El estallido del boom latinoamericano, contado por Mario Vargas Llosa
¡®Babelia¡¯ adelanta el ensayo de 1968 ¡®Novela primitiva y novela de creaci¨®n en Am¨¦rica Latina¡¯, recogido en el nuevo libro del premio Nobel, ¡®El fuego de la imaginaci¨®n¡¯, primer volumen de su obra period¨ªstica

Durante tres siglos la novela fue, en Am¨¦rica Latina, un g¨¦nero maldito. Espa?a prohibi¨® que se enviaran novelas a sus colonias, pues los inquisidores juzgaron que libros como ¡°el Amadis e otros de esta calidad¡± eran subversivos y pod¨ªan apartar a los indios de Dios. Estos optimistas supon¨ªan, por lo visto, que los indios sab¨ªan leer. Pero es indudable que gracias a su celo fan¨¢tico la Inquisici¨®n tuvo un instante de genialidad literaria: adivin¨® antes que ning¨²n cr¨ªtico el car¨¢cter esencialmente laico de la novela, su naturaleza refractaria a lo sagrado (no existe una novela m¨ªstica memorable), su inclinaci¨®n a preferir los asuntos humanos a los divinos y a tratar estos asuntos subversivamente. La prohibici¨®n no impidi¨® el contrabando de libros caballerescos, pero s¨ª amedrent¨® a los posibles narradores, pues hasta el siglo xix no se escribieron novelas (al menos, no se publicaron). La primera apareci¨® en 1816, en M¨¦xico, y es una obra de filiaci¨®n picaresca: El Periquillo Sarniento de Lizardi. Su ¨²nico m¨¦rito es haber cumplido esa funci¨®n inaugural. Porque adem¨¢s de maldita y tard¨ªa, la novela latinoamericana fue, hasta fines del siglo pasado, un g¨¦nero reflejo, y luego, hasta hace poco, primitivo. En el xix nuestros mejores creadores fueron poetas, como Jos¨¦ Hern¨¢ndez, el autor del Mart¨ªn Fierro, o ensayistas, como Sarmiento y Mart¨ª. La obra narrativa m¨¢s importante del siglo xix latinoamericano se escribi¨® en portugu¨¦s; su autor es el brasile?o Machado de Assis. En lengua espa?ola hubo algunos narradores decorosos, lectores m¨¢s o menos aprovechados de los novelistas europeos, cuyos temas, estilos y t¨¦cnicas imitaron: el colombiano Jorge Isaacs, por ejemplo, que en su novela Mar¨ªa (1867) aclimat¨® Chateaubriand y Bernardin de Saint-Pierre a la geograf¨ªa y a la sensibler¨ªa americanas, o el chileno Blest Gana, ep¨ªgono de Balzac, que compuso una legible ¡°comedia humana¡± con asuntos hist¨®ricos y sociales de su pa¨ªs. Hubo tambi¨¦n un cuentista ingenioso, Ricardo Palma, que en sus Tradiciones invent¨® un pasado versallesco al Per¨². Pero ninguno de nuestros narradores rom¨¢nticos o realistas fragu¨® un mundo literario universalmente v¨¢lido, una representaci¨®n de la realidad, fiel o infiel, pero dotada de un poder de persuasi¨®n verbal suficiente para imponerse al lector como creaci¨®n aut¨®noma. El inter¨¦s de sus novelas es hist¨®rico, no est¨¦tico, e incluso su valor documental es reducido: reflejas, sin punto de vista propio, nos informan m¨¢s sobre lo que sus autores le¨ªan que sobre lo que ve¨ªan, m¨¢s sobre los vac¨ªos culturales de una sociedad que sobre sus problemas concretos.
La frontera entre la novela refleja y la novela primitiva fue femenina y folcl¨®rica. Una matrona cuzque?a, Clorinda Matto de Turner, escribi¨® a fines del siglo pasado un atrevido follet¨ªn: Aves sin nido (1889). Los sacrilegios, adulterios, estupros, el incesto a medias y otras iniquidades del libro no eran originales; s¨ª, en cambio, que describiera la miserable condici¨®n del indio de los Andes y que se demorara l¨ªricamente en la pintura de un paisaje, no convencional como el de las novelas anteriores, sino real: el de la sierra peruana. As¨ª naci¨® en la literatura latinoamericana esa corriente que con variantes y r¨®tulos diversos ¡ªindigenista, costumbrista, nativista, criollista¡ª anegar¨ªa el continente hasta nuestros d¨ªas (el a?o pasado fue coronada con el Premio Nobel en el mejor de sus representantes: el guatemalteco Miguel ?ngel Asturias). La nueva actitud tuvo dos caras. Hist¨®ricamente signific¨® una toma de conciencia de la propia realidad, una reacci¨®n contra el desd¨¦n en que se ten¨ªa a las culturas abor¨ªgenes y a las subculturas mestizas, una voluntad de reivindicar a esos sectores segregados y de fundar a trav¨¦s de ellos una identidad nacional. En algunos casos, signific¨® tambi¨¦n un despertar pol¨ªtico de los escritores en torno a los desmanes de las oligarqu¨ªas criollas y al saqueo imperialista de Am¨¦rica. Literariamente, en cambio, consisti¨® en una confusi¨®n entre arte y artesan¨ªa, entre literatura y folclore, entre informaci¨®n y creaci¨®n.
La novela de creaci¨®n no es posterior a la novela primitiva. Apareci¨® discretamente cuando ¨¦sta se hallaba en pleno apogeo, y desde entonces ambas coexisten
Una ojeada a los mejores momentos de la novela primitiva, es decir a Los de abajo (1916) del mexicano Marino Azuela; Raza de bronce (1918) del boliviano Alcides Arguedas; La vor¨¢gine (1924) del colombiano Eustasio Rivera; Don Segundo Sombra (1926) del argentino Ricardo G¨¹iraldes; Do?a B¨¢rbara (1929) del venezolano R¨®mulo Gallegos; Huasipungo (1934) del ecuatoriano Jorge Icaza; El mundo es ancho y ajeno (1941) del peruano Ciro Alegr¨ªa, y a El se?or presidente (1948) de Asturias, permite comprobar una diferencia importante con la novela anterior: los autores latinoamericanos han dejado de copiar a los autores europeos, y ahora, m¨¢s ambiciosos, m¨¢s ilusos, copian la realidad. Art¨ªsticamente siguen enajenados a formas postizas, pero se advierte en ellos una originalidad tem¨¢tica; sus libros han ganado una cierta representatividad. Tres siglos despu¨¦s que los conquistadores, han descubierto al ind¨ªgena y a la naturaleza de Am¨¦rica, y a su vez (ellos con buenas intenciones) han comenzado a explotarlos. Ahora s¨ª, el historiador y el soci¨®logo tienen un abundante material de trabajo: la novela se ha vuelto censo, dato geogr¨¢fico, descripci¨®n de usos y costumbres, atestado etnol¨®gico, feria regional, muestrario folcl¨®rico. Se ha poblado de indios, cholos, negros y mulatos; de comuneros, gauchos, campesinos y pongos; de alpacas, llamas, vicu?as y caballos; de ponchos, ojotas, chirip¨¢s y boleadoras; de corridos, huaynos y vidalitas; de selvas como galimat¨ªas vegetales, sabanas sofocantes y p¨¢ramos nevados. Seres, objetos y paisajes desempe?an en estas ficciones una funci¨®n parecida, casi indiferenciable: est¨¢n all¨ª no por lo que son sino por lo que representan. ?Y qu¨¦ representan? Los valores ¡°aut¨®ctonos¡± o ¡°tel¨²ricos¡± de Am¨¦rica. Aunque en algunos casos la visi¨®n de esa realidad es puramente decorativa y esteticista, como en G¨¹iraldes, en la mayor¨ªa de los novelistas primitivos hay un af¨¢n de cr¨ªtica social, y, adem¨¢s de documentos, sus novelas son tambi¨¦n alegatos contra el latifundio, el monopolio extranjero, el prejuicio racial, el atraso cultural y la dictadura militar, o autopsias de la miseria del ind¨ªgena. Pero el conflicto principal que ilustran casi todas ellas no es el de campesinos contra terratenientes, o colonizados contra colonizadores, sino el del hombre y la naturaleza. ¡°El personaje principal de mis novelas es la naturaleza¡±, declaraba R¨®mulo Gallegos. Todos podr¨ªan decir lo mismo. Una naturaleza magn¨ªfica y temible, descrita con minucia y tr¨¦molos rom¨¢nticos, preside la acci¨®n de estas ficciones, y es el verdadero h¨¦roe que sustituye y destruye al hombre. Simb¨®licamente, en dos de ellas, los personajes principales son, al final, absorbidos por la naturaleza. Al poeta Arturo Cova, de La vor¨¢gine, lo ¡°devora la selva¡±, seg¨²n revela el telegrama con que termina la novela, y a don Segundo Sombra, el narrador lo divisa en la ¨²ltima p¨¢gina, desapareciendo poco a poco, a lo lejos, como si la pampa lo fuera cortando a hachazos. Novela pintoresca y rural, predomina en ella el campo sobre la ciudad, el paisaje sobre el personaje, y el contenido sobre la forma. La t¨¦cnica es rudimentaria, preflaubertiana: el autor se entromete y opina en medio de los personajes, ignora la noci¨®n de objetividad en la ficci¨®n y atropella los puntos de vista; no pretende mostrar sino demostrar. Cree, como un novelista rom¨¢ntico, que el inter¨¦s de una novela reside en la originalidad de una historia y no en el tratamiento de esta historia, y por eso es truculento. Lo preocupa, s¨ª, el estilo, pero no en la medida en que se adec¨²e, d¨¦ relieve y vida a su mundo ficticio, no en el sentido de que sea operante y se disuelva en su relato, sino como algo independiente y llamativo, como un valor en s¨ª mismo: por eso es un ret¨®rico pertinaz. Estilos frondosos e impresionistas, ¡°poem¨¢ticos¡± en el sentido peyorativo del t¨¦rmino, oscurecidos de provincialismos en los di¨¢logos, y amanerados y casticistas en las descripciones, logran lo contrario que ambicionaban sus autores: no plasmar en la ficci¨®n lo real en su ¡°estado bruto¡±, sino la artificialidad, la irrealidad. Los temas suelen ser tremendistas, pero su desarrollo y realizaci¨®n esquem¨¢ticos, porque la caracterizaci¨®n de los personajes es superficial, y el an¨¢lisis psicol¨®gico est¨¢ hecho con brocha gorda. Los conflictos son arquet¨ªpicos: rese?an la lucha del bien y del mal, de la justicia y la injusticia, enfrentando personajes que encarnan r¨ªgidamente estas nociones y constituyen abstracciones o estereotipos, no seres de carne y hueso. Esta visi¨®n maniquea de la vida es tambi¨¦n epid¨¦rmica: se queda en la exterioridad, los dramas no son interiorizados ni modelan las conciencias, no aparecen las motivaciones ¨ªntimas de la conducta humana, la dimensi¨®n secreta de la vida. El espacio en que se asientan es el de la geograf¨ªa y el de las relaciones sociales y ¨¦stas no est¨¢n regidas por leyes hist¨®ricas sino por un sino fat¨ªdico. Por eso, a pesar de que usan y abusan de las supersticiones y pr¨¢cticas m¨¢gicas ind¨ªgenas, las novelas primitivas carecen de misterio: hay en ellas algo que es a la vez forzado y previsible. R¨²stica y bien intencionada, sana y g¨¢rrula, la novela primitiva es de todos modos la primera que con justicia puede ser llamada originaria de Am¨¦rica Latina (aunque literariamente esto no signifique gran cosa). Es tambi¨¦n la primera que se traduce en el extranjero, e, incluso, entusiasma a cr¨ªticos que deciden que la novela latinoamericana s¨®lo debe ser eso: cuando lean a los nuevos novelistas los acusar¨¢n de traici¨®n por omitir el folclore, o de atrevimiento por experimentar con la forma como un novelista europeo o norteamericano.

La novela de creaci¨®n no es posterior a la novela primitiva. Apareci¨® discretamente cuando ¨¦sta se hallaba en pleno apogeo, y desde entonces ambas coexisten, como los rascacielos y las tribus, la miseria y la opulencia, en Am¨¦rica Latina. Algunos estiman que naci¨® con dos neur¨®ticos curiosos: el uruguayo Horacio Quiroga y el argentino Roberto Arlt. Pero lo interesante en el primero son algunos relatos morbosos de horror naturalista, no sus novelas, y las del segundo, que describe un Buenos Aires de pesadilla, est¨¢n escritas de prisa y defectuosamente construidas. M¨¢s justo es fijar el nacimiento en 1939, cuando aparece El pozo, la primera novela del uruguayo Juan Carlos Onetti. Este pesimista tenaz (y se dir¨ªa justificado: las editoriales que lo publican quiebran, sus manuscritos se pierden, sus libros no se venden, incluso hoy muchos cr¨ªticos lo ignoran) es quiz¨¢, cronol¨®gicamente, el primer novelista de Am¨¦rica Latina que en una serie de obras ¡ªlas m¨¢s importantes son La vida breve (1950), El astillero (1961) y Juntacad¨¢veres (1964)¡ª crea un mundo riguroso y coherente, que importa por s¨ª mismo y no por el material informativo que contiene, asequible a lectores de cualquier lugar y de cualquier lengua, porque los asuntos que expresa han adquirido, en virtud de un lenguaje y una t¨¦cnica funcionales, una dimensi¨®n universal. No se trata de un mundo artificial, pero sus ra¨ªces son humanas antes que americanas, y consiste, como toda creaci¨®n novelesca durable, en la objetivaci¨®n de una subjetividad (la novela primitiva era lo contrario: subjetivaba la realidad objetiva que quer¨ªa transmitir). Nada de color, nada de pintoresco en este mundo: una deprimente grisura empa?a a los hombres y al paisaje del imaginario puerto de Santa Mar¨ªa, donde ocurren la mayor¨ªa de las historias de frustraci¨®n y de rencor, de maldad y de remordimiento, de incomunicaci¨®n existencial de las novelas de Onetti. Pero los mediocres malsanos y las ap¨¢ticas mujeres de Santa Mar¨ªa, y la ruindad espiritual de esta tierra sin esperanza, comunican, por la angustiosa energ¨ªa de la prosa que los nombra ¡ªuna prosa densa y delet¨¦rea, de frases abisales con reminiscencias faulknerianas¡ª, algo que todos los fuegos anecd¨®ticos de la novela primitiva no consiguieron: una impresi¨®n de vida contagiosa y aut¨¦ntica.
La novela deja de ser ¡°latinoamericana¡±, se libera de esa servidumbre. Ya no sirve a la realidad, ahora se sirve de la realidad. A diferencia de lo que pasaba con los primitivos, no hay un denominador com¨²n ni de asuntos ni de estilos ni de procedimientos entre los nuevos novelistas: su semejanza es su diversidad. ?stos ya no se esfuerzan por expresar ¡°una¡± realidad, sino visiones y obsesiones personales: ¡°su¡± realidad. Pero los mundos que crean sus ficciones, y que valen ante todo por s¨ª solos, son, tambi¨¦n, versiones, calas a diferentes niveles, representaciones (psicol¨®gicas, fant¨¢sticas o m¨ªticas) de Am¨¦rica Latina. Algunos, incluso como el mexicano Juan Rulfo, el brasile?o Jo?o Guimar?es Rosa o el peruano Jos¨¦ Mar¨ªa Arguedas en Los r¨ªos profundos (1959), utilizan los mismos t¨®picos de la novela primitiva: pero en ellos estos motivos ya no son fines sino medios literarios, experiencias que su imaginaci¨®n renueva y objetiva a trav¨¦s de la palabra. Con s¨®lo dos breves libros impecables, una colecci¨®n de cuentos, El llano en llamas (1953), y una novela, Pedro P¨¢ramo (1955), Rulfo ejecuta el indigenismo verboso y exterior. Su prosa ce?ida, que no reproduce sino recrea sutilmente el habla popular de la regi¨®n de Jalisco (la que le presta tambi¨¦n los recuerdos infantiles, los nombres y los s¨ªmbolos que constituyen sus fuentes de trabajo), erige un peque?o universo sin tiempo, de violencia y poes¨ªa, de aventura y tragedia, de superstici¨®n y fantasmas, que es, al mismo tiempo que mito literario, una radiograf¨ªa del alma mexicana.
Aparentemente toda la novela primitiva est¨¢ all¨ª: color local, fauna regional, ambiente campesino. En realidad, todo ha cambiado: el paisaje de Comala, ciudad de los muertos o alegor¨ªa del infierno, no es un decorado sino un estado de ¨¢nimo, una clave en el dise?o interior de los personajes, algo que emana de ellos y los define, una proyecci¨®n de su esp¨ªritu. En la novela primitiva, la naturaleza no s¨®lo aniquilaba al hombre: tambi¨¦n lo generaba. Ahora es al rev¨¦s: el eje de la ficci¨®n ha rotado de la naturaleza al hombre, y son los tormentos de ¨¦ste, de cuando en cuando sus alegr¨ªas, lo que Rulfo encarna en sus bandoleros harapientos y sus mujeres pasivas e indoblegables. Tambi¨¦n Guimar?es Rosa, en su ¨²nica novela, Grande sert?o: veredas (1956), parece un costumbrista si se lo lee sin cuidado. Pero ese tormentoso mon¨®logo del ex yagunzo Riobaldo, que, convertido en hacendado, evoca su vida de bandido en los desiertos de Minas Gerais tiene, como una valija de contrabandista, triple fondo. Sus peripecias son las de una novela de aventuras y est¨¢n condimentadas de exotismo, suspenso, brutalidad y hasta de revelaciones melodram¨¢ticas: un rufi¨¢n resulta ser, al final del libro, una delicada mujer. Y la cuidadosa rese?a de la flora, la fauna y el gran corso humano del sert?o corresponde a la de una novela primitiva. ?Pero es esta sucesi¨®n de an¨¦cdotas lo primordial de la novela, o es esa realidad que constituye en s¨ª mismo el mon¨®logo de Riobaldo, ese r¨ªo sonoro e imaginativo en el que las palabras han sido manipuladas, organizadas de tal modo que ya no aluden a otra realidad que a la que ellas mismas van creando en el curso avasallador del relato? La palabra en Grande sert?o: veredas, como en Paradiso de Lezama Lima, es una presencia tan impetuosa que significa un espect¨¢culo fon¨¦tico aparte. Pero, novela de acci¨®n o torre de Babel, esta ficci¨®n podr¨ªa ser tambi¨¦n un manual de satanismo. Una presencia recurrente en la novela es el demonio, con quien Riobaldo cree haber hecho un pacto, una noche de tempestad, en una encrucijada de caminos, y esa sombra luciferina que recorre como un estremecimiento toda la novela, la dota de una atm¨®sfera extra?a y enigm¨¢tica, de significados oscuros, en los que algunos ven una meditaci¨®n sobre el mal, un discurso metaf¨ªsico. Esta novela ser¨ªa, seg¨²n ellos, algo as¨ª como un templo mas¨®nico atestado de s¨ªmbolos. La ambig¨¹edad (nota distintiva de lo humano que la novela primitiva ignor¨®) caracteriza tambi¨¦n a Los r¨ªos profundos, que narra el drama de un ni?o desgarrado, como su autor, como el Per¨², por una doble lealtad a dos mundos que guerrean en ¨¦l sin integrarse. Hijo de blancos, criado entre indios, vuelto al mundo de los blancos, el narrador de la novela es un testigo privilegiado para evocar la oposici¨®n de ese anverso y reverso de su ser. Aunque el m¨¢s apegado, entre los nuevos, a los patrones de la novela primitiva, Arguedas no incurre en sus defectos m¨¢s obvios porque no intenta fotografiar al mundo indio (que ¨¦l conoce profundamente): quiere instalar al lector en su intimidad. Los indios abstractos del indigenismo se convierten en Arguedas en seres reales, gracias a un estilo que reconstituye, en espa?ol y dentro de perspectivas occidentales, las intuiciones y devociones m¨¢s entra?ables del mundo quechua, sus ra¨ªces m¨¢gicas, su animismo colectivo, la filosof¨ªa entre resignada y heroica que le ha dado fuerzas para sobrevivir a siglos de injusticia.
Se ha dicho que el paso de la novela primitiva a la nueva novela es una mudanza del campo a la ciudad: aqu¨¦lla ser¨ªa rural y ¨¦sta urbana. Esto no es exacto, como se ve por los ejemplos anteriores; ser¨ªa m¨¢s justo decir que la mudanza fue de los elementos naturales al hombre. Pero es verdad que entre los nuevos escritores hay apasionados descriptores (es decir, inventores, recreadores, int¨¦rpretes) de ciudades. La primera novela de Carlos Fuentes, La regi¨®n m¨¢s transparente (1948), es un mural, hirviente, populoso, de la ciudad de M¨¦xico, una tentativa para captar en una ficci¨®n todos los estratos de esa pir¨¢mide, desde la base ind¨ªgena con sus ritos ceremoniales y su idolatr¨ªa emboscada tras el culto cat¨®lico, hasta la c¨²spide olig¨¢rquica, cosmopolita y esnob, que calca sus apetitos, modas y disfuerzos de Nueva York y de Par¨ªs. Para trazar esa biograf¨ªa de una ciudad, Fuentes recurre a todo el arsenal de t¨¦cnicas de la novela contempor¨¢nea, desde el simultane¨ªsmo a lo Dos Passos hasta el mon¨®logo interior joyceano y el poema en prosa. Esta vocaci¨®n experimental se aten¨²a en su segunda novela, Las buenas conciencias (1954), historia de una crisis moral de un joven burgu¨¦s de Guanajuato contada a la manera tradicional, pero renace en La muerte de Artemio Cruz (1962), que admirablemente concilia fantas¨ªa y observaci¨®n, inquietud social y aventura formal, testimonio y creaci¨®n. El libro es una pat¨¦tica indagaci¨®n sobre el destino de un pa¨ªs: ?qu¨¦ es M¨¦xico, por qu¨¦ ha llegado a ser lo que es? La lenta agon¨ªa de un caudillo de la revoluci¨®n, que vivi¨® la gesta, la esperanza y la anarqu¨ªa de las guerras civiles, y luego el gradual anquilosamiento de la nueva sociedad, es el hilo conductor de esta averiguaci¨®n: los dramas del h¨¦roe y del pa¨ªs se entrelazan en una mara?a de episodios cronol¨®gicos discontinuos, armados con t¨¦cnicas de composici¨®n diversas, que reviven ese pasado y despliegan ante el lector los tipos humanos, las clases sociales con sus frustraciones, sus mitolog¨ªas y sus pugnas, y los momentos hist¨®ricos culminantes del mosaico mexicano. De estructura compleja, elaborada con procedimientos tan vastos y vers¨¢tiles como su rica materia, escrita en una prosa fecunda y vital que alcanza su temperatura mejor en la evocaci¨®n de ambientes populares o en las reminiscencias revolucionarias, La muerte de Artemio Cruz consigue un equilibrio eficaz entre compromiso social y vocaci¨®n art¨ªstica.
En las novelas posteriores de Fuentes, los temas sociales y pol¨ªticos quedan desplazados por temas m¨¢s intelectuales. Aura (1962) es la historia de una posesi¨®n diab¨®lica, y Zona sagrada (1966) un an¨¢lisis de la relaci¨®n hist¨¦rica entre una estrella cinematogr¨¢fica embalsamada por la celebridad y su hijo, sobre el que aqu¨¦lla ejerce una fascinaci¨®n destructiva. Que los personajes sean mexicanos es adjetivo; al autor ya no le interesan los seres humanos sino la parodia que hacen de ellos ciertas situaciones de la vida moderna, las m¨¢scaras que adoptan los fetiches animados de la sociedad de consumo, las precarias poses que son sus relaciones. Esta preocupaci¨®n es la materia prima de Cambio de piel (1967), libro que, como el m¨ªtico catoblepas de La tentaci¨®n de San Antonio, se devora a s¨ª mismo: personajes como fuegos fatuos que son y no son, que se doblan y desdoblan ante los ojos de un narrador que mueve los hilos de este juego c¨ªnico, en el que, desde un presente anclado en Cholula, se recuerdan o inventan mil atm¨®sferas, mil situaciones, mil temas, roz¨¢ndolos todos y sin mellar la superficie de ninguno, en un gran happening que es una par¨¢bola sobre la futilidad y las im¨¢genes vanas de una civilizaci¨®n.
Se ha dicho que otro rasgo distintivo de la nueva novela es la importancia que tienen en ella los temas fant¨¢sticos y que ¨¦stos incluso prevalecen sobre los realistas. La afirmaci¨®n parece suponer que los llamados ¡°temas fant¨¢sticos¡± no representan la realidad, que pertenecen a lo irreal. ?Son menos reales, menos humanos, el sue?o y la fantas¨ªa, que los actos y los seres verificables por la experiencia? Ser¨ªa mejor decir que en los nuevos autores la concepci¨®n de la realidad es m¨¢s ancha que en la novela primitiva, pues abraza no s¨®lo lo que los hombres hacen, sino tambi¨¦n lo que sue?an o inventan. Todos los temas son reales si el novelista es capaz de dotarlos de vida, y todos irreales, aun la referencia a la m¨¢s trivial de las experiencias humanas, si el escritor carece de ese poder de persuasi¨®n del que depende la verdad o la mentira de una ficci¨®n. Entre los nuevos tal vez el ¨²nico que pueda ser llamado con entera propiedad escritor fant¨¢stico es el argentino Jorge Luis Borges, que ha escrito cuentos, poemas y ensayos, no novelas. Pero hay una serie de novelistas que constituyen un caso particular, pues sus obras hunden sus ra¨ªces al mismo tiempo en esas dos dimensiones de lo humano: lo imaginario y lo vivido. Entre ellos, el argentino Julio Cort¨¢zar, los cubanos Lezama Lima y Alejo Carpentier, y el colombiano Garc¨ªa M¨¢rquez.

Hasta la aparici¨®n de la m¨¢s importante de sus novelas, Rayuela (1963), la obra de Cort¨¢zar fue alternativamente realista y fant¨¢stica, pero esas dos direcciones no la escindieron en dos escrituras. La voz autobiogr¨¢fica del boxeador de ¡®Torito¡¯, la voz intelectual del jazzman de ¡®El Perseguidor¡¯ es la misma voz transparente que cuenta c¨®mo un hombre se convierte en una bestiecilla acu¨¢tica en ¡®Axolotl¡¯ y describe en ¡®Las m¨¦nades¡¯ un concierto que se transforma en holocausto. Esta unidad se debe a un estilo que viene de la lengua oral (a la que trasciende por la poes¨ªa y el humor), un estilo tendido como un puente sobre el abismo que existe todav¨ªa en espa?ol entre lengua hablada y escrita. Esas dos direcciones se re¨²nen en Rayuela, donde las fronteras entre lo real y lo imaginario no existen. Pero esos dos mundos no se mezclan, coexisten en la novela sin que pueda se?alarse la l¨ªnea que los separa. Instalado a veces en la vida cotidiana, sumido a veces en la maravilla, el lector no sabe en qu¨¦ momento franquea el l¨ªmite, nunca tiene la sensaci¨®n del tr¨¢nsito. Todo consiste en cambios liger¨ªsimos en el movimiento respiratorio de la narraci¨®n, en imperceptibles alteraciones de sus ritmos y leyes. El argumento est¨¢ situado en Par¨ªs y en Buenos Aires, pero los episodios no se suceden ni subordinan. Son, dir¨ªamos, soberanos, y los enlaza un personaje, Oliveira, hipnotizado por la inautenticidad de la vida moderna. Sus actos y sus sue?os son una mani¨¢tica b¨²squeda de las razones de esta inautenticidad. En Par¨ªs lleva a cabo su exploraci¨®n a un nivel intelectual, con parias como ¨¦l, agrupados en el Club de la Serpiente, y en Buenos Aires, con seres m¨¢s integrados al sistema social. En Rayuela, la materia narrativa es un orden abierto, con muchas puertas que pueden ser de entrada o de salida, seg¨²n lo decida el lector. Hay dos maneras de leer el libro: una ¡°tradicional¡±(en este caso la novela comprende s¨®lo la mitad de sus p¨¢ginas), y otra, que se inicia en el cap¨ªtulo setenta y tres y avanza en zigzag, seg¨²n instrucciones del autor. Estas dos lecturas posibles (no ¨²nicas) dan origen a libros distintos. Porque, adem¨¢s del autor y del lector, hay un tercer hombre cuya contribuci¨®n es tan decisiva como inesperada para la realizaci¨®n cabal de la novela. Ocupa toda la tercera parte y se llama la cultura. All¨ª ha reunido Cort¨¢zar una serie de textos ajenos que figuran como cap¨ªtulos de pleno derecho, pues confrontados a estos poemas, citas, recortes de diario, los episodios cambian de perspectiva y aun de contenido. La cultura en su m¨¢s amplia acepci¨®n aparece asimilada de este modo a la creaci¨®n, como un elemento din¨¢mico que act¨²a desde el seno de lo narrado. Rayuela es, sin duda, una de las obras de estructura m¨¢s original entre las novelas contempor¨¢neas.
Jos¨¦ Lezama Lima, en cambio, no tiene ninguna pericia t¨¦cnica; Paradiso (1966), su ¨²nica novela, est¨¢ construida con recursos de follet¨ªn. Su grandeza es ling¨¹¨ªstica. Se trata de una tentativa imposible: describir, en sus vastos lineamientos y en sus detalles rec¨®nditos, un universo fraguado por una imaginaci¨®n alucinada. Lezama se reclama inventor de un ¡°sistema po¨¦tico¡± del mundo (cuyas claves, la met¨¢fora y la imagen, son, seg¨²n Lezama, las herramientas que tiene el hombre para comprender la historia y la naturaleza, vencer a la muerte y salvarse) y Paradiso quiere ser la demostraci¨®n hecha f¨¢bula de este sistema. Es, en realidad, la creaci¨®n de un ins¨®lito mundo verbal. El argumento est¨¢ construido en torno a Jos¨¦ Cem¨ª, desde que ¨¦ste es a¨²n ni?o hasta que, veinte a?os m¨¢s tarde, completada la formaci¨®n de su sensibilidad, va a entrar al mundo a ejercer su vocaci¨®n art¨ªstica. Pero lo notable del libro no es el aprendizaje de este artista adolescente (la vida familiar de Cem¨ª, su descubrimiento del paisaje cubano, sus discusiones literarias, sus llameantes experiencias homosexuales) sino la perspectiva desde la cual estos hechos son narrados. El libro no se sit¨²a en la realidad exterior de los actos ni en la interior de los pensamientos, sino en un orden sensorial, en el que hechos y reflexiones se disuelven y confunden, formando extra?as entidades, huidizas formas cambiantes llenas de colores, m¨²sicas, sabores y olores, hasta ser borrosos y hasta ininteligibles. La vida de Cem¨ª y de quienes lo rodean es una cascada de sensaciones que nos es comunicada mediante met¨¢foras. Las sensaciones visuales predominan, y esa prosa que describe la realidad por sus valores pl¨¢sticos acaba por devorar a la an¨¦cdota, como el color en un cuadro de Turner. En este universo sensorial, de monstruos consagrados a la voluptuosa tarea de sentir seres, objetos, sensaciones, son siempre pretextos, referencias que ponen al lector en contacto con otros seres, otras sensaciones y objetos, que a su vez remiten a otros, en un juego de espejos inquietante y abrumador, hasta que de ese modo surge la sustancia inapresable que es el elemento en el que vive Jos¨¦ Cem¨ª, su fascinante ¡°para¨ªso¡±. La novela de Lezama resucita una funci¨®n que la ficci¨®n de nuestros d¨ªas ha eludido y que fue el designio mayor de la novela cl¨¢sica: la revelaci¨®n de zonas in¨¦ditas de realidad.
El mundo de Carpentier no es sensorial, pese a que el ¨²nico sentimiento vivo en ¨¦l es, tal vez, el amor a las cosas, a esa materia inerte que describe en una prosa trabajada y morosa, sino m¨ªtico. Est¨¢ levantado entre lo real y lo fabuloso y Carpentier ha encontrado una buena f¨®rmula para definir su naturaleza d¨²plice: ¡°realismo m¨¢gico¡±. Su primera novela (ahora ¨¦l la desde?a), Ecu¨¦-Yamba-O (1933), est¨¢ m¨¢s cerca de la novela primitiva que de la novela de creaci¨®n; documenta el paganismo hechicero de la poblaci¨®n negra cubana y denuncia la penetraci¨®n imperialista en su pa¨ªs. Pero cuando diecis¨¦is a?os m¨¢s tarde aparece El reino de este mundo (1949), el folclorista se ha vuelto un esteta, el testigo pol¨ªtico un alquimista que transforma en mitos los hechos ver¨ªdicos que de?sentierra del pasado antillano, el observador social un art¨ªfice que juega con el tiempo y recrea la geograf¨ªa lujuriosa del Caribe en barrocos retablos de palabras. La revuelta de esclavos, la presencia napole¨®nica y la sangrienta dictadura de Henri Christophe en Hait¨ª que esta novela sintetiza en una visi¨®n b¨ªblica, as¨ª como la b¨²squeda del para¨ªso terrenal que protagoniza el music¨®logo de Los pasos perdidos (1953), que abandona la civilizaci¨®n para remontar el Orinoco en un viaje a lo primitivo que es tambi¨¦n un viaje en el tiempo, la historia del perseguido durante la dictadura terrorista de Machado en Cuba elaborada en El acoso como una pieza musical, y la cr¨®nica legendaria de las repercusiones de la Revoluci¨®n francesa en el Caribe en El siglo de las luces (1962), son las distintas fases de una sola alegor¨ªa sobre la originalidad americana, los argumentos de una tesis: la realidad po¨¦tica surrealista, producto en Europa de la imaginaci¨®n y el subconsciente, ser¨ªa en Am¨¦rica realidad objetiva. Nacida del choque de la raz¨®n europea y el sentimiento m¨¢gico de la vida del aborigen, que la venida del africano enriqueci¨® con ritmos y cultos nuevos, en esta realidad original americana conviven, como en Los pasos perdidos, todas las edades hist¨®ricas, todas las razas, todos los climas y paisajes. En ella, como en el relato ¡®Viaje a la semilla¡¯(1958), el tiempo ha sido invertido o abolido. ?Es hist¨®ricamente justa esta interpretaci¨®n? En todo caso, su formulaci¨®n literaria es v¨¢lida: exprese o no la personalidad inconfundible de Am¨¦rica, el mundo de Carpentier tiene una verdad intr¨ªnseca que es el resultado de su maciza arquitectura, la coherencia interna de sus elementos y la refinada elegancia de su dicci¨®n.
Todos los temas son reales si el novelista es capaz de dotarlos de vida, y todos irreales si el escritor carece de ese poder de persuasi¨®n
Garc¨ªa M¨¢rquez es tambi¨¦n el constructor de un mundo, pero en ¨¦l no hay la premeditaci¨®n intelectual ni el laborioso trabajo del estilo de un Carpentier: la exuberancia de su imaginaci¨®n es espont¨¢nea y su prosa es sobre todo eficaz. Sus libros son una cr¨®nica de Macondo, una tierra inventada. La hojarasca, su primera novela (1955), describ¨ªa este mundo como pura subjetividad, a trav¨¦s de los mon¨®logos torturados de unos personajes son¨¢mbulos. Macondo era todav¨ªa una patria mental, una proyecci¨®n de la conciencia culpable del hombre. El coronel no tiene quien le escriba (1961) a?ade a este esp¨ªritu un paisaje y una tradici¨®n en los que reaparecen ciertos motivos del costumbrismo (el gallo de lidia, por ejemplo), pero utilizados no como valores ¡°locales¡± sino como s¨ªmbolos de frustraci¨®n. En Los funerales de la Mam¨¢ Grande (1962) y La mala hora (1962), Macondo adquiere una nueva dimensi¨®n: la m¨¢gica. Adem¨¢s de ser un recinto dominado por el mal, los zancudos, la violencia y el calor, es escenario de sucesos extraordinarios: llueven p¨¢jaros del cielo, hay ceremonias de hechicer¨ªa en sus viviendas, la muerte de una anciana atrae al lugar a monarcas y celebridades, el Jud¨ªo Errante aparece ambulando en sus calles. Pero el gran enriquecimiento de Macondo ocurre en Cien a?os de soledad (1967). La prosa matem¨¢tica de los libros anteriores se convierte en un estilo volc¨¢nico capaz de comunicar el movimiento y la gracia a las m¨¢s audaces criaturas de la imaginaci¨®n. En esta historia de los cien a?os de vida de Macondo, la fantas¨ªa galopa desbocada, delineando en el espacio y en el tiempo la silueta de Macondo, en muchos niveles de realidad: el individual y el colectivo, el legendario y el hist¨®rico, las fronteras de lo posible y lo imposible han desaparecido: en Macondo la desmesura es la norma, el milagro es tan veraz como la guerra y el hambre. Hay alfombras voladoras, imanes gigantes que al pasar por la calle arrebatan las ollas y las sartenes de las casas, galones varados en la selva, mujeres que levitan, y un h¨¦roe caballeresco que promueve treinta y dos guerras, tiene diecisiete hijos varones en diecisiete mujeres distintas, escapa a catorce atentados, a setenta y tres emboscadas y a un pelot¨®n de fusilamiento, y muere apacible y nonagenario fabricando pescaditos de oro. Pero Macondo no es un castillo en el aire: la maravilla es s¨®lo una de sus caras. Porque incluso en su perfil visionario, esta ficci¨®n est¨¢ aludiendo (mediante transfiguraciones y espejismos) a una realidad muy concreta. El paisaje de Macondo reproduce (no, recrea) toda la naturaleza de Am¨¦rica, y los dramas de ¨¦sta se refractan en su historia como los colores en un espectro. Un olor a plantaciones de banano infesta el aire del lugar y atrae a aventureros primero, luego a monopolios extranjeros. No todo es magia y fiesta er¨®tica en la vida de Macondo: un fragor de hostilidades entre poderosos y miserables resuena tras esas llamaradas y estalla a veces en org¨ªa de sangre, como durante la matanza de ferrocarrileros. Y adem¨¢s, en los desfiladeros y p¨¢ramos de las sierras, hay esos ej¨¦rcitos que se buscan y se diezman, como ocurri¨® (ocurre todav¨ªa) en Colombia. Violencia y fantas¨ªa son las notas exteriores de Macondo; la nota interior es el desamparo moral. La b¨ªblica tribu de los Buend¨ªa se reproduce y extiende en un espacio y tiempo condenados. Sus blasones ostentan una mancha: la soledad. Los Buend¨ªa luchan, aman, se juegan enteros en empresas descabelladas. El resultado es siempre la infelicidad. Todos, tarde o temprano, son burlados y vencidos, desde el fundador de Macondo, que nunca encuentra el camino del mar, hasta el ¨²ltimo Buend¨ªa, que desaparece con el pueblo cuando iba a descubrir el secreto de la sabidur¨ªa. Ocurre que en Macondo, donde todo es posible, no existe la alegr¨ªa, no hay solidaridad entre los hombres. Una tristeza empa?a todos los actos, un sentimiento de inminente cat¨¢strofe ronda toda su historia. Leyes secretas regulan la vida en esta tierra de las maravillas: nadie es libre. Incluso en sus bacanales, cuando estupran como conejos y comen y beben pantagru¨¦licamente, los Buend¨ªa no gozan ni se encuentran a s¨ª mismos. Esa representaci¨®n simb¨®lica, empleando los recursos m¨¢s estrictos de la ficci¨®n, del desamparo moral, de la alineaci¨®n del hombre en Am¨¦rica Latina, es tal vez el m¨¦rito m¨¢s alto de esta novela. Como cualquiera de los Buend¨ªa, los hombres nacen hoy en Am¨¦rica Latina condenados a vivir en soledad y a engendrar hijos con colas de cerdo, es decir, seres de vida inhumana e irrisoria sometidos a un destino que no fue elegido por ellos.
La novela de Garc¨ªa M¨¢rquez, como las anteriores que esta nota menciona (y una docena m¨¢s que hubiera sido preciso rese?ar), revelan una fecundidad original y ambiciosa que delata un momento de apogeo en la narrativa latinoamericana. En estos tiempos en que la novela europea y norteamericana agoniza entre herm¨¦ticas acrobacias formalistas y una mon¨®tona conformidad con la tradici¨®n, conviene alegrarse. No tanto por Am¨¦rica Latina, pues la salud de una narrativa suele significar una crisis profunda de la realidad que la inspira, sino, m¨¢s bien, por la vida de la novela.
Londres, 1968.
¡®Novela primitiva y novela de creaci¨®n en Am¨¦rica Latina¡¯, The Times Literary Supplement, Londres, 14 de noviembre de 1968. [Bajo el t¨ªtulo ¡®Primitives and creators¡¯]. Ercilla, n.? 1761, Santiago, 18-25 de marzo de 1969. [Bajo el t¨ªtulo ¡®Novela hispanoamericana: de la herej¨ªa a la coronaci¨®n¡¯].
Recogido ahora en El fuego de la imaginaci¨®n. Libros, escenarios, pantallas y museos, Mario Vargas Llosa. Alfaguara, 2022. 792 p¨¢ginas, 26,90 euros.
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