Acci¨®n directa
La historia nunca es ben¨¦vola con los destructores de im¨¢genes y ellos lo saben o lo intuyen (suelen enmascararse, como los verdugos)
No pod¨ªan votar, sus l¨ªderes estaban en prisi¨®n, ten¨ªan la raz¨®n que pronto les reconocer¨ªa la historia, pero ni el gobierno ni el parlamento ni los jueces les hac¨ªan caso. Urg¨ªa seguir poniendo en evidencia la justicia de su causa inevitable, la miseria del poder que les era negado, la ceguera de medio pa¨ªs. Aunque fuera con una hachuela de carnicero. Recurr¨ªan as¨ª con frecuencia a la acci¨®n directa, a las v¨ªas de hecho, sin mediaci¨®n de la pol¨ªtica ni del derecho.
Entr¨® sin titubear en el museo, el acero escondido entre su ropa. Estuvo un rato contemplando aquella imagen pose¨ªda durante siglos, casi en secreto, por varones ricos y erot¨®manos. En 1906, el pa¨ªs la hab¨ªa adquirido en suscripci¨®n p¨²blica (hasta el Rey hab¨ªa contribuido) para exhibirla en la National Gallery de Londres.
La imagen de aquella mujer desnuda y tendida de espaldas (no se pod¨ªa decir de culo entonces, apenas ahora) fue el objeto del furor iconoclasta de la sufragista Mary Richardson, reflejado (multiplicado mim¨¦ticamente) en los ojos aborrecidos de los hombres presentes en la sala quienes admiraban, morbosos y turbados, la Venus del Espejo de Diego Vel¨¢zquez, el ¨²nico de sus cuatro grandes desnudos que hab¨ªa llegado al siglo XX. Richardson rompi¨® el vidrio que lo proteg¨ªa y rasg¨® el lienzo media docena de veces.
Vel¨¢zquez la hab¨ªa pintado en su segundo viaje a Italia, entre 1647 y 1651, partiendo de una tradici¨®n bien establecida de Venus sedentes ante un espejo. Pero lleg¨® much¨ªsimo m¨¢s lejos: fascinado por el Hermafrodita Borghese, recost¨® a la mujer de espaldas. Todav¨ªa hoy ustedes pueden admirar la copia en bronce del Hermafrodita que Vel¨¢zquez encarg¨® en Roma y se trajo a Espa?a: est¨¢ el pobre solo e incongruente, lejos de la Venus que inspir¨®, en la Sala 12 del Museo del Prado, muy cerca de Las Meninas, que no casan con ¨¦l. Vemos el cuerpo de la mujer, pero su rostro ¨²nicamente a trav¨¦s del espejo desde el cual nos observa meti¨¦ndonos en la escena.
Los defensores de la acci¨®n directa contra las im¨¢genes suelen decir que rechazan la violencia, no la fuerza. La iconoclastia es tan vieja como la historia de las religiones y de sus hermanas de sangre, las visiones totales y milenarias de la sociedad, al fin confundidas en la noci¨®n de que la imagen es la sombra de su prototipo.
Disociar fuerza de violencia no es f¨¢cil en este punto: a la destrucci¨®n a viva fuerza de una imagen nuestro cerebro asocia casi inevitablemente la violencia contra quien aquella representa. Nos asalta la duda de si cuando alguien rasga un cuadro, derriba una estatua inerte o golpea con un mazo su rostro, no estar¨¢, adem¨¢s de alejando su recuerdo de nuestras mentes, rematando al personaje (y a¨²n m¨¢s si era un dios) que la imagen represent¨®, obrando magia al fin. David Freedberg, un historiador del arte que lleva medio siglo estudiando el eterno retorno de la iconoclastia a lo largo de los siglos, es m¨¢s prosaico y dice que nuestro cerebro experimenta la desfiguraci¨®n de las im¨¢genes materiales como si fuera la de los seres (reales, imaginados) que aquellas representaban.
Cuando es decidida por el poder, en la destrucci¨®n celebrada de un objeto material, hay un trasiego entre la acci¨®n y la hechicer¨ªa, un ritual de alegre ejecuci¨®n p¨²blica que previene y estremece a los reflejados por la imagen misma.
Pero, por hip¨®tesis, quienes protagonizan una acci¨®n directa todav¨ªa no han alcanzado el poder y su conducta se proyecta sobre la imagen como un suced¨¢neo del objeto de sus iras. Entonces, cuanto m¨¢s valiosa es la imagen atacada, tanto mejor, pues da?ar un cuadro famoso es m¨¢s efectivo que quemar su fotograf¨ªa.
A la larga, la historia nunca es ben¨¦vola con los destructores de im¨¢genes y ellos lo saben o lo intuyen (suelen enmascararse, como los verdugos).
Por esto, para amansar la ferocidad del iconoclasta, creo en la contra imagen m¨¢s que en los frenos legales: nada m¨¢s efectivo que reproducir la apariencia del destructor de im¨¢genes (en acci¨®n o ya junto con su obra, su trofeo), algo que opera la magia propia y sarc¨¢stica de las im¨¢genes mismas: con el tiempo, el destructor pedir¨¢, suplicar¨¢, exigir¨¢ la destrucci¨®n de su propia imagen.
Richardson tuvo su momento de notoriedad. Otro le llegar¨ªa en los a?os treinta del siglo pasado cuando fue jefa de la secci¨®n femenina del partido fascista ingl¨¦s. Son las cosas de la acci¨®n directa.
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