Dr¨¢culas a la inversa
La sociedad del espect¨¢culo promueve la exhibici¨®n obscena de aspectos que antes se consideraba de buen gusto no mostrar
En el medio intelectual proliferan desde hace ya un tiempo las personas que han tomado por costumbre (por no decir norma de vida) informar a todos los usuarios que constan en la base de datos de su correo electr¨®nico de cuantas noticias relacionadas con su propia actividad se producen. De modo inmisericorde, notifican al entero universo de sus contactos los libros o art¨ªculos que publican, las rese?as que escriben (o aquellas otras en las que son mencionadas de manera elogiosa), las conferencias que imparten (y los compa?eros de panel en el caso de que tengan una m¨ªnima notoriedad), o incluso aquello que, permaneciendo en la fase de mero proyecto, declaran tener mucha ilusi¨®n por materializar.
Si posee alg¨²n inter¨¦s, m¨¢s all¨¢ de lo puramente entomol¨®gico, referirse a semejante tipo de personajes (grupo en el que tambi¨¦n merecer¨ªan ser incluidos quienes hacen lo mismo en las redes sociales) es porque, con toda probabilidad, su conducta constituye en s¨ª todo un indicador de una de las patolog¨ªas m¨¢s frecuentes en el mundo actual. Aquella sociedad del espect¨¢culo, acerca de cuyo advenimiento llev¨¢bamos d¨¦cadas advertidos, finalmente lleg¨®, y lo hizo para quedarse. Pero su residencia permanente entre nosotros ha tra¨ªdo consigo algunos efectos no previstos inicialmente por quienes nos hab¨ªan puesto sobre aviso de dicha llegada.
Aunque tal vez fuera mejor decir que estos ¨²ltimos no alcanzaron a anticipar la radicalidad de los efectos que la espectacularizaci¨®n de lo real traer¨ªa consigo. Porque ahora comprobamos que la sociedad del espect¨¢culo no solo ha desplegado su eficacia en el escenario de lo p¨²blico, sino que ha terminado por convertir a los propios individuos en el escenario vivo de la representaci¨®n. Una representaci¨®n cuyo gui¨®n no est¨¢, evidentemente, en manos de tales actores, sino que les preexiste, sin que tengan ellos, en modo alguno, capacidad para modificarlo.
Por descontado que no es esa la percepci¨®n de los propios protagonistas, que no pueden por menos que fantasear ser los autores del gui¨®n, los patrones que conducen, con determinaci¨®n y mano firme, el tim¨®n de una vida que publicitan con tenaz ah¨ªnco. Pero incluso el lector menos familiarizado con Marx sabe que ese es justamente uno de los efectos m¨¢s caracter¨ªsticos del mecanismo de la ideolog¨ªa, el ¡°no lo saben, pero lo hacen¡± al que ya hiciera referencia aqu¨¦l en el libro primero de El Capital. Bastar¨¢ con comprobar lo previsible del gui¨®n escogido por ellos en un acto de presunta soberana libertad pero que resulta que termina por seguir siempre las mismas pautas en todos esos sujetos sin excepci¨®n. Se trata, de manera indefectible, de dibujar una trayectoria jalonada de ¨¦xitos y que apunta hacia un triunfo cuya caracterizaci¨®n sigue los patrones m¨¢s tradicionales, por no decir, directamente, conservadores (por encima de todos la fama, aunque sin descartar el poder, la influencia y otros valores similares).
No cabe llamarse a enga?o, en efecto, respecto al signo de la representaci¨®n. La sociedad del espect¨¢culo, del brazo de Internet, ha promovido la exhibici¨®n obscena de aspectos de la idiosincrasia de los individuos que hasta ahora se consideraba de buen gusto mantener apartados de la mirada del mundo. Tales aspectos, difundidos masivamente por tierra, mar y aire con la impagable ayuda de determinados avances tecnol¨®gicos han terminado por ocupar completamente el escenario de lo visible, convirtiendo conductas que hasta hace poco hubieran sido consideradas casi patol¨®gicas (como la ambici¨®n incontinente o el exhibicionismo m¨¢s indecoroso) en la nueva normalidad a la que no queda otro remedio que adaptarse.
No por otra raz¨®n se hizo alusi¨®n hace un momento a lo ideol¨®gico. Que no nos distraiga el estruendo de lo accidental. Lo de menos, resultando a veces muy llamativo, es la peculiar psicolog¨ªa del tipo de personas al que venimos haciendo referencia, se supone que dedicadas al trabajo intelectual (aunque en muchas ocasiones parezcan m¨¢s entregadas a la difusi¨®n sistem¨¢tica de los propios logros). Es cierto que resulta francamente penoso el destino de estos Dr¨¢culas a la inversa de nuestros d¨ªas, incapaces de soportar la oscuridad y, por ello mismo, de habitar en el lugar natural del esp¨ªritu, esto es, el recogimiento de la reflexi¨®n, el silencio del pensamiento en soledad, la paz del momento creativo, instancias todas ellas que perciben como aut¨¦nticas amenazas de muerte. Para ellos no existe otra posibilidad de existir que la de estar en permanente exposici¨®n. De ah¨ª su agitaci¨®n sin fin, su gesticulaci¨®n incansable, su exasperada necesidad de permanecer en todo momento a la vista.
Pero si la dimensi¨®n personal tal vez no sea merecedora de otra cosa que de un aburrido desd¨¦n, respecto de la colectiva solo cabe postular el rechazo cr¨ªtico m¨¢s decidido. Lo que de veras importa, en efecto, es que con su conducta dichos sujetos cumplen la funci¨®n objetiva de operar no s¨®lo como portavoces, sino como aut¨¦nticos propagandistas de hecho de las actitudes m¨¢s representativas (individualismo, competitividad, narcisismo, ambici¨®n¡) de esta insoportable sociedad en la que nos ha tocado en desgracia vivir.
Manuel Cruz es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa Contempor¨¢nea en la UB.
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