizo aguantar la puerta abierta para que entrara la luz de los lavabos hasta que encontr¨® el pomo de otra puerta. Esa puerta se abr¨ªa a la oscuridad.

Seguramente Lonnie no volver¨ªa a ser mi amiga, por lo menos no como antes. Era una de aquellas locas por los chicos, como dir¨ªa Mary.

¡ªNo puedo encender la luz, o podr¨ªan vernos ¡ªdijo¡ª. Es la conserjer¨ªa.

Pens¨¦ que los deportistas siempre parec¨ªan saber m¨¢s que el resto de los alumnos sobre el edificio de la escuela; sab¨ªan d¨®nde se guardaba todo, y siempre sal¨ªan por puertas no autorizadas con un aire resuelto y absorto.

¡ªCuidado por d¨®nde pisas ¡ªme advirti¨®¡ª. All¨ª al fondo hay unas escaleras. Suben hasta un cuarto en el segundo piso. La puerta de arriba est¨¢ cerrada con llave, pero hay un tabique entre las escaleras y la habitaci¨®n. As¨ª que si nos sentamos en los escalones, si alguien entrara por casualidad, no nos ver¨ªa.

¡ª?Y no oler¨ªan el humo? ¡ªpregunt¨¦.

¡ªBah. Vivamos al l¨ªmite.

Hab¨ªa una claraboya encima de la escalera que nos daba un poco de luz. Mary Fortune ten¨ªa cigarrillos y cerillas en el bolso. Yo no hab¨ªa fumado nunca, salvo los cigarrillos que Lonnie y yo nos hac¨ªamos con papel y tabaco que le robaba a su padre, y que se nos desmontaban a la mitad. Estos eran mucho mejores.

¡ªSolo he venido esta noche porque soy la encargada de la decoraci¨®n y quer¨ªa ver c¨®mo quedaba cuando llegara la gente y todo eso ¡ªdijo Mary¡ª, ya me entiendes. Si no, ?de qu¨¦? No estoy loca por los chicos.

A la luz de la claraboya observ¨¦ su cara afilada, desde?osa, la piel oscura marcada por el acn¨¦, los dientes api?ados delante, que le daban un aire adulto y autoritario.

¡ªLa mayor¨ªa de las chicas lo est¨¢n, ?no te has fijado? La mayor colecci¨®n de locas por los chicos que podr¨ªas imaginar est¨¢ aqu¨ª, en esta escuela.

Me sent¨ªa agradecida por su atenci¨®n, su compa?¨ªa y el cigarrillo. Le dije que pensaba lo mismo.

¡ªComo esta tarde. Esta tarde me las he visto y deseado para que colgaran las campanas y toda la mandanga. Se suben a las escaleras y se ponen a tontear con los chicos. No les importa la decoraci¨®n. Es solo una excusa. Ese es el ¨²nico objetivo que tienen en la vida, tontear con los chicos. A m¨ª me parecen idiotas.

Hablamos de los profesores, y de cosas de la escuela. Me dijo que quer¨ªa ser profesora de educaci¨®n f¨ªsica y que para eso tendr¨ªa que ir a la universidad, pero sus padres no ten¨ªan bastante dinero. Pensaba abrirse camino sola, de todos modos, quer¨ªa ser independiente, trabajar¨ªa en la cafeter¨ªa y en verano har¨ªa alguna labor en el campo, como cosechar tabaco. Mientras la escuchaba, sent¨ª que se me iba pasando el disgusto. All¨ª hab¨ªa alguien que hab¨ªa sufrido la misma derrota que yo ¡ªme di cuenta¡ª, pero desbordaba energ¨ªa y amor propio. Se hab¨ªa planteado otras opciones. Cosechar¨ªa tabaco.

Nos quedamos all¨ª hablando y fumando durante el largo intermedio de la orquesta, mientras fuera estar¨ªan tomando rosquillas y caf¨¦.

¡ªOye ¡ªdijo Mary cuando volvi¨® a empezar la m¨²sica¡ª, ?tenemos que quedarnos m¨¢s rato aqu¨ª? Vamos a buscar los abrigos y nos largamos. Podemos ir donde Lee a tomar un chocolate caliente y charlar a gusto, ?por qu¨¦ no?

Cruzamos a tientas la conserjer¨ªa, con la ceniza y las colillas en la mano. En el cuartito aguardamos para asegurarnos de que no hab¨ªa nadie en los lavabos. Salimos de nuevo a la luz y tiramos las cenizas por el desag¨¹e. Ten¨ªamos que atravesar la pista de baile para ir hasta el guardarropa, al lado de la puerta de la salida.

Justo estaba empezando baile.

¡ªDemos un rodeo por el borde de la pista ¡ªdijo Mary¡ª. Pasaremos desapercibidas.

La segu¨ª. No mir¨¦ a nadie. No busqu¨¦ a Lonnie. Seguramente Lonnie no volver¨ªa a ser mi amiga, por lo menos no como antes. Era una de aquellas locas por los chicos, como dir¨ªa Mary.

Me di cuenta de que no estaba tan asustada, ahora que hab¨ªa decidido marcharme del baile. No iba a esperar a que nadie me eligiera. Ten¨ªa mis propios planes. No ten¨ªa que sonre¨ªr ni necesitaba conjurar la buena suerte. No me importaba. Me iba a ir a tomar un chocolate caliente, con mi amiga.

Un chico me dijo algo. Estaba en medio. Pens¨¦ que deb¨ªa de haberme avisado de que se me hab¨ªa ca¨ªdo algo o que no pod¨ªa ir por all¨ª o que el guardarropa estaba cerrado. No entend¨ª que me estaba invitando a bailar hasta que me lo pregunt¨® otra vez. Era Raymond Bolting, un chico de nuestra clase con quien no hab¨ªa hablado en mi vida. Pens¨® que le dec¨ªa que s¨ª. Me puso una mano en la cintura y casi sin propon¨¦rmelo empec¨¦ a bailar.

Fuimos hacia el centro de la pista. Estaba bailando. Mis piernas se hab¨ªan olvidado de temblar y mis manos de sudar. Estaba bailando con un chico que me lo hab¨ªa pedido. Nadie lo obligaba, no ten¨ªa por qu¨¦, me lo pidi¨® y ya est¨¢. ?Era posible, podr¨ªa creer que no me pasaba nada raro, a fin de cuentas?

Pens¨¦ que deb¨ªa decirle que hab¨ªa sido un malentendido, que estaba a punto de irme, que iba a tomar un chocolate caliente con mi amiga, pero no dije nada. Mi cara estaba haciendo ciertos ajustes sutiles, consiguiendo sin ning¨²n esfuerzo la apariencia grave y abstra¨ªda de las elegidas, las que bailaban. Esa fue la cara que Mary Fortune vio, cuando se asom¨® desde la puerta del guardarropa con la bufanda ya enrollada en la cabeza. Hice un leve saludo con la mano apoyada en el hombro del chico, en se?al de disculpa, de que no sab¨ªa qu¨¦ hab¨ªa pasado y tambi¨¦n de que no ten¨ªa sentido que me esperara. Luego volv¨ª la cara hacia otro lado, y cuando mir¨¦ otra vez ya se hab¨ªa ido.

Raymond Bolting me acompa?¨® a casa y Harold Simons acompa?¨® a Lonnie. Caminamos todos juntos hasta la esquina de la casa de Lonnie. Los chicos estaban enzarzados en una discusi¨®n sobre un partido de hockey, que Lonnie y yo no pod¨ªamos seguir. Entonces nos separamos por parejas y Raymond continu¨® conmigo la conversaci¨®n que hab¨ªa tenido con Harold. No pareci¨® darse cuenta de que ahora me hablaba a m¨ª. Una o dos veces dije: ¡°No lo s¨¦, porque no vi el partido¡±, pero al cabo de un rato decid¨ª murmurar ¡°Aj¨¢, aj¨¢¡±, y pareci¨® que con eso bastaba.

Una de las pocas cosas que dijo Raymond fue:

¡ªNo me hab¨ªa dado cuenta de que viv¨ªas tan lejos.

Y sorbi¨® por la nariz. El fr¨ªo tambi¨¦n me estaba haciendo moquear un poco, y hurgu¨¦ entre los envoltorios de caramelos del bolsillo de mi abrigo hasta que encontr¨¦ un pa?uelo de papel hecho una bola. No sab¨ªa si ofrec¨¦rselo o no, pero sorb¨ªa tan fuerte que al final le dije:

¡ªTengo solo este pa?uelo, puede que no est¨¦ muy limpio, puede que tenga tinta. Pero si lo parto por la mitad, cada uno tendr¨ªa un trozo.

¡ªGracias ¡ªme dijo¡ª. Seguro que me sirve.

Fue una buena idea que lo hiciera, pens¨¦, porque en la entrada de mi casa, cuando dije: "En fin, buenas noches", y despu¨¦s de que ¨¦l me dijera "Ah, s¨ª. Buenas noches", se acerc¨® y me bes¨®, fugazmente, con el aire de que sab¨ªa lo que le tocaba hacer, en la comisura de la boca. Despu¨¦s volvi¨® hacia el pueblo y nunca supo que me hab¨ªa rescatado, que me hab¨ªa tra¨ªdo desde el territorio de Mary Fortune al mundo normal y corriente.

Di la vuelta hasta la puerta de atr¨¢s, pensando: he ido a un baile y un chico me ha acompa?ado a casa y me ha besado. Todo era verdad. Mi vida era posible. Pas¨¦ por delante de la ventana de la cocina y vi a mi madre. Estaba sentada con los pies en la puerta abierta del horno, bebiendo t¨¦ de una taza, sin plato. Estaba sentada esperando a que llegara y le contara todo lo que hab¨ªa pasado. Y yo no lo har¨ªa, no lo har¨ªa nunca. Pero cuando vi la cocina aguard¨¢ndome, y a mi madre con su quimono estampado y descolorido de felpa, con cara de sue?o pero terca y expectante, comprend¨ª la obligaci¨®n misteriosa y opresiva que yo ten¨ªa de ser feliz, y que hab¨ªa estado a punto de incumplirla, y que podr¨ªa incumplirla una y otra vez sin que ella lo supiera.

¡®Danza de las sombras¡¯. Alice Munro. Traducci¨®n de Eugenia V¨¢zquez Nacarino. 304 p¨¢ginas. 20,90 euros.

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