¡®La casa de caramelo¡¯: la distop¨ªa digital de Jennifer Egan
Con una estructura de novela decimon¨®nica, la autora compone un intrincado puzle del Estados Unidos contempor¨¢neo en torno a la idea de una herramienta que permite acceder y compartir los recuerdos. ¡®Babelia¡¯ ofrece un extracto del libro, recientemente publicado por Salamandra
El don de la afinidad
¡ª Tengo tantas ganas... ¡ª dijo Bix mientras estiraba los hombros y la espalda de pie junto a la cama, un ritual que hac¨ªa cada noche antes de acostarse ¡ª. De hablar, simplemente.
Lizzie lo mir¨® por encima de los rizos oscuros de Gregory, su hijo peque?o, a quien estaba dando el pecho.
¡ª Te escucho ¡ª susurr¨®.
¡ª Es... ¡ª Respir¨® hondo ¡ª. No s¨¦. Dif¨ªcil.
Lizzie se incorpor¨®, y Bix vio que la hab¨ªa asustado.
¡ª?Mam¨¢, no llego! ¡ª chill¨® Gregory al desengancharse del pez¨®n. Acababa de cumplir tres a?os.
¡ª Hay que destetar a este cr¨ªo ¡ª murmur¨® Bix.
¡ª No ¡ª replic¨® Gregory rotundamente con una mirada acusadora ¡ª. No quiero.
Lizzie sucumbi¨® a los tirones de Gregory y volvi¨® a tumbarse. Bix se pregunt¨® si el ¨²ltimo de sus cuatro hijos se habr¨ªa propuesto, con la complicidad de su madre, prolongar la primera infancia hasta la edad adulta. Se estir¨® junto a los dos y mir¨® angustiado a su mujer.
¡ª?Qu¨¦ pasa, mi amor? ¡ª susurr¨® Lizzie.
¡ª Nada ¡ª minti¨®. Era un problema demasiado ubicuo, demasiado indefinido para explicarlo. Trat¨® de aproximarse con una certeza ¡ª. No paro de pensar en la calle 7 Este. En aquellas charlas.
¡ª?Otra vez? ¡ª dijo ella en voz baja.
¡ª Otra vez.
¡ª Pero ?por qu¨¦?
Bix no sab¨ªa por qu¨¦. En realidad, en la calle 7 Este ¨¦l s¨®lo escuchaba de lejos mientras Lizzie y sus amigas se gritaban a trav¨¦s de nubes de marihuana como excursionistas desorientadas en un valle brumoso: ??En qu¨¦ es distinto el amor del deseo?? ??El mal existe?? Bix estaba a medio curso de doctorado cuando Lizzie se fue a vivir con ¨¦l, y ya hab¨ªa tenido esas conversaciones en el instituto y su primer par de a?os en la Universidad de Pensilvania. Pero la nostalgia de ahora era por lo que hab¨ªa sentido mientras o¨ªa distra¨ªdamente a Lizzie y sus amigas sentado delante de su ordenador SPARCstation, conectado por un m¨®dem a la Viola World Wide Web: la convicci¨®n ¨ªntima, extasiada, de que el mundo que aquellas estudiantes defin¨ªan con tanto af¨¢n en 1992 pronto estar¨ªa obsoleto. Gregory mamaba. Lizzie dormitaba.
¡ª?Podemos? ¡ª Bix insisti¨® ¡ª. ?Hablar as¨ª?
¡ª?Ahora?
Parec¨ªa exhausta, ?la estaban drenando delante de sus ojos! Bix sab¨ªa que Lizzie se levantar¨ªa a las seis para ocuparse de los chicos mientras ¨¦l meditaba antes de empezar con sus llamadas a Asia. Sinti¨® una oleada de desesperaci¨®n. ?Con qui¨¦n pod¨ªa hablar de aquella manera casual, abierta, t¨ªpica de los estudiantes de la facultad? Cualquiera que trabajara en Mandala intentar¨ªa complacerlo de una forma u otra. Y cualquiera que no trabajase all¨ª se imaginar¨ªa motivaciones ocultas, una prueba quiz¨¢, ?una prueba cuya recompensa ser¨ªa un empleo en Mandala! ?Sus padres?, ?sus hermanas? Nunca hab¨ªa hablado as¨ª con ellos, a pesar de lo mucho que los quer¨ªa.
Una vez que Lizzie y Gregory se quedaron dormidos, Bix llev¨® a su hijo por el pasillo hasta su cama. Decidi¨® volver a vestirse y salir. Eran las once pasadas. Infring¨ªa las consignas de seguridad de su junta que caminara solo por las calles de Nueva York a cualquier hora, mucho menos de noche, as¨ª que evit¨® ponerse el caracter¨ªstico traje de pachuco deconstruido que acababa de quitarse (inspirado en los grupos de SKA que tanto le gustaban en el instituto) y el peque?o fedora de cuero que llevaba desde que hab¨ªa salido de la NYU quince a?os atr¨¢s para aliviar la desnudez que sinti¨® al cortase las rastas. Desenterr¨® del armario una chaqueta militar de camuflaje y un par de botas llenas de ara?azos y se adentr¨® en la noche de Chelsea con la cabeza descubierta, de lo que se arrepinti¨® al notar la brisa fr¨ªa en el cuero cabelludo (ahora con la coronilla pelada, era verdad). Estaba a punto de saludar con la mano a la c¨¢mara para que los guardias le dejaran entrar de nuevo y coger el sombrero cuando se fij¨® en un vendedor ambulante en la esquina de la S¨¦ptima Avenida. Ech¨® a andar por la calle 21 hasta el puesto, se prob¨® un gorro de lana negro y se mir¨® en el espejito redondo colgado en uno de los laterales. Aquel gorro le daba un aire de lo m¨¢s corriente, incluso a ¨¦l. El vendedor acept¨® el billete de cinco d¨®lares que le dio como si se lo hubiera dado cualquiera, y a Bix la transacci¨®n le inund¨® el coraz¨®n de una alegr¨ªa endiablada. Hab¨ªa acabado por esperar que lo reconocieran all¨¢ donde iba. El anonimato era una sensaci¨®n nueva.
Estaban a principios de octubre, el viento cortaba como una cuchilla. Bix sigui¨® la S¨¦ptima Avenida con la idea de dar la vuelta unas manzanas m¨¢s arriba, pero le apetec¨ªa caminar de noche. Lo devolvi¨® a los a?os de la calle 7 Este: aquellas noches espor¨¢dicas; sobre todo al principio, cuando los padres de Lizzie llegaban de visita desde San Antonio. Cre¨ªan que su hija estaba compartiendo piso con su amiga Sasha, que tambi¨¦n estaba en segundo en la NYU, una artima?a que Sasha corrobor¨® lavando la colada en el cuarto de ba?o el d¨ªa que los padres de Lizzie fueron a ver el piso en oto?o, reci¨¦n empezado el curso. Lizzie hab¨ªa crecido en un mundo donde no hab¨ªa m¨¢s negros que los camareros y los caddies del club de campo de sus padres. Le daba tanto miedo que se horrorizaran al enterarse de que ten¨ªa un novio negro que desterr¨® a Bix de su cama durante esas primeras visitas de sus padres ?aunque se alojaban en un hotel del centro! No importaba: se dar¨ªan cuenta. As¨ª que Bix echaba a andar, y a veces se dejaba caer por el laboratorio de ingenier¨ªa con el pretexto de pasarse la noche estudiando. Aquellas caminatas dejaron un recuerdo en su cuerpo: el ¨ªmpetu tenaz de seguir adelante a pesar del resentimiento y el cansancio. Lo asqueaba pensar que hab¨ªa soportado todo aquello, pero sent¨ªa que lo compensaba ¡ª por una especie de justicia c¨®smica ¡ª que Lizzie se ocupara ahora de todas las facetas de la vida dom¨¦stica para que ¨¦l pudiera trabajar y viajar a su antojo. Que la suerte le hubiera sonre¨ªdo desde entonces pod¨ªa verse como una recompensa a aquellas caminatas... pero ?por qu¨¦? ?Tan fabuloso era el sexo entre los dos? (La verdad es que s¨ª.) ?Tan poco amor propio ten¨ªa que hab¨ªa consentido sin protestar las supersticiones de su novia blanca? ?Le gustaba ser su secreto il¨ªcito?
Nada de eso. La indulgencia, la resistencia de Bix obedec¨ªan a la ?visi¨®n? que lo subyugaba y que ard¨ªa con hipn¨®tica claridad durante aquellas noches de penoso exilio. Lizzie y sus amigas apenas sab¨ªan lo que era internet en el a?o 1992, mientras que Bix percib¨ªa las vibraciones de una red invisible de conexiones que se ramificaban en el mundo como si fueran grietas resquebrajando un parabrisas. La vida tal como la conoc¨ªan no tardar¨ªa en hacerse a?icos y desaparecer, y en ese momento el mundo entero ascender¨ªa a una nueva esfera metaf¨ªsica. Bix imaginaba que ser¨ªa como en esas l¨¢minas de escenas del Juicio Final que coleccionaba, aunque sin el infierno. Al contrario: cre¨ªa que los negros, incorp¨®reos, se liberar¨ªan del odio que los acechaba y los coartaba en el mundo f¨ªsico. Por fin podr¨ªan moverse y reunirse a sus anchas, liberados de las trabas que impon¨ªa la gente como los padres de Lizzie: aquellos texanos an¨®nimos que rechazaban a Bix sin siquiera saber que exist¨ªa. Mandala no se describir¨ªa como una ?red social? hasta casi una d¨¦cada m¨¢s tarde, pero Bix hab¨ªa visualizado el concepto mucho antes.
Por fortuna no comparti¨® aquella fantas¨ªa ut¨®pica, que en 2010 parec¨ªa de una ingenuidad desarmante, pero en esencia la arquitectura de su visi¨®n ¡ª tanto global como personal ¡ª demostr¨® ser acertada. Los padres de Lizzie asistieron (con frialdad) a su boda en Tompkins Square Park en 1996, aunque no con m¨¢s frialdad que los padres de Bix, para quienes una ceremonia matrimonial seria no inclu¨ªa magos ni malabaristas ni violinistas desatados. Cuando empezaron a llegar los cr¨ªos, todo el mundo se relaj¨®. Desde que el padre de Lizzie hab¨ªa muerto, el a?o anterior, a su madre le hab¨ªa dado por llamarlo a las tantas de la noche, cuando sab¨ªa que Lizzie estaba durmiendo, para hablar de la familia: ?a Richard, el mayor, le gustar¨ªa aprender a montar a caballo? ?Les apetecer¨ªa a las chicas ir a un musical de Broadway? A Bix le irritaba el acento nasal de Texas de su suegra cuando se ve¨ªan en persona, pero no pod¨ªa negar la satisfacci¨®n con que escuchaba esa misma voz, incorp¨®rea, de noche. Cada palabra que intercambiaban a trav¨¦s de las ondas le daba la raz¨®n.
Las conversaciones de la calle 7 Este se acabaron de golpe una ma?ana. Despu¨¦s de una noche de fiesta, dos de los mejores amigos de Lizzie fueron a nadar al East River, y a uno lo arrastr¨® la corriente y se ahog¨®. Que los padres de Lizzie estuvieran de visita situ¨® a Bix por casualidad cerca de la tragedia. Se encontr¨® a Rob y a Drew a altas horas de la madrugada en el East Village y tom¨® ¨¦xtasis con ellos, y al amanecer cruzaron los tres juntos el paso elevado hasta el r¨ªo. Bix ya se hab¨ªa ido a casa cuando a los otros dos se les ocurri¨® darse un chapuz¨®n un poco m¨¢s abajo. Aunque hab¨ªa repetido hasta el ¨²ltimo detalle de aquella ma?ana durante la investigaci¨®n policial, ahora todo aquello le parec¨ªa difuso. Hab¨ªan pasado diecisiete a?os. Apenas recordaba la cara de los dos chicos.
Gir¨® a la izquierda por Broadway y continu¨® hasta la calle 110: era la primera caminata nocturna que daba en m¨¢s de una d¨¦cada, desde que era famoso. Nunca hab¨ªa frecuentado el barrio de la Universidad de Columbia, y algo le atrajo de sus calles escarpadas y sus fincas regias de antes de la guerra. Mientras contemplaba las ventanas iluminadas de uno de los edificios, Bix casi sinti¨® la efervescencia de las ideas que bull¨ªan en su interior.
De camino hacia el metro (tambi¨¦n por primera vez en una d¨¦cada), se detuvo ante una farola emplumada con folletos que anunciaban mascotas perdidas y muebles usados. Un cartel impreso capt¨® su atenci¨®n: una conferencia de Miranda Kline, la antrop¨®loga, en el campus de la universidad. Ambos conoc¨ªan perfectamente sus respectivos trabajos: Bix hab¨ªa descubierto su libro, Patrones de afinidad, un a?o despu¨¦s de fundar Mandala, y sus ideas hab¨ªan estallado en su mente como tinta de calamar y le hab¨ªan hecho muy rico. Saber que MK (como en su c¨ªrculo apodaban cari?osamente a Kline) deploraba los fines a los que Bix y sus secuaces hab¨ªan destinado su teor¨ªa no hac¨ªa m¨¢s que avivar la fascinaci¨®n que sent¨ªa por ella.
Un folleto escrito a mano grapado al cartel rezaba: ?HABLEMOS! GRANDES CUESTIONES INTERDISCIPLINARES PLANTEADAS CON UN LENGUAJE SENCILLO. Era una tertulia de presentaci¨®n programada tres semanas despu¨¦s de la conferencia de Kline. La coincidencia le aceler¨® el pulso. Hizo una foto del cartel y, por diversi¨®n, arranc¨® una de las leng¨¹etas del folleto y se guard¨® el papelito en el bolsillo, maravillado de que, incluso en el nuevo mundo que ¨¦l mismo hab¨ªa contribuido a crear, la gente siguiera pegando carteles en las farolas.
¡®La casa de caramelo¡¯, de Jennifer Egan. Traducci¨®n de Rita da Costa Garc¨ªa. Salamandra, 2023. 432 p¨¢ginas, 21,85 euros.
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