Tanto Goya, desde su estatua suspendida en relieve, como la estampa p¨¦trea de los Jer¨®nimos, parecen pugnar por su ascenso a los cielos. Pero una l¨ªnea de nubes se lo impide. La iglesia llega a las puertas. Parece mucho m¨¢s interesada en instalarse all¨ª que el pintor. A Goya se le ve confiado, en una sala de espera. Tantas temporadas en el infierno han aplacado su ansiedad. Puede que ese cielo que trata de asaltar el templo no sea su aspiraci¨®n. Bajo sus pies, las colas de visitantes se siguen multiplicando d¨ªa a d¨ªa por entrar a contemplarlo.
?l, desde su atuendo de bronce oscuro, como un caballero cincelado por los pliegues de su complejidad, los observa. Sabe que de esa capacidad, de fijarse, vive su arte. Y que en la posici¨®n que ocupa en el plano exacto de la fotograf¨ªa, entre la condena eterna y el para¨ªso, acompa?ando en la Tierra a generaciones y generaciones que no se cansan de admirarlo, quede su lugar. La estatua le otorga serenidad.
La fecha del pedestal apenas aporta un dato de inter¨¦s: 1828¡ No importa. Goya es eterno. Vive su constante contemporaneidad en base a su legado genial. Para ello, se ha empadronado justo en el edificio que no capta el objetivo pero queda igual de presente en la fotograf¨ªa: el Museo del Prado. M¨¢s apetecible que el para¨ªso divino. La casa de los pintores, como escribi¨® Eduardo Arroyo en su gu¨ªa iconoclasta de la pinacoteca, Al pie del ca?¨®n. Un sitio donde los artistas acuden a inspirarse y a martirizarse.
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