La intimidad desbordada de las playas: cuando las orillas del mundo se convierten en el centro
La literatura, desde Homero hasta nuestro Jos¨¦ Carlos Llop, pasando por los rom¨¢nticos como Byron o Chateaubriand, ha estado siempre fascinada por el mar
Cuanto m¨¢s se despeja la Gran V¨ªa madrile?a, m¨¢s dif¨ªcil es poner un pie en las calas menorquinas Macarella y Macaralleta. Pocos lugares despiertan la atenci¨®n de los sentidos, el deseo, el erotismo, la evasi¨®n y la admiraci¨®n como las playas: id¨ªlicas, po¨¦ticas, carne de postal o s¨ªmbolo del triunfo del turismo de masas.
En su ensayo Le territoire du vide (el territorio del vac¨ªo), Alian Corbin sosten¨ªa que fue entre 1750 y 1840 cuando despert¨® y se desarroll¨® el af¨¢n colectivo por las orillas del mar y la playa pas¨® a formar parte de la rica fantasmagor¨ªa de la periferia oponi¨¦ndose a la patolog¨ªa urbana. Basta observar cuadros de Eugene Boudin como ¡°La Plage de Trouville¡± o ¡°Deauville mar¨¦e bases¡± en el museo d¡¯ Orsay para hacernos una idea de c¨®mo ha cambiado la manera de considerar la playa. En aquellas escenas costumbristas del siglo XIX sus habitantes aparecen vestidos, de pie, charlando bajo un cielo gris mucho m¨¢s presente en el cuadro que el propio mar. Deudor de Corot, Boudin (1824-1898) fue uno de los primeros paisajistas en captar ese ocio moderno que ocupaba la arena en los bordes de Honfleur o Deauville. Si hoy nos acercamos a cualquier playa de esa Normand¨ªa, veremos que las conversaciones de aquella burgues¨ªa engalanada han dado paso a una arena punteada de coloridas toallas y hamacas desde las que apenas llega el eco alegre del beb¨¦ que goza cuando la espuma le atrapa los pies. Ba?arse, relajarse, jugar a v¨®ley, hacer volar cometas, comer, leer, tablear, saltar olas o broncearse a cuerpo descubierto y gozando del brillo del sol... Pintores contempor¨¢neos como Alex Katz o David Hockney han dado cuenta como pocos del ¨¦lan playero.
El escritor franc¨¦s Gregory Le Floch, en su fascinante ensayo ?loge de la Plage (Rivages), incide en c¨®mo hemos pasado de mantener una relaci¨®n vertical (en el XIX) a una relaci¨®n horizontal (en el XX), c¨®mo las playas han dejado de ser como salones de t¨¦ a erigirse como habitaciones contemplativas con vistas generosas.
Fue en Brighton, dice, donde a mitad del siglo XVIII abri¨® la primera Maison de Sant¨¦ balnearia cerca de la playa bajo la revolucionaria idea de que los ba?os de mar resultaban terap¨¦uticos. Antes, las costas resultaban repulsivas, arriesgadas, territorio donde los pescadores se jugaban la vida. Eran reductos de peligrosidad y enfermedades. O simples encrucijadas de significados donde brillaban de vez en cuando las luces de los faros, seg¨²n Victor Hugo ¡°la melanc¨®lica imagen del esfuerzo humano frente al poder divino¡±. Incluso los pueblos manten¨ªan una distancia de seguridad con ella. Despu¨¦s, en cuanto la playa se volvi¨® una moda, los ayuntamientos (sobre todo en la Normand¨ªa) a?adieron a la nomenclatura el hoy tan reputado apelativo ¡°sur Mer¡± para que quedara claro que estaban al lado del mar. Ancretteville pas¨® a ser Ancretteville sur mer. Le Touquet pas¨® a llamarse Le Touquet Paris-Plage. No es casual que por aquel entonces Wagner presentara su ¨®pera El holand¨¦s errante ni que cincuenta a?os despu¨¦s Debussy compusiera La Mer como si pintara olas.
Fue en Brighton donde, a mitad del siglo XVIII, abri¨® la primera ¡®maison de sant¨¦' balnearia cerca de la playa bajo la revolucionaria idea de que los ba?os resultaban terap¨¦uticos
La literatura, desde Homero hasta nuestro Jose Carlos Llop (que acaba de publicar el maravilloso Si una ma?ana de verano, un viajero) pasando por los rom¨¢nticos como Byron o Chateaubriand, ha estado siempre fascinada por el mar. Le Floch pone el foco en Paul Morand como un autor pionero en elevar el amor por la playa hasta convertirla en el decorado de sus novelas. En Bains de mer aseguraba que el agua y el sol eran para ¨¦l como el opio. Partidario del nudismo como ideal escribi¨®: ¡°solo el desnudo conviene al hombre como el duelo a Electra¡±. Entre la gu¨ªa de viajes, la evocaci¨®n po¨¦tica y la confesi¨®n, Morand describe en 1960 las playas como inventarios l¨ªricos y lugares de hedonismo.
Gregory Le Floch observa la playa con buenos ojos, la ve dormir, moverse, doblar la espalda, contraerse, como si no hubiera encontrado jam¨¢s una bestia, un humano o una planta que gastara tanta energ¨ªa. Desde distintas playas de Francia y de Sicilia recuerda a autoras (Agn¨¦s Derail-Imbert) y autores (Cesare Pavese, Henry David Thoreau) que han evocado sus misterios. El espejismo es uno de los temas proustianos por excelencia. Le Floch propone que dejemos de asociar a Proust con las magdalenas y lo hagamos con las playas porque estas lo representan mejor, sobre todo Cabourg, convertida en Balbec, decorado crucial en novelas como A la sombra de las muchachas en flor y Del lado de Guermantes. Es ah¨ª donde el narrador comienza a amar a un grupo de chicas j¨®venes que pasean por la arena con aire provocador. Visten con polos, sujetan bicicletas, pero la playa no es solo un teatro, es el agente perturbador que modifica cada uno de sus encuentros, la playa las dota de un poder de metamorfosis que act¨²a como catalizador del amor en el narrador. Tanto es as¨ª que al final del verano, de vuelta a la ciudad, Albertine, que se ha convertido en la mejor playa, ser¨¢ encerrada en la habitaci¨®n por el narrador, obsesionado con retener el paisaje. El espejismo resulta insoportable, ?c¨®mo fijar lo fugitivo?, ?c¨®mo capturar la inconstancia? No hace falta ser adivino para comprender que ni Balbec, ni Albertine ni la playa se dejar¨¢n hacer. Un paisaje no se encierra y una mujer a¨²n menos.
¡°Es porque la hab¨ªa visto como un p¨¢jaro p¨¢jaro misterioso , como una gran actriz en la playa, deseada, que la hab¨ªa encontrado maravillosa. Una vez cautiva en mi habitaci¨®n el ave que yo vi una noche caminar con pasos contados sobre el dique, rodeada de la congregaci¨®n de las dem¨¢s chicas salidas de no s¨¦ d¨®nde, Albertine perdi¨® todos sus colores¡±
Cabe recordar que cuando en 1878 se fund¨® el club n¨¢utico de Tarragona (primero en Espa?a) se le conoc¨ªa como el club de los chiflados, pues nadie entre los pescadores de aquel puerto pod¨ªa concebir que hubiera personas capaces de lanzarse al mar por diversi¨®n. La necesidad de playas lleva a inventarlas incluso en lugares imposibles. Las ciudades con r¨ªo buscan donde sea arena que esparcir en sus orillas. En la isla de Taquile (donde la comunidad aun vive sujeta a c¨®digos del imperio inca), en la parte peruana del lago Titicaca, encontramos la playa m¨¢s alta del mundo, ?a 4000 metros de altura!, en la que no faltan viajeros que saludan al sol con los brazos en alto antes de entrar a purificarse en sus aguas heladas.
Las playas pueden ser un estado de ¨¢nimo o una invenci¨®n humana. Las pel¨ªculas de Rohmer, la Sexual Freedom League que fundaron Jefferson Poliana y Leo Koch, el erotismo de Brigitte Bardot en Saint Tropez o las fotograf¨ªas de Luigi Ghirri lo revelan. El poeta Blaise Cendrars logr¨® tener una casa en la Costa Azul, iba tanta gente a tomar su c¨®ctel favorito (vino blanco, lim¨®n y az¨²car) que dijo: ¡°si cobrara cien francos a cada uno, ganar¨ªa m¨¢s que con los libros¡±. En la maravillosa Vence vivieron Zelda y Scott Fitzegarld. Como contaba Giuseppe Scaraffia en La gran novela de la costa azul, una noche despu¨¦s de cenar en la Colombe d?Or, el autor de El Gran Gatsby se acerc¨® a una desconocida de una mesa vecina que result¨® ser Isadora Duncan, y al muy insensato no se le ocurri¨® otra cosa que arrodillarse ante ella mostr¨¢ndole su admiraci¨®n para que ella lo acariciara. Zelda los mir¨® impasible y al instante se dej¨® caer por las escaleras.
Las playas, en definitiva, invitan hoy a estirarse m¨¢s que a quedarse en pie. Lo que es el borde del mundo durante el a?o, se convierte ahora en el coraz¨®n del para¨ªso estival.
Use Lahoz es escritor. Su ¨²ltima novela se titula Verso Suelto (Destino).
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