Petrarca en el eje de los mundos
La traducci¨®n del Epistolario completo del poeta es una proeza filol¨®gica que revela su magnitud como fundador del Humanismo e ¡°intelectual de los tiempos modernos¡±
¡°Su gloria hab¨ªa sobrevivido las edades oscuras¡±, escribe Georgina Masson, e incluso en el siglo XII, cuando el Capitolio no era sino ¡°un lugar pobre, de pastor¨ªa para las cabras¡±, ¡°todav¨ªa el alma de las gentes lo asociaba a ideales de libertad c¨ªvica¡±. En las llanuras centrales del Medievo, las Mirabilia urbis Romae ¡ªprimer¨ªsima gu¨ªa para peregrinos¡ª a¨²n se exaltaban, en efecto, al describir la colina que ejerci¨® en tiempos antiguos como ¡°cabeza del mundo, donde c¨®nsules y senadores gobernaban la tierra¡±. Montaigne no nos sorprende al afirmar que estaba m¨¢s familiarizado con los palacios capitolinos que con los de sus propios reyes. Y en octubre de 1764, un viajero ingl¨¦s, sentado entre sus ruinas, ¡°mientras los frailes descalzos cantaban v¨ªsperas en el templo de J¨²piter¡±, sinti¨® el arrebato de la inspiraci¨®n: su nombre era Edward Gibbon y en ese mismo momento resolvi¨® dedicarse a escribir la historia de la decadencia y ca¨ªda del Imperio Romano. No es de extra?ar, en fin, que ¡ªde acuerdo con las evocaciones del nombre¡ª, las revoluciones nacidas del viejo ideal republicano bautizaran como Capitolio los lugares m¨¢s reverentes de su institucionalidad. A modo de gozne intelectual entre la Antigua Roma, el humanismo de un Montaigne y las luces ilustradas de Gibbon, el d¨ªa de Pascua de 1341, Francesco Petrarca (Arezzo, 1304-Arqu¨¤, 1374), bajo el manto real de Roberto de Anjou, asciende al Capitolio para recibir la corona de poeta laureado.
Tales solemnidades parecen cohonestarse de modo dif¨ªcil con el hombre que se defini¨® como ¡°amante del silencio y la soledad, enemigo del foro, desde?oso del dinero¡±, y que no ignoraba que la fama ¡°es viento, es humo, es sombra, es nada¡±. Har¨ªamos mal, con todo, en atenuar en mera vanidad la preocupaci¨®n por un concepto, la gloria, que, con intermitencias, lleva si¨¦ndonos inc¨®modo desde tiempos barrocos, pero que para Petrarca tendr¨¢ una dimensi¨®n que abraza la teolog¨ªa, la literatura y la propia posteridad mundana. Primer renacentista, como nos recuerda Antonio Prieto, frente a la s¨ªntesis medieval de Dante, Petrarca encarna una conciencia aguda de su arte y de la responsabilidad y proyecci¨®n de su labor. Pero la coronaci¨®n rebosa con mucho su figura para servir a un designio intelectual m¨¢s ambicioso. Celebrar una ceremonia ¡°interrumpida¡±, seg¨²n escribe el propio Petrarca, ¡°a lo largo de numerosos siglos¡± implicaba poner en acto la voluntad visionaria, tantas veces explicitada en su obra, de volver ¡°al puro resplandor del siglo antiguo¡±. ?l mismo conoc¨ªa como nadie la centralidad espiritual y pol¨ªtica del lugar: hab¨ªa rechazado recibir el laurel, de manos del propio Roberto, en N¨¢poles. La coronaci¨®n se alzaba as¨ª como un manifiesto visible en pro de la restauraci¨®n de la cultura antigua frente a las insufiencias intelectuales y pol¨ªticas ¡ªdel papado en Avi?¨®n al desgaste del paradigma escol¨¢stico¡ª de su presente. Y rodearse de las manifestaciones del poder era no solo un modo de dignificar tal programa y hacerlo apetecible a los grandes de la tierra, encargados en ¨²ltima instancia de prestigiarlo: tambi¨¦n era una ostensi¨®n de la legitimaci¨®n moral y del optimismo de futuro que encarnaba su causa. Es decir, el ideal que Francisco Rico ha llamado hermosamente ¡°el sue?o del humanismo¡±, ese mercado com¨²n de simbolos e ideas, seg¨²n definici¨®n de Gombrich, que conciliaba ley natural, lecci¨®n cl¨¢sica y revelaci¨®n divina y que pod¨ªa redirigirse, con provecho moral y gozo intelectual, ¡°ad vitam¡±, hacia la vida. Un saber que, en efecto, era capaz ¡ªseg¨²n Cicer¨®n, manantial primero de Petrarca¡ª, puertas adentro, de ¡°embellecer los momentos felices y ofrecer refugio y consuelo en los momentos dif¨ªciles¡±, pero que tambi¨¦n ten¨ªa una dimensi¨®n ulterior: ¡°poner gu¨ªa, orden y gobierno (¡) en nuestra sociedad¡±, como escribe Guarino de Verona. Al final de sus d¨ªas, en una carta a su ¨ªntimo Bocaccio, Petrarca se adjudicar¨¢ con justicia el m¨¦rito de haber desempolvado ¡°estudios olvidados durante muchos siglos¡±.
Cercano a los cuarenta a?os, sus trabajos eruditos sobre, entre otros, Tito Livio, ya le hubiesen convertido en padre del Humanismo: de hecho, al coronarse como poeta, Petrarca no olvida a?adir la coletilla ¡°e historiador¡±. La propia coronaci¨®n puede leerse a modo de cifra de su papel como ¡°intelectual de los tiempos modernos¡±, seg¨²n lo define Ugo Dotti: las liturgias de ese d¨ªa nos dan in nuce a un Petrarca que se hace una voz necesaria en los conflictos ¡ªy entre los poderosos¡ª de su tiempo, con el suficiente cuajo como ma?tre ¨¤ penser como para merecer tal tributo p¨²blico. Aun antes de escribir la mayor parte de su obra, en efecto, Petrarca ya postula un prop¨®sito de regeneraci¨®n cultural que, escenificado en el Capitolio, iba a manifestarse en su propia obra en dos direcciones complementarias y llamadas a una gran influencia. Por una parte, el arte del poeta del Canzionere, que carga de intimidad y artificio conceptual la herencia de la l¨ªrica provenzal, y cuya ret¨®rica surtir¨¢ de un fondo de armario po¨¦tico ¡ªel petrarquismo¡ª a escritores de toda Europa durante siglos, en todo lo que va de Ronsard a Lope o la melancol¨ªa isabelina, y que incluso, en lo que tiene de dietario sentimental, va a pervivir como modelo en Umberto Saba o nuestro Unamuno. Por otra parte, las cartas, surgidas como proyecto tras inspirarse en el hallazgo de unas ep¨ªstolas de Cicer¨®n hacia 1345, y que constituir¨¢n ¡°una suerte de autobiograf¨ªa intelectual¡±, con rasgos efectivamente diar¨ªsticos en las Familiares, mayor ¨¦nfasis memorial¨ªstico en las Cartas de Senectud ¡ªescritas a partir de 1361¡ª y af¨¢n pol¨¦mico, como clamor de justicia ante los poderes de la tierra, en las Cartas sin nombre. En su Epistolario, Petrarca aporta la nueva sensibilidad de un presente que se ilumina en el di¨¢logo con el pasado.
Bien prologadas en cada uno de sus libros ¡ªlo cual no solo enriquece sino que orienta la lectura¡ª, Petrarca escribe las cartas sobre la plantilla moral de S¨¦neca y el propio Cicer¨®n, en adici¨®n a sus propias querencias agustinianas. Es muestra de af¨¢n autoral que no haya ¡°operaci¨®n quir¨²rgica¡±, a decir del editor, ¡°que no haya empleado¡± en sus textos: muchas cartas ¡ªpor ejemplo, hasta el libro VI de las Familiares¡ª son recreaciones posteriores a la dataci¨®n, artificio que, por lo dem¨¢s, solo habla de la firmeza de una voluntad literaria que busca ofrecer al propio Petrarca en calidad de ¡°exemplum¡±, con la proyecci¨®n de una intimidad intelectual como ¡°un monumento de miles de p¨¢ginas erigido a s¨ª mismo¡±. Hay que a?adir, no obstante, que el epistolario petrarquiano dista de ser un tratado de egocentrismos: est¨¢ la enciclopedia de su ¨¦poca y la pol¨¦mica de su tiempo, entregadas ambas en textos ¨¢giles, que ¡°salen al encuentro de la vida diaria¡±, y que lo mismo ¡°polemizan con los aristot¨¦licos que discurren sobre las m¨¢s modestas realidades cotidianas¡±. Algunos pasajes han ganado una fama fundamental: la Carta nueve del segundo libro de las Familiares es una tan extraordinaria como ambigua confesi¨®n con claves interpretativas del Cancionero, en tanto que la subida al monte Ventoso o Ventoux (primera carta del libro cuarto) es por s¨ª misma un hito en la historia de la cultura occidental. Subiera o no subiera al monte, es congruente que la excursi¨®n viniera impulsada por un noble precedente: leer sobre el ascenso de Filipo V al monte Hemo en Tesalia. Las Cartas sin nombre tendr¨¢n un punto m¨¢s especiado en sus tensas invectivas contra la curia de Avi?¨®n, los lamentos por una Roma ¡°viuda¡± sin papado y los denuestos contra un gremio teol¨®gico que ha fosilizado cuanto de bueno y vivo pudiera haber en la escol¨¢stica.
Tanto en el Epistolario como en los poemas queda constancia de su magna empresa intelectual de conciliaci¨®n de la herencia cl¨¢sica y la evang¨¦lica
Por tradici¨®n lectora y filol¨®gica, el Petrarca en verso ha sido mucho m¨¢s cercano al mundo hisp¨¢nico que el Petrarca en prosa. De hecho, las cuatro mil p¨¢ginas de este epistolario son m¨¢s que un matiz contundente a esa imagen arraigada de Petrarca ¡°dedicado (¡) a cantar sobre Laura y suspirar de amor¡±. Como fuere, tanto en el Cancionero como en su Epistolario, Petrarca revela ¡ªcorregir¨¢ ambos hasta el mismo final de su vida¡ª una exigencia de autor que a su vez nos habla de un mundo interior en necesidad de expresi¨®n literaria y de un escritor sabedor de que la gloria no le espera en el lugar de la ardua filolog¨ªa. Asimismo, tanto en el Epistolario como en los poemas queda constancia de su magna empresa intelectual de conciliaci¨®n de la herencia cl¨¢sica y la evang¨¦lica. A este respecto, no es ocioso recordar, como hace el hispanista Matteo Lef¨¨vre, c¨®mo, frente al amor pagano de un Garcilaso, ¡°las razones profundas¡± que animan su Cancionero, no en vano cerrado con un largo poema a la Virgen, ¡°se centran en la palinodia del sentimiento amoroso¡±, en lo que tambi¨¦n se ha llamado ¡°un recorrido espiritual del pecado a la santificaci¨®n¡±.
En su Epistolario esta voluntad de concierto es, m¨¢s que evidente, fundacional: si los poemas ¡ªno muy cari?osamente titulados Rerum vulgarium fragmenta¡ª est¨¢n escritos en vern¨¢culo, Petrarca escribe sus cartas en lat¨ªn, en la consideraci¨®n de que esta lengua era ¡°veh¨ªculo apropiado de una cultura integral¡±. As¨ª, desde ¡°la ciudadela de la raz¨®n¡± ciceroniana, postula que ¡°no hay que desde?ar ning¨²n gu¨ªa que nos muestre el camino de la salvaci¨®n¡±: al mismo Cicer¨®n lo asimila a un ap¨®stol, y se pregunta en qu¨¦ pueden da?ar Plat¨®n o el propio Arpinate al estudio de la verdad. ¡°El legado antiguo¡±, escribe Rico, es para Petrarca ¡°la cultura humana que mejor acompa?a las ense?anzas de la religi¨®n¡±. En nuestras miradas a Roma, en definitiva, hemos buscado, a lo largo del tiempo, en todo lo que va de Maquiavelo a Winckelmann o el cardenal Wiseman, extraer verdades pol¨ªticas a trav¨¦s del estudio de las instituciones, entroncar con una idea de belleza a trav¨¦s del arte o ¡ªa trav¨¦s de la arqueolog¨ªa¡ª probar verdades de una religi¨®n o, m¨¢s modestamente, decorar nuestros interiores. Para Petrarca, pionero absoluto de esa mirada, la verdad de la lecci¨®n antigua est¨¢ en la dignidad y las posibilidades del lenguaje tanto para la intimidad como para la cosa p¨²blica.
Si las cartas de Petrarca siguen vivas no es solo por su vocaci¨®n de tener por interlocutora a la posteridad, sino por transparentar un estilo intelectual gestado por los humanistas y que a¨²n nos resulta seductor
Si las cartas de Petrarca siguen vivas no es solo por su vocaci¨®n de tener por interlocutora a la posteridad, sino por transparentar un estilo intelectual gestado por los humanistas y que a¨²n nos resulta seductor. Dotti dice que ¡°no nos cuesta ver en ellas a Montaigne¡±. Como ¡°nuevo sabio de los tiempos modernos¡±, lo vemos abominar de la babil¨®nica Avi?¨®n, disfrutar del campo en Vaucluse (¡°transalpina solitudo mea iocundissima¡±), re?ir por la pol¨ªtica que cree justa y extraer todo el consuelo de la complicidad intelectual de la amistad con los Colonna o los Bocaccio. Quedamos a deberle lo que sus cartas nos ense?an como filtrado de los cl¨¢sicos, pero si las admiramos es ¡ªante todo¡ª por constituir uno de estos libros que, por as¨ª decirlo, son un hombre: un hombre ¡°solo e pensoso¡±, vuelto a s¨ª mismo, cuya vida se transforma en testimonio por el arte. En cualquier caso, conviene subrayar c¨®mo el genio de Petrarca ¡ªya visto en su faceta propagand¨ªstica con ocasi¨®n de la coronaci¨®n de 1341¡ª trasciende intimidades y repercute en el ennoblecimiento de los studia humanitatis, que ser¨¢n ya ¡°elemento propio del vivir aristocr¨¢tico¡± y, por tanto, ideal apetecible.
La traducci¨®n del Epistolario petrarquiano completo a cargo de Francisco Socas es una de esas gestas que se merece nuestra lengua: no son tan frecuentes ¡ªpienso en las obras completas de Ram¨®n, Ortega o Chaves Nogales¡ª, aunque Acantilado reincide ahora tras la edici¨®n de otra de las ¡°tres coronas florentinas¡±, el Dante de la Comedia, en traducci¨®n de Jos¨¦ Mar¨ªa Mic¨®. Por supuesto, el paginado infinito de estas cartas tambi¨¦n representa otra de esas gestas lectoras en las que uno ¡ªde Proust a la Anatom¨ªa de la melancol¨ªa, del Port-Royal al duque de Saint-Simon¡ª puede emplear la vida. No cabe duda de que disponer de este Epistolario ajustar¨¢ a una realidad mayor nuestra mirada sobre Petrarca y su huella, como es prop¨®sito del proemio del finado Ugo Dotti. Pero es una belleza particular que aquello que naci¨® como invitaci¨®n al aprecio de la alta literatura pueda ahora entrar, sin dejar las facultades de Filolog¨ªa, en la biblioteca de cualquier lector que tal vez tambi¨¦n espera ¡°una edad m¨¢s dichosa¡±.
Epistolario. Cartas familiares. Cartas de Senectud. Cartas sin nombre. Cartas dispersas
Traducci¨®n de Francisco Socas
Acantilado, 2023
4.336 p¨¢ginas. 148 euros
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