Nueve maletas
El Holocausto, visto por el gran escritor h¨²ngaro B¨¦la Zsolt, en la tradici¨®n de Imre Kert¨¦sz y S¨¢ndor M¨¢rai. Un testimonio literario y humano estremecedor.
1
Estoy echado sobre un colch¨®n, en el centro de la sinagoga, al lado del Arca de la Alianza. La l¨¢mpara cuya bombilla el m¨¦dico jefe, el doctor N¨¦meti, pint¨® anoche con tinta azul para asegurar un cierto ambiente de hospital, se apaga por momentos. Fuera, en la ciudad, siguen los bombardeos; pero eso a nosotros no nos interesa. La estrella amarilla, ese estigma, no solamente nos excluye de los beneficios de la vida sino tambi¨¦n de sus temores. No tenemos miedo a los bombardeos, no tenemos miedo a ninguna forma de muerte. Yo estoy rodeado por doquier de cuerpos muertos: a mi izquierda y a mi derecha hay muertos por coma diab¨¦tico, por angina de pecho, por tuberculosis y por uremia, muertos por quienes nadie se ha preocupado durante las ¨²ltimas semanas; y tambi¨¦n est¨¢n los cad¨¢veres de los suicidas, que traen sin parar, d¨ªa y noche, en camillas: la mayor¨ªa de las veces se trata de matrimonios de m¨¦dicos que ten¨ªan veneno a su disposici¨®n y sab¨ªan, en consecuencia, administrarse la dosis correcta.
Al lado de los servicios, sucios y malolientes, hay una sala acondicionada en el lavadero que sirve como dep¨®sito de cad¨¢veres; pero desde ayer no se puede ni cerrar la puerta porque el lugar est¨¢ saturado. Los guardias no permiten enterrar a los muertos. ??Ya los enterraremos a todos juntos!?, dice el coronel con un macabro sentido del humor, mientras los cuerpos siguen acumul¨¢ndose. En lo m¨¢s alto del mont¨®n, que llega hasta el techo, hay dos cad¨¢veres desnudos de ni?os.
Por eso se han juntado a mi alrededor los cuerpos muertos de nueve hombres y de nueve mujeres que se est¨¢n descomponiendo bajo el calor asfixiante. Mi vecino, el viejo se?or Niszel, que dorm¨ªa en el colch¨®n junto al m¨ªo, muri¨® con mucho sufrimiento, aunque seg¨²n su m¨¦dico, en su casa, entre los suyos, hubiese muerto en un instante y sin darse cuenta, puesto que su enfermedad coronaria le promet¨ªa desde hace una d¨¦cada una ?muerte f¨¢cil?. Sin embargo, aqu¨ª, en esta sinagoga convertida en hospital adonde ¨¦l hab¨ªa llegado despu¨¦s de mucho traj¨ªn, tard¨® un d¨ªa y medio en morir, soplando y resoplando sin parar como la peque?a m¨¢quina de vapor de la explotaci¨®n forestal cercana. Todos terminamos hartos del pobre viejo. Las enfermeras voluntarias, poco expertas, meneaban la cabeza con desaprobaci¨®n, mientras que los tres enfermos impacientes que pretend¨ªan ocupar el colch¨®n del viejo moribundo, cercano a la ventana, se acercaban a inspeccionar cada cuarto de hora y le preguntaban al m¨¦dico de bata blanca que deambulaba por ah¨ª, cansado y aturdido, cu¨¢nto cre¨ªa que le quedaba de vida al viejo. Al final muri¨® hacia las diez, pero no se llevaron su cuerpo puesto que no hab¨ªa sitio en el dep¨®sito de cad¨¢veres. Los tres enfermos que estaban en ropa interior y descalzos, y que pretend¨ªan ocupar el colch¨®n se pelearon de todas formas por culpa de la herencia, pero al final se quedaron satisfechos con el reparto de las pertenencias del anciano: sus pantuflas, su manta y su orinal, que se llevaron con cara de satisfacci¨®n bajo la tenue luz azulada.
Las enfermeras desaparec¨ªan para reunirse en uno de los rincones. Eran hijas de familias burguesas, de familias bien, y no sab¨ªan nada de enfermer¨ªa: se hab¨ªan apuntado como voluntarias porque as¨ª pod¨ªan andar libremente por todo el territorio del gueto. Las dem¨¢s jovencitas se quedaban sin poder hacer nada, encerradas en unos dormitorios con otras quince; no pod¨ªan ni acercarse a la ventana, porque si los guardias las divisaban pod¨ªan incluso disparar contra ellas. Aqu¨ª, en la sinagoga con patio interior, el gueto presentaba un aspecto m¨¢s sereno. En los colchones, los enfermos se revolcaban en su propia suciedad, se quejaban, gem¨ªan, rezaban y maldec¨ªan, y durante los primeros d¨ªas causaron muchos problemas a las enfermeras, pues hab¨ªa que lavarlos, limpiar sus heridas, ponerles el orinal, el term¨®metro, la lavativa, la cataplasma. Durante esos d¨ªas, incluso los m¨¦dicos trabajaron con todas sus fuerzas: pon¨ªan inyecciones, lavaban el est¨®mago de los suicidas y tambi¨¦n operaban y ayudaban a las parturientas en una sala acondicionada al efecto. Luego corri¨® la noticia de que se llevar¨ªan de all¨ª a todos los habitantes del gueto. Unos treinta vagones aparecieron en las v¨ªas del tren que atravesaba el barrio separado de la ciudad. Entonces los m¨¦dicos empezaron a titubear, se hac¨ªan los olvidadizos, no aparec¨ªan, se iban a sus casas varias veces al d¨ªa para consultar con su familia, para decidir si no ser¨ªa mejor acabar con sus vidas de una vez. Las enfermeras tambi¨¦n desaparec¨ªan, se iban por ah¨ª o se sentaban en un banco, cerca del dep¨®sito de cad¨¢veres. Eran j¨®venes, limpias, iban bien vestidas y bien peinadas, y los hombres se juntaban alrededor de ellas como si estuvieran en un parque p¨²blico. Su conversaci¨®n resultaba tan amena como la de cualquiera, pero con m¨¢s chispa, puesto que las muchachas aprendieron pronto las maneras de hablar de los m¨¦dicos, esos profesionales que est¨¢n en contacto directo y permanente con los secretos y las inmundicias corporales.
Cuando los herederos se repartieron en la oscuridad las pertenencias del viejo Niszel, las enfermeras se apartaron. Una de ellas, sin embargo, se separ¨® de las dem¨¢s y se acerc¨® a m¨ª. Era una joven alta y delgada, rubia y guapa, ligeramente bizca; se detuvo junto a mi colch¨®n, se puso en cuclillas y me dijo, susurrando:
—Se?or Hirschler... Acaba de pasar por aqu¨ª ese guardia tan amable. Me ha dicho que ma?ana empiezan a interrogar a la gente para saber d¨®nde han escondido sus joyas. Ir¨¢n por orden alfab¨¦tico, y el apellido de mi padre empieza por la B.
—?Han escondido ustedes algo?
—S¨ª. Mi padre tiene la tensi¨®n alta. No aguantar¨¢ ni un solo golpe.
—Quiz¨¢ convendr¨ªa decirlo, as¨ª no le har¨¢n da?o.
—?Le har¨¢n da?o de todas formas!
—Pues entonces...
—El guardia me dijo —me susurr¨® la muchacha al o¨ªdo— que si me acuesto con ¨¦l, salvar¨¢ a mi padre. Yo s¨¦, se?or Hirschler, c¨®mo se llama usted en realidad. He le¨ªdo sus art¨ªculos... Usted me podr¨ªa aconsejar.
No es que yo sintiera all¨ª, en el centro de la sinagoga, en esa situaci¨®n, en medio de ese horror, la seria responsabilidad de aconsejarle a esa muchacha que se acostara con el guardia. ?Qu¨¦ se ha perdido desde el 19 de marzo?1 Ahora ya no hay en m¨ª ning¨²n seudo pathos ni ning¨²n tipo de falsa consideraci¨®n. Lo digo como alguien que pierde su tesoro m¨¢s preciado, algo verdaderamente importante, algo vital: ante todo se ha perdido la patria. Esa patria me importaba m¨¢s que a la mayor¨ªa de los humanos: me ocupaba de ella constantemente, con una dedicaci¨®n febril, por escrito, de viva voz, en mis sue?os, y hubo algunos a?os, justamente los a?os de mi juventud, en que la patria me tuvo tan ocupado que no me dej¨® tiempo ni para el amor. Esto hab¨ªa ocurrido cuando, tras el fracaso de dos revoluciones2, yo esper¨¦ durante una d¨¦cada a que mis ideales pol¨ªticos llegasen a triunfar de nuevo, que mis ¨ªdolos y mis amigos desterrados volvieran para salvar a la patria de los criminales y de los in¨²tiles. Esper¨¦ durante diez a?os en los cuales no tuve ni amante. Cuando me cans¨¦ de esperar, cuando ya casi hab¨ªa renunciado a mantener los ideales de mi vida, me cas¨¦, aferr¨¢ndome de este modo a la vida privada como el n¨¢ufrago que se agarra a una tabla para salvarse; pensaba que a lo mejor as¨ª llegar¨ªa a alg¨²n puerto, aunque no albergaba mayores ilusiones sobre ese tipo de puertos. Pretend¨ªa, de forma concienzuda, abandonar ?todos mis ideales llenos de locura y todas mis man¨ªas?, pero el idilio de mi vida matrimonial no dur¨® casi nada y me sumerg¨ª de nuevo en la vida p¨²blica; la m¨¢s m¨ªnima raz¨®n para la esperanza lograba que olvidara d¨®nde viv¨ªa y hasta qui¨¦n me estaba esperando para cenar. Unos meses despu¨¦s de separarme de mi primera esposa, intentamos en una atm¨®sfera amistosa descubrir los antecedentes de nuestra separaci¨®n. ?Para empezar —me dijo ella—, yo s¨®lo ten¨ªa dieciocho a?os, llevaba seis semanas casada y entonces una ma?ana t¨² te despiertas y pronuncias el nombre de Bethlen3, en vez de fijarte en la ma?ana tan bonita del primer d¨ªa de la primavera y en el sol que ba?aba de oro nuestro lecho conyugal.?
El hecho es que yo odiaba a Bethlen con un profundo odio personal, porque con su obstinaci¨®n, su crueldad y su terquedad aniquilaba la esperanza de que la revoluci¨®n pudiera volver. Hab¨ªa vivido muy joven, a los dieciocho a?os, la ca¨ªda de mis ideales y de mi patria, y no solamente hab¨ªan fracasado mis sue?os pol¨ªticos, sociales e intelectuales, sino que con ellos hab¨ªa desaparecido casi todo. Ese fracaso es uno de los mayores de mi vida. Aniquil¨® en m¨ª cualquier inter¨¦s por los temas sociales y tambi¨¦n cualquier inter¨¦s por la l¨ªrica y la est¨¦tica, algo todav¨ªa m¨¢s arraigado en m¨ª. Tambi¨¦n me produjo serios problemas nerviosos y f¨ªsicos, dej¨¢ndome casi inv¨¢lido: caus¨® graves trastornos en mi vida sexual, adem¨¢s de problemas de insomnio, de falta de apetito, de tendencias autodestructivas, dej¨¢ndome al borde de la muerte. Padec¨ªa fiebres altas y escup¨ªa sangre —S¨¢ndor Br¨®dy4 me dijo, en pleno invierno, que no llegar¨ªa a ver la primavera—, pero pasaba mis noches en los caf¨¦s, albergando esperanzas y odios profundos. Soy consciente de que en esta pena pol¨ªtica que me corro¨ªa cab¨ªan tambi¨¦n otras cosas: sin ir m¨¢s lejos, la amargura por mi fracaso personal; el hecho es que yo a los veinte a?os ya hab¨ªa liquidado mi juventud. Durante los a?os siguientes —al fin y al cabo segu¨ªa siendo joven— el tiempo y la naturaleza contribuyeron a pacificar y a regenerar muchas cosas; pero ya nunca m¨¢s me he vuelto a sentir bien. Todo me sab¨ªa mal, cualquier alimento o bebida, y ten¨ªa la sensaci¨®n constante de cometer una infidelidad si intentaba hacer algo m¨¢s en el mundo aparte de alimentar mis esperanzas y mis odios de tipo pol¨ªtico e intelectual. Incluso cuando hac¨ªa el amor sent¨ªa remordimientos por estar malgastando en esa relaci¨®n algo que deber¨ªa haber reservado para mi ¨²nica y exclusiva pasi¨®n. Al mismo tiempo, veneraba casi de forma enfermiza a ciertos hombres mayores, de quienes supon¨ªa que sus pasiones eran m¨¢s pulcras y m¨¢s leales que las m¨ªas. Me resist¨ªa a creer lo que sin embargo estaba viendo constantemente con mis propios ojos: el hecho de que muchos de ellos, afligidos por la suerte de la patria, buscaban, sin embargo, su tratado de paz particular, y de que todos alcanzaban sus compromisos inteligentes y se pasaban al otro bando.
Fue Bethlen, s¨ª, fue Bethlen quien acab¨® poco a poco con la oposici¨®n interna, en cuyo seno resistimos heroicamente, sin hacer nada, hasta la muerte de Lajos Purjesz5. Muchos se cambiaron de bando y, como cuidaban las apariencias, se fabricaron una ideolog¨ªa para explicar el hecho, para justificar la traici¨®n. F¨¹hlung mit dem Feinde, es necesario mantener una relaci¨®n directa con el enemigo. La mantuvieron y as¨ª ganaron dinero, hicieron sus carreras galopantes, crearon un peri¨®dico opositor a Bethlen —es decir, m¨¢s bien a su servicio—, a quien asist¨ªan desde las filas de la oposici¨®n; mientras que nosotros ¨¦ramos cada vez menos y muchos estaban cansados, se sent¨ªan perezosos o in¨²tiles para hacer lo que fuera y justificaban su cansancio, su pereza y su inutilidad por el hecho de pertenecer al Salon des r¨¦fus¨¦s de la pol¨ªtica.
Nunca un ¨ªdolo hecho con un bloque de hielo ha sido capaz de despertar pasiones tan ardientes como Bethlen entre los usureros, magnates, abogados y dem¨¢s arribistas c¨ªnicos. Nunca se ha visto tampoco ninguna sociedad cuya ¨¦lite —cristiana y jud¨ªa— disfrutara con un masoquismo entusiasmado de los placeres de su insignificancia y de su debilidad, en medio de la vanidad y de la crueldad extremas de Bethlen. Yo tambi¨¦n odiaba a ese hombre porque no me pod¨ªa resignar a sentirme impotente frente a ¨¦l tanto desde el punto de vista intelectual como desde el moral. Atacaba con furia cualquier discurso suyo en el que el entusiasmo ac¨²stico pretendiera ocultar la falta de l¨®gica y la vanidad del todopoderoso intentara suplantar la autoridad intelectual y la valent¨ªa viril. Despedazaba todos sus discursos, revelaba sus contradicciones, su falta temeraria de moral, su ignorancia. No sirvi¨® para nada. No logr¨¦ convencer a nadie ni volver a nadie en su contra. Hasta mis compa?eros me desaprobaban, diciendo que estaba busc¨¢ndole tres pies al gato, que estaba da?ando los intereses de una gente a quien de todas formas no pod¨ªa ayudar. No abandon¨¦, no pod¨ªa abandonar. Con el tiempo, Bethlen se convirti¨® en el s¨ªmbolo de todos mis fracasos, p¨²blicos y personales. Y la batalla inf¨¦rtil e infantil —que sin embargo, como me enterar¨ªa m¨¢s tarde, incluso Bethlen consideraba una batalla— se convirti¨® para m¨ª en una man¨ªa. ?Es, pues, de extra?ar que me despertara con su nombre en la boca en aquella ma?ana del primer d¨ªa de la primavera? ?Es, pues, de extra?ar que ni siquiera el lecho conyugal, ba?ado por la luz dorada del sol, pudiera aplacar mis man¨ªas? S¨ª, mi idea fija era que primero hab¨ªa que cambiar el orden del mundo, el orden de la patria, para poder despu¨¦s estar yo contento en mi casa y en mi cama.
Bombas, trampas, bestias y piratas:
as¨ª el muchacho no besa a la muchacha.
Estos dos versos escrib¨ª entonces, porque pensaba que mis besos eran forzados, peligrosos y amargos.
Pr¨®xima entrega:"Las cenizas de pap¨¢" de Graciela Beatriz Cabal
Babelia
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