Conversaciones con Kafka
En esta obra Gustav Janouch narra sus conversaciones con Franz Kafka sobre la literatura y la vida durante sus largos paseos por Praga
Una noche de finales de marzo de 1920, mi padre me dijo durante la cena que fuera a verle a la oficina a la ma?ana siguiente.
—S¨¦ la de veces que haces novillos para ir a la biblioteca municipal —coment¨®—. As¨ª que ma?ana tambi¨¦n puedes venir a verme a m¨ª. Y v¨ªstete como Dios manda. Vamos a ir de visita.
Le pregunt¨¦ a d¨®nde ir¨ªamos. Me pareci¨® que a mi padre le hac¨ªa gracia mi curiosidad. En cualquier caso, no me respondi¨®.
—No preguntes —se limit¨® a decir—. No seas tan curioso y d¨¦jate sorprender.
As¨ª que al d¨ªa siguiente, poco antes del mediod¨ªa, me present¨¦ en su despacho del tercer piso del edificio del Instituto de Seguros contra Accidentes de Trabajo. Al verme me inspeccion¨® detalladamente de la cabeza a los pies, abri¨® el caj¨®n central de su escritorio, sac¨® una carpeta verde en la que figuraba ?Gustav? escrito en letras caligr¨¢ficas, se la puso delante y se me qued¨® mirando.
—?Por qu¨¦ te quedas ah¨ª de pie? —pregunt¨® al cabo de un rato—. Si¨¦ntate. —La tensi¨®n de mi rostro hizo que entrecerrara p¨ªcaramente los ojos. —No tengas miedo, no pienso re?irte —empez¨® a decir amistosamente—. Quiero hablar contigo de t¨² a t¨². Olv¨ªdate de que soy tu padre y esc¨²chame: t¨² escribes poes¨ªas.
Dicho esto me mir¨® como si fuera a presentarme una factura.
—?C¨®mo lo sabes? —dije entre balbuceos—. ?C¨®mo te has enterado?
—Muy sencillo —dijo mi padre—. Cada mes nos llega una factura de electricidad desorbitada. Investigu¨¦ la causa de este consumo extraordinario y descubr¨ª que dejas encendida la luz de tu habitaci¨®n hasta altas horas de la noche. Como quer¨ªa saber qu¨¦ demonios hac¨ªas, no te perd¨ª de vista. Comprob¨¦ que escrib¨ªas sin parar y que romp¨ªas lo escrito una y otra vez o lo escond¨ªas vergonzosamente en el piano. As¨ª que una ma?ana, mientras t¨² estabas en la escuela, rebusqu¨¦ entre tus cosas.
—?Y? —pregunt¨¦ tragando saliva.
—Y nada —repuso mi padre—. Descubr¨ª un cuaderno negro titulado El libro de las experiencias. Eso me pareci¨® interesante, pero tan pronto como me di cuenta de que era tu diario, lo dej¨¦. No quiero saquearte el alma.
—Pero las poes¨ªas las has le¨ªdo...
—S¨ª, las he le¨ªdo. Estaban dentro de una carpeta oscura con un letrero que dec¨ªa El libro de la belleza. Muchas no las he entendido, y algunas debo calificarlas de ingenuas.
—?Por qu¨¦ las has le¨ªdo?
Por aquel entonces yo ten¨ªa diecisiete a?os, as¨ª que cualquier peque?ez me parec¨ªa un insulto de lesa majestad.
—?Y por qu¨¦ no iba a hacerlo? ?Por qu¨¦ no iba a conocer tu trabajo?
Algunas poes¨ªas incluso me han gustado. De todos modos, quise contar con el juicio de un experto, as¨ª que hice una copia taquigrafiada que luego pas¨¦ a m¨¢quina en la oficina.
—?Qu¨¦ poes¨ªas has copiado?
—Todas —respondi¨® mi padre—. Yo no s¨®lo respeto lo que entiendo. Al fin y al cabo, no quer¨ªa que se juzgara mi gusto sino tu trabajo. Por eso lo copi¨¦ todo y se lo di al doctor Kafka para que me diera su opini¨®n.
—?Qui¨¦n es ese tal Kafka? Nunca me hab¨ªas hablado de ¨¦l.
—Es un buen amigo de Max Brod —me aclar¨® mi padre—. Max Brod le dedic¨® su libro Tycho Brahe y su camino hacia Dios.
—?Entonces es el autor de La metamorfosis! —exclam¨¦—. ?Un relato fant¨¢stico! ?Y t¨² lo conoces?
Mi padre asinti¨®.
—Trabaja en nuestro departamento legal.
—?Qu¨¦ te ha dicho de mis cosas?
—Las elogi¨®. Primero pens¨¦ que s¨®lo lo dec¨ªa por complacerme, pero despu¨¦s me dijo que quer¨ªa conocerte, as¨ª que le respond¨ª que hoy ir¨ªas a verle.
—As¨ª que ¨¦sta es la visita a la que te refer¨ªas.
—?Exacto, ¨¦sta es, escritor de pacotilla!
Mi padre me acompa?¨® al segundo piso, donde entramos en un despacho bastante grande y bien amueblado.
Hab¨ªa dos escritorios dispuestos uno frente al otro. En uno de ellos vi sentado a un hombre alto y delgado. Ten¨ªa el pelo negro peinado hacia atr¨¢s, la nariz corva, unos prodigiosos ojos azul-acerados bajo una frente m¨¢s estrecha de lo normal y unos labios que al vernos sonrieron con expresi¨®n agridulce.
—Seguro que ¨¦ste es el chico —dijo a modo de saludo.
—S¨ª, es ¨¦l —corrobor¨® mi padre.
Entonces el doctor Kafka me tendi¨® la mano.
—Conmigo no hace falta que se averg¨¹ence; a m¨ª tambi¨¦n me llegan facturas de electricidad muy altas.
Dicho esto ri¨® y logr¨® que mi timidez se esfumara. ?As¨ª que ¨¦ste es el creador de la misteriosa chinche Samsa?, me dije, decepcionado por tener ante m¨ª a un hombre normal y corriente.
—En sus poes¨ªas todav¨ªa hay mucho ruido —dijo Franz Kafka en cuanto mi padre nos hubo dejado solos en el despacho—. Se trata de un efecto secundario de la juventud que remite a un exceso de energ¨ªa vital. Por eso incluso este ruido es bello, aunque no tenga nada que ver con el arte. ?Al contrario! El ruido estorba la expresi¨®n. Pero yo no soy un cr¨ªtico. Soy incapaz de transformarme r¨¢pidamente en algo y a continuaci¨®n volver a estar conmigo y medir exactamente la distancia entre una cosa y otra. Lo dicho, no soy un cr¨ªtico. S¨®lo soy un acusado y un asistente.
—?Y qui¨¦n es el juez? —pregunt¨¦.
Kafka ri¨® t¨ªmidamente.
—Aunque tambi¨¦n soy el ujier de sala, no conozco a los jueces. Probablemente no sea m¨¢s que un ayudante de ujier insignificante. Nada en m¨ª es definitivo. —Kafka ri¨® de nuevo.
Yo re¨ª con ¨¦l aunque no lo comprendiera.
—Lo ¨²nico definitivo es el dolor —dijo muy serio—. ?Cu¨¢ndo escribe usted?
Su pregunta me sorprendi¨®, as¨ª que contest¨¦ muy aprisa:
—Al final de la tarde o por la noche. Durante el d¨ªa, muy pocas veces. Soy incapaz de escribir durante el d¨ªa.
—El d¨ªa tiene mucha magia.
—Me molestan la luz, la f¨¢brica, las casas, las ventanas de enfrente. Pero sobre todo la luz. La luz desv¨ªa la atenci¨®n.
—Quiz¨¢ la desv¨ªe de la oscuridad de nuestro interior. Es bueno que la luz subyugue al hombre. Si no fuera por mis horribles noches de insomnio, yo no escribir¨ªa en absoluto. Pero as¨ª se me hace patente una y otra vez mi oscuro estado de incomunicaci¨®n.
Se me pas¨® por la cabeza si no ser¨ªa ¨¦l mismo la desgraciada chinche de La metamorfosis.
Me alegr¨¦ de que en ese momento se abriera la puerta y entrase mi padre.
Kafka tiene grandes ojos grises bajo unas densas cejas oscuras. Su cara morena es muy vivaz. Kafka habla a trav¨¦s de su rostro. Siempre que puede sustituye las palabras por un movimiento de la musculatura facial. Una sonrisa, una contracci¨®n de las cejas, el fruncimiento de su estrecha frente, un asomar o aguzar los labios...
Todo ello son movimientos capaces de sustituir frases articuladas. Franz Kafka ama los gestos y por eso economiza con ellos. Sus ademanes no son una duplicaci¨®n de las palabras que transcurre paralela a la conversaci¨®n, sino las unidades significativas de un lenguaje gestual igualmente aut¨®nomo, un medio de comunicaci¨®n; de ning¨²n modo constituyen un reflejo pasivo, sino una expresi¨®n funcional de su voluntad.
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