La paradoja de la sacarina y su descubrimiento en la Europa de principios del siglo XX
La casualidad quiso que las manos del qu¨ªmico ruso Constantin Fahlberg siguiesen guardando el sabor dulz¨®n del nuevo descubrimiento tras haber sido lavadas
Lo queramos o no, el tr¨¢fico de sustancias il¨ªcitas forma parte de la historia contempor¨¢nea occidental con todas las paradojas que conlleva. Por ejemplo, mientras una sustancia tan poco nociva como la sacarina estaba prohibida en la mayor¨ªa de los pa¨ªses de Europa, la coca¨ªna se pod¨ªa encontrar en farmacias. Son las contradicciones de un mercado jerogl¨ªfico donde el contrabando es un oficio m¨¢s.
La sacarina fue descubierta por casualidad, o como se diga eso, por Ira Remsen y Constantin Fahlberg tras descubrir el sabor dulce de sus dedos cuando manejaban alquitr¨¢n de hulla. Ocurri¨® a finales de febrero del a?o 1879 y a?os despu¨¦s, en 1884, Fahlberg (1850-1910), a espaldas de su compa?ero, patent¨® la s¨ªntesis de la forma qu¨ªmica. Esto hizo que rompiera con Remsen, su compa?ero de laboratorio, y que la sacarina fuese anunciada como un descubrimiento de cosecha propia. En realidad, la leyenda quiso que fuesen sus manos, y no las de su compa?ero Remsen, las que siguiesen guardando el sabor dulz¨®n del descubrimiento. Con estas cosas, Fahlberg comienza a producir sacarina en 1887 en su propia f¨¢brica en Nueva York para extender el negocio a Europa, centraliz¨¢ndolo en Leipzig.
Llegando el nuevo siglo, la sacarina deja de ser un edulcorante y se convierte en una amenaza para el negocio azucarero de Europa cuya base es la remolacha. Tanto es as¨ª que los empresarios del az¨²car ense?an sus dientes picados y consiguen arrinconar la venta de sacarina, deriv¨¢ndola a los m¨¢rgenes. Es cuando se empieza a producir sacarina en la clandestinidad. Al igual que ocurre ahora con otras sustancias, arranca un conflicto donde el dinero negro condiciona las necesidades mientras la polic¨ªa irrumpe en los laboratorios clandestinos sin llamar antes a la puerta.
El mercado negro se activa y con ello la picaresca extiende sus ma?as hacia la nueva sustancia il¨ªcita, pues hay un lugar en Europa donde la sacarina es legal, es decir, donde su consumo no est¨¢ perseguido y tampoco su venta. Se trata de Suiza, el pa¨ªs que va a verse beneficiado por la prohibici¨®n. De tal manera, a principios de siglo la sacarina representa un tercio del volumen de las exportaciones suizas. La mitad de la producci¨®n la compran los llamados traficantes que han establecido una red clandestina por toda Europa, una infraestructura que va a engordar sus bolsillos de manera considerable. Los vestigios de estas relaciones comerciales se pueden encontrar en edificaciones como las que encontramos en Kappl, Austria. Se trata de un grupo de viviendas al que se conoce como el asentamiento de la sacarina (Saccharin-Siedlung) por haber sido levantadas durante la edad de oro del tr¨¢fico del edulcorante.
Lo m¨¢s curioso de todo es comprobar c¨®mo la casualidad juega con la ciencia y con sus c¨¢lculos para terminar formando parte de un proceso hist¨®rico, ah¨ª donde el protagonismo del mercado determina que el sabor dulce en los dedos de unos qu¨ªmicos acabar¨¢ mudando en dinero negro, del que cuenta y suena. Se podr¨ªa montar una interesante ficci¨®n a partir de aqu¨ª, una de esas teleseries donde saliesen personajes de principios del siglo pasado, criminales de cara picada que golpean con los nudillos las puertas de los garitos donde nadie quiere entrar; tipos duros con vocaci¨®n de trascender en el negocio del contrabando de un edulcorante tan poco pernicioso como lo es la sacarina.
El hacha de piedra es una secci¨®n donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad cient¨ªfica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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