Es dif¨ªcil escribir algo que no haya escrito ya un borracho
Que hoy no consuma alcohol, que ya no desee ser adicta a sus efectos, no es sin¨®nimo de que no vaya a tropezar en una reca¨ªda. Me lo ense?aron la mayor¨ªa de los autores y las autoras a quienes admiro, e incluso aquellos que aborrezco
Soy alcoh¨®lica. Pero no soy exactamente ¡°una alcoh¨®lica¡±. Aunque justo cuando escribo estas palabras estoy cumpliendo 70 d¨ªas sin ingerir una sola gota de alcohol, tampoco considero que est¨¦ autorizada para decir p¨²blicamente que ¡°ya no soy alcoh¨®lica¡±, y mucho menos que ¡°soy abstemia¡±, y much¨ªsimo menos que ¡°la bebida ya no forma parte de m¨ª¡±.
Cuanto m¨¢s largo es mi tiempo de sobriedad, m¨¢s convencida estoy de que sin el alcohol no habr¨ªa escrito, de que sin el alcohol no habr¨ªa le¨ªdo o, en definitiva, de que sin el alcohol no podr¨ªa existir. Que hoy no lo consuma no quiere decir que hasta hace bien poco no me lo haya administrado en exceso. Que hoy no desee ser adicta a sus efectos no es sin¨®nimo de que en cualquier momento no me vaya a tropezar en una reca¨ªda. Lo s¨¦ porque lo he le¨ªdo en la mayor¨ªa de los autores y las autoras a quienes admiro, e incluso en aquellos a los que aborrezco: es dif¨ªcil decir algo que no haya dicho ya un borracho. Si la historia de la literatura es la historia de nuestras adicciones ¡ªal amor, al poder, a la violencia, a la sabidur¨ªa¡ª no podemos ignorar que ese estado de gracia que produce la ebriedad es uno de los pilares fundamentales del origen de la creaci¨®n.
El oficio que he elegido es un oficio de degenerados. La degeneraci¨®n es, en parte, el sustento de quienes imaginamos. Para escribir y para leer hay que estar dispuesto a transgredirlo todo, pues solo es transgrediendo como se honra y se conserva nuestra tradici¨®n. En el ensayo Diez ventanas. C¨®mo los grandes poemas transforman el mundo, la te¨®rica Jane Hirshfield describe el momento de creaci¨®n l¨ªrica como un estado ¡°casi sexual, procreativo en su ansia por lo que no puede conocerse de ninguna otra forma¡±. Ella cree que todos los escritores reconocen esa oleada de sensaciones c¨¢lidas y de ¡°golpes en el cuerpo¡± al producirse en ellos una idea, pues eso es, en parte, lo que los lleva a seguir buscando, esto es, a seguir escribiendo. La necesidad de esa iluminaci¨®n. De ese calor. De ese subid¨®n.
Cuanto m¨¢s largo es mi tiempo de sobriedad, m¨¢s convencida estoy de que sin el alcohol no habr¨ªa escrito ni habr¨ªa le¨ªdo
Quien se haya tomado una primera cerveza bien fresquita o una reconfortante copa de vino despu¨¦s de una tediosa jornada laboral, aunque no sea poeta ni en la vida se le haya pasado por la cabeza ponerse a componer versos, podr¨¢ verse reconocido en las palabras de Hirshfield. El primer chute de la ebriedad se parece a esa magia, a esa ansia por encontrar aquello que no puede conocerse de ninguna otra forma. Tiene sentido que esta ensayista sea una de las mayores especialistas en poes¨ªa m¨ªstica en Estados Unidos. Basta con haberse sometido una vez a la cegadora luz divina para quedarse enganchada a su irradiaci¨®n de por vida.
Reconocido el vicio, ?d¨®nde poner el l¨ªmite a nuestras obsesiones? ?Cu¨¢ndo se convierte el gusto por la lucidez alcoh¨®lica ¡ªy literaria¡ª en un peligro mortal? ?C¨®mo se echa el freno para no tocar fondo en ese camino hacia lo oculto? Con relaci¨®n a la necesidad de un equilibrio para con la fe, la m¨ªstica Hadewijch de Amberes lo determin¨® as¨ª: ¡°No te aficiones a nada tan obsesivamente que Dios te retire su gracia¡±. Por su parte, Alejandra Pizarnik, que en numerosas ocasiones reconoci¨® en sus diarios la necesidad de vivir ebria para as¨ª poder experimentarlo todo hasta el extremo, escribi¨® lo siguiente antes de cumplir con su palabra mortal: ¡°No quiero ir nada m¨¢s que hasta el fondo¡±.
Como una m¨ªstica
Yo ten¨ªa 11 a?os cuando vi a ese dios dionisiaco por primera vez. Sin que se lo pidiera, mi padres progres de provincias me dieron a probar una clarita con lim¨®n. Para ellos deb¨ªa ser muy divertido que a su hija se le pusieran los mofletes colorados con aquel brebaje. El experimento se convirti¨® en costumbre, de manera que cada s¨¢bado, la familia sal¨ªa a tapear por la ciudad y a la preadolescente se le suministraba una cantidad de cebada que, con el tiempo, se le volvi¨® insuficiente. No s¨¦ cu¨¢ntas semanas o meses pasaron hasta que me atrev¨ª a pedir por favor una segunda clarita. Ni tampoco cu¨¢ntos d¨ªas u horas hasta que me aventur¨¦ a dar sorbos a escondidas a sus copas o a las de otras mesas de la Bodega Aranda para saciar mi ansia de luz. En verdad, no era tanto ver a Dios como verme con m¨¢s claridad a m¨ª misma. Aquel mareo merec¨ªa todos los riesgos, todas las s¨²plicas.
A los 13 a?os rebusqu¨¦ en los armarios de la cocina. El co?ac Soberano, con el que mi padre retaba como un macho a nuestros invitados al final de las cenas, se convirti¨® en mi pasi¨®n. Con apenas un asqueroso sorbito antes de irme a dormir, las mejillas se me encend¨ªan y el calorcito me permit¨ªa tener sue?os l¨²cidos. Deb¨ªa ser cuidadosa. As¨ª es como aprend¨ª a ocultar mi placer. Con el tiempo, las cremas de licor y el vodka de fresa me esperaban escondiditos debajo de la cama. Empec¨¦ a limpiar mi cuarto con esmero, para que mi madre no quisiera barrer entre las cajas en las que escond¨ªa las botellas que compraba sin tener que ense?ar el DNI en un ultramarinos del centro. A los 15, dos litros de calimocho nos costaban dos euros en un bar de metaleros.
¡°?Qu¨¦ bien tolera esta ni?a el alcohol!¡±, dec¨ªan mis padres cuando me dieron a probar el cava en alguno de los eventos literarios a los que me arrastraban. Recuerdo de qu¨¦ manera las burbujas bailaron en mi garganta. Recuerdo decirme a m¨ª misma: cuando seas mayor, beber¨¢s de esto todos los d¨ªas, sin falta, e invitar¨¢s a tus amigas. ¡°?C¨®mo aguanta la ni?a!¡±, insist¨ªan. Pero si mis padres nunca me vieron verdaderamente borracha, solo fue porque yo ya ven¨ªa le¨ªda de casa.
Alcoh¨®licas arrepentidas
Suele ocurrir as¨ª: cuando una se arrepiente de su alcoholismo, m¨¢s que pensar en un futuro sobrio, el cerebro se le atora paseando compulsivamente por las borracheras del pasado. Se tiende a buscar el origen, no ya del momento de la ca¨ªda al abismo, que tan bien retrat¨® Marguerite Duras en La vida material ¡ª¡±Beber no es obligatoriamente querer morir, no. Pero no puedes beber sin pensar que te est¨¢s matando¡±¡ª, como del instante del nacimiento del gusto por aquello a lo que Jack London llamaba ¡°la blanca luz del alcohol¡±. Mirar hacia atr¨¢s es un rito de paso, pues el verdadero trabajo de la alcoh¨®lica arrepentida no es ya evitar la bebida, sino ser capaz de imaginar un futuro sin ella.
El primer chute de la ebriedad se parece al ansia m¨ªstica por encontrar aquello que no puede conocerse de otra forma
Esta es una idea de Mal¨¦n Denis, que a menudo reflexiona sobre su sobriedad en Glitch, su newsletter de Subtrack con m¨¢s de 6.000 suscriptoras. Tambi¨¦n en el libro Vive o muere, Anne Sexton confiesa su adicci¨®n a los tranquilizantes ¡ª¡±estoy a dieta de la muerte¡±¡ª, pero para hacerlo antes tiene que explorar la memoria y escribir una serie de violentas odas a su padre alcoh¨®lico, de quien reconoci¨® haber heredado la enfermedad. S¨ª, enfermedad. Porque una alcoh¨®lica arrepentidita no es otra cosa que un cuerpo enfermo que ha dejado cada vez m¨¢s atr¨¢s el contacto con la lucidez, y que en su b¨²squeda de dicho fuego, sin embargo, solo encuentra m¨¢s y m¨¢s oscuridad.
Perder la posibilidad de beber un destilado favorito o un vino querido se parece entonces al duelo por un amor. Esa ca¨ªda es decepcionante y la dibuja a la perfecci¨®n el director Thomas Vinterberg en Otra ronda, donde los ojos desquiciados de Mads Mikkelsen nos rompen el coraz¨®n al tiempo que nos hacen querer probar los l¨ªquidos cada vez m¨¢s envenenados que pasan por su boca. El desenga?o es total: ¡°Ojal¨¢ pudiera dejar de beber¡±, deseaba el protagonista de El mar, el mar, de Iris Murdoch, ¡°es un s¨ªmbolo de depravaci¨®n, la prueba de que se es un esclavo. Estar enamorado es otra esclavitud, una estupidez, si lo piensas, una verdadera locura¡±.
A m¨ª el vino blanco me hac¨ªa escribir m¨¢s. El mezcal me hac¨ªa follar mejor. La cerveza me hac¨ªa tener muchas amigas. Con la ginebra siempre me vi m¨¢s guapa. El vermut me volv¨ªa gran conversadora. Gracias al vodka, me ligu¨¦ a mis favoritos. ?C¨®mo puede ser que lo que antes me llevaba a tales cimas ahora me impregne de pura toxicidad?
La blanca luz de London, deformada en penuria mental, en grito sordo y grotesco, como los de Ignatius Farray. Porque ¡°esa es la historia que quiero contar¡±, escribi¨® Mary Karr en Iluminada, ¡°c¨®mo empec¨¦ a emborracharme. Lo complicado, cada vez m¨¢s, que era emborracharse, y lo imposible que me resultaba no estar borracha¡±.
Literatura + alcohol = literatura
Si es dif¨ªcil escribir algo que no haya escrito ya un borracho, m¨¢s dif¨ªcil es filosofar sobre lo que no haya filosofado ya una alcoh¨®lica arrepentida. La relaci¨®n ¨ªntima y milenaria entre el alcohol y la literatura ¡ªme resistir¨¦ a hablar de la cerveza como ¡°destino de la tierra¡± en Gilgamesh; me resistir¨¦ a lamentar la p¨¦rdida de los versos de Praxila, hermana de Safo y ¡°poeta de la bebida¡±; me resistir¨¦ a recitar los versos de Li Po, quien ya hace mucho tiempo quer¨ªa brindar con la Luna, por mucho que esta, all¨¢ en el cielo, estuviera condenada a la abstemia¡ª, la relaci¨®n entre la adicci¨®n a la luz divina y el peligroso camino hacia la decrepitud, dec¨ªa, se ha estudiado ampliamente en la ¨²ltima d¨¦cada, tal vez para que la f¨®rmula ¡°literatura + alcohol = literatura¡± no siga ocult¨¢ndose ni bajo las denigrantes etiquetas que les otorgamos a los malditos, ni bajo el desd¨¦n hacia la salud mental de aquellas a las que Sof¨ªa Balbuena bautiza, con iron¨ªa, como ¡°borrachas menores¡±.
Las escritoras han contado su alcoholismo con honestidad, no para victimizarse, sino para exponer su vulnerabilidad
La tentaci¨®n siempre ha estado ah¨ª. El equilibrio siempre ha sido nuestra batalla, por mucho que nos hayamos esforzado o bien en esconderla, o bien en hacer una apolog¨ªa de ella. Esas actitudes opuestas las ilustran bien dos de mis an¨¦cdotas preferidas del m¨ªtico programa Apostrophes, de Bernard Pivot: aquel Charles Bukowski que empin¨® una botella de vino mientras escandalizaba a la audiencia, frente a aquel Vlad¨ªmir Nabokov que fing¨ªa beber t¨¦, ante las preguntas de un Bernard Pivot que, en verdad, cada poco, le serv¨ªa chorros de whisky en su tacita, tal y como nos confes¨® V¨¦ra Nabokov en L¡¯ouragan Lolita, sus cr¨®nicas alrededor de la publicaci¨®n de la obra maestra de su esposo. Batallitas de escritor macho como estas las hay a chol¨®n en El viaje a Echo Spring, un ensayo de Olivia Laing en el que casi por vez primera a las f¨¦minas et¨ªlicas se las estudia en igualdad de condiciones.
Son nuestras coet¨¢neas, de hecho, las que con m¨¢s honestidad y entereza est¨¢n contando su alcoholismo. Ni para victimizarse, ni para encumbrarse, solamente para airear y analizar la valiente vulnerabilidad de su condici¨®n. Yo, que soy alcoh¨®lica pero ya no puedo ser alcoh¨®lica, y que a pesar de mi circunstancia no puedo estar m¨¢s de acuerdo con aquello que escribi¨® B¨¦la Hamvas en La filosof¨ªa del vino, a prop¨®sito de que la ebriedad solo es una forma superior de sobriedad, tambi¨¦n s¨¦ que el camino hacia la nueva memoria, hacia los nuevos recuerdos, hacia la vida posible, solo podr¨¦ caminarlo al poner distancia a mi deseo, o quiz¨¢ a trav¨¦s de la lectura de los relatos ¨ªntimos de quienes mucho antes que este cuerpo se aventuraron a analizar su desgracia. Las resacas cabronas de Mar¨ªa Moreno en Black out, las investigaciones alocadas de Leslie Jamison en La huella de los d¨ªas, los tragos ¨¢speros de Natalia Carrero en Otra, los chupitos feministas de Sof¨ªa Balbuena en Doce pasos hacia m¨ª, las n¨¢useas ap¨¢ticas de Patricia Highsmith en Diarios y cuadernos¡
En fin. Es que siempre he odiado mucho lo de la literatura como terapia o como reconocimiento. Pero ahora s¨¦ que a veces, cuando la vida duele de verdad, esa movida puede ser cierta. Chinch¨ªn. (O am¨¦n, como ustedes quieran).
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