Llenar el vac¨ªo
El autor se deleita con la ciudad que se despeja durante las vacaciones de Semana Santa
Ese hombre sin colores que recibe la primavera como si fuese un renacimiento es el reflejo en el espejo de uno mismo entre todos los espacios abiertos que muestra Madrid vac¨ªo. Se van todos y se queda uno, solo entre muchos, acompa?ado por la sensaci¨®n de que la primavera es cada vez m¨¢s corta y falsa, casi verano con viento helado para que parezca extensi¨®n de un invierno que no ha de volver jam¨¢s y promesa de un oto?o que parece a¨²n lejano. Madrid empieza a susurrar las ausencias de todos los que huyen a la sierra o a la playa y su callada jaculatoria es un paseo de mi¨¦rcoles que parece domingo aunque huela a s¨¢bado.
Se llena el vac¨ªo con el mon¨®logo hipn¨®tico de los pasos en la vereda vac¨ªa y en los senderos de los parques poblados por fantasmas de todas las navidades pasadas que vuelven envueltos en bufandas sin colores para recordarnos su presencia constante y se llena el vac¨ªo con la risita lejana de un ni?o con gafas que parece carcajearse de la preciosa vida. Empiezan las hojas a moverse, reci¨¦n nacidas en las ramas como yemas de los dedos de un tronco envejecido y la brisa fr¨ªa ba?a sin agua las caras enrojecidas de los paseantes como espectros; empiezan a cantar los p¨¢jaros que han sobrevivido un a?o m¨¢s el embate del pl¨¢stico y pasan de largo varios autobuses vac¨ªos, salvo los vagones descubiertos que llevan en andas a los turistas que no pueden creer el milagro de un Madrid tan vivible y andante, tan viable y feliz que parece construido en verso. Todo vuelve a comenzar en cuanto la semana del sacrificio aleja a todos los penitentes hacia las procesiones del silencio y en Madrid se instala una suerte de madrugada prolongada de soledad y silencio, de pensamiento andante en cada p¨¢rrafo que camina el solitario en soliloquio.
Para poder encontrar su rostro en esta santa semana, el solitario ha de interrogar a los muros disecados de los edificios que vivieron una guerra y ha de recorrer las callejas estrechas que han olido el hambre y el hartazgo de siglos pasados; para poder revelar su cara en los escaparates de cristales apagados, el solitario ha de recitar en silencio la saeta que supera toda traici¨®n y entregarse serenamente al misterio morado de reflejar su cara en el vac¨ªo¡ precisamente para llenarlo.
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