La llave maestra
David Calder¨®n se enfrenta al mayor reto de su vida: descodificar un c¨®digo sin precedentes de la ¨¦poca de Felipe II. Una novela de Agust¨ªn S¨¢nchez Vidal
A la venta desde el 26 de abril
Capitulo 1
1
La serpiente multicolor
El comisario John Bielefeld se sobresalt¨® al o¨ªr su tel¨¦fono m¨®vil. Lo vio brillar en la oscuridad, y cuando logr¨® encontrar el interruptor de la luz comprendi¨® que no estaba en su cama, sino en alg¨²n hotel. En Espa?a. En la ciudad de Antigua. Mientras respond¨ªa con voz somnolienta, le asaltaron las r¨¢fagas del viaje desde Nueva York.
Todav¨ªa se sobresalt¨® m¨¢s al reconocer a su interlocutor, el arzobispo Luigi Presti. Inconfundible, con sus silbantes eses arrastr¨¢ndose entre dientes:
—Disculpe por despertarle tan temprano, se?or Bielefeld, pero tiene que venir enseguida.
El comisario se apret¨® las sienes con la mano izquierda y recorri¨® las profundas arrugas de su frente, intentando reaccionar. Una llamada de Presti s¨®lo pod¨ªa significar problemas graves. Recib¨ªa el eufem¨ªstico tratamiento oficial de nuncio apostolico con incarichi speciali. Pero todo el mundo lo conoc¨ªa como ?el esp¨ªa del Papa?. El jefe de la polic¨ªa secreta del Vaticano.
—?Qu¨¦ sucede? —acert¨® a articular.
—Escuche.
Apret¨® el tel¨¦fono contra el pabell¨®n de la oreja, intentando discernir aquellos sonidos que le llegaban en oleadas de interferencias. Y tan escalofriantes que parec¨ªan proceder de una terrible agon¨ªa.
—?Dios m¨ªo! ?Desde d¨®nde me llama, monse?or?
—Desde la Plaza Mayor.
—?Qu¨¦ es lo que est¨¢ pasando? ?De d¨®nde salen esos ruidos?
—De la propia plaza.
—Est¨¢ bien —acept¨® resignado—. Voy para all¨¢.
—Espere un momento. Necesito que me haga un favor. Pase antes por el convento de los Milagros y recoja a Sara Toledano. No venga sin ella.
As¨ª que ¨¦se era el verdadero objeto de la llamada. M¨¢s problemas. El arzobispo interpret¨® su silencio como una reticencia. Y a?adi¨® con aquel deje de violencia contenida, tan suyo:
—?Pero es que no se da cuenta, comisario? Est¨¢ sucediendo exactamente lo que Sara predijo, lo que anda investigando en ese proceso inquisitorial del archivo del convento. ?C¨®mo se llama ese individuo del siglo xvi??
—Raimundo Randa? De acuerdo. Pasar¨¦ por el convento, la recoger¨¦, y nos reuniremos con usted en la Plaza Mayor.
—No tarden.
El comisario John Bielefeld mir¨® el reloj mientras trataba de espabilarse. Eran las cinco y media de la madrugada.
Le bast¨® una breve ducha para reconciliarse con su corpulenta envergadura. A medida que se aproximaba al espejo y se despejaba el vaho, ¨¦ste le devolvi¨® su rostro de rotundos trazos, nariz aplastada de boxeador, la piel curtida y terrosa, los azules ojos mal dormidos al fondo de unas amplias bolsas. Suspir¨®, pregunt¨¢ndose qu¨¦ hac¨ªa ¨¦l tan lejos de casa y tan cerca de un nuevo embrollo.
Recogi¨® sus acreditaciones y sali¨® al pasillo. Mientras esperaba el ascensor se lo pens¨® mejor, regres¨® a la habitaci¨®n, abri¨® el armario y puls¨® la combinaci¨®n de la peque?a caja fuerte. Apart¨® los tres sobres numerados que hab¨ªa en su interior, con el nombre de cada destinatario escrito con la picuda e inconfundible letra de Sara Toledano. Y cogi¨® la pistola.
?Tal como vienen las cosas —pens¨®—, m¨¢s vale andarse con cuidado?.
Cuando sali¨® al vest¨ªbulo del hotel, todo parec¨ªa tranquilo. Apret¨® el paso para no dar explicaciones al agente espa?ol que serv¨ªa de enlace con la delegaci¨®n americana. Una vez en el patio, rechaz¨® tambi¨¦n el concurso del ch¨®fer de guardia, que esperaba con un reluciente Mercedes negro. Le pidi¨® las llaves y se dispuso a conducirlo ¨¦l mismo.
Trataba de evitar testigos inc¨®modos. Los preparativos para las futuras conversaciones de paz entre palestinos e israel¨ªes que iban a celebrarse en Antigua ten¨ªan en vilo a toda la ciudad. Sara Toledano s¨®lo parec¨ªa una pieza m¨¢s de aquel complicado engranaje, una simple asesora del presidente de Estados Unidos. Lo bastante importante, sin embargo, como para encomendarle a ¨¦l su protecci¨®n. As¨ª es como hab¨ªa tenido que dejar su tranquilo destino en Nueva Jersey. No pod¨ªa negarse. Su mujer era una vieja amiga de Sara, quien hab¨ªa sugerido su nombre en estos expeditivos t¨¦rminos:
—Si he de soportar a alguien, que sepa al menos con qui¨¦n me juego los cuartos. Quiero una persona de mi confianza, no un guardaespaldas, un escolta u otros gorilas en la niebla. Todo claro y a la luz del d¨ªa. Adem¨¢s, John habla bien el espa?ol y es cat¨®lico. Sabr¨¢ estar en su sitio.
Era un encargo muy bien pagado. Y no carec¨ªa de compensaciones. En aquellos ¨²ltimos d¨ªas hab¨ªa tenido la oportunidad de conocer mejor a tan singular mujer. Admiraba su integridad y coraje frente a aquella cuadrilla de bur¨®cratas de colmillo retorcido enviados por la Casa Blanca para ir planeando la estrategia de su presidente.
A medida que se acercaba a la catedral, sus sospechas no tardaron en confirmarse. Le hab¨ªan asegurado que siempre hab¨ªa expectaci¨®n en la ciudad cuando se celebraba la procesi¨®n del Corpus Christi. Pero aquel a?o se estaba superando todo lo conocido. Mucho ten¨ªa que ver en ello el Papa, quien iba a presidir el acto, en un gesto que carec¨ªa de precedentes. Era un secreto a voces que las medidas de seguridad se estaban reforzando severamente por las amenazas recibidas.
A Bielefeld le parec¨ªa que sus jefes guardaban de momento las distancias, como meros observadores: los norteamericanos no quer¨ªan comprometerse antes de tiempo. Por eso sorprend¨ªa la actitud de Sara Toledano. Cualquier otra persona se habr¨ªa mantenido a la expectativa. Ella, no. Era de las pocas con iniciativa e ideas claras. Parec¨ªa guiada por un plan bien meditado. Y eso no gustaba a todo el mundo. En realidad, no le gustaba a nadie.
Redujo la velocidad al aproximarse al convento de los Milagros. Gracias a sus credenciales pudo acceder, sin bajarse del coche, hasta el paseo peatonal flanqueado por escuetos cipreses. Aparc¨® junto a ellos y se encamin¨® hacia el p¨®rtico, iluminado por un farol¨®n.
Ni siquiera le dio tiempo a pulsar la campanilla de la porter¨ªa. Ya le estaban esperando. Al otro lado de la cancela, sali¨® a su encuentro la madre superiora, Teresa de la Cruz. La recordaba dicharachera, muy lejos de la retra¨ªda suspicacia que ahora asomaba a sus ojos. Se la ve¨ªa inquieta. Peor a¨²n: atemorizada. Parec¨ªa m¨¢s achaparrada, como si hubiera encogido.
—Buenos d¨ªas, madre, vengo a recoger a Sara Toledano.
—Lo s¨¦? Me ha telefoneado monse?or Presti? —la monja balbuceaba buscando las palabras—. El problema es que ha desaparecido.
La noticia le cay¨® como un mazazo.
—?Est¨¢ segura?
—La he buscado por todos lados: en su celda, en el archivo? —al observar la desolada expresi¨®n del comisario crey¨® conveniente aclarar—. Durante estos ¨²ltimos d¨ªas se quedaba toda la noche revisando los legajos. Seg¨²n ella, no pod¨ªa dormir, y estaba investigando algo muy importante.
—Ese proceso inquisitorial, supongo.
—Me temo que s¨ª. Venga por aqu¨ª.
La superiora le condujo hasta la celda donde se alojaba Sara. Un dormitorio espacioso, que a¨²n ol¨ªa a pintura reciente y a apresurados arreglos para hospedar a una visitante recomendada. Bielefeld examin¨® el lugar con un r¨¢pido vistazo y repar¨® en el ordenador port¨¢til que hab¨ªa sobre la mesa, junto a algunas carpetas, cuidadosamente ordenadas. Entre ellas destacaba una en la que pod¨ªa leerse con grandes letras rojas: ?Proceso a RAIMUNDO RANDA?.
—Madre Teresa, ?echa usted algo de menos? ?Nota algo raro?
—Creo que todo est¨¢ como sol¨ªa.
—?Cu¨¢ndo vio a Sara por ¨²ltima vez?
—Ayer por la ma?ana. Luego ya no vino a comer. Algo normal cuando ten¨ªa cosas que hacer por la ciudad —aclar¨®—. Pero es que tampoco vino a cenar. Y eso no hab¨ªa sucedido nunca.
—Si hubiese salido, me habr¨ªa avisado —dijo Bielefeld, a?adiendo para su coleto: ?A no ser que llevara alg¨²n secreto entre manos?. Luego pregunt¨®, en voz alta—: ?Es posible entrar y salir sin el control de la hermana portera?
—Por la iglesia, durante la misa de la ma?ana. Se abre al p¨²blico.
—?Y ha dejado algo, una nota, alg¨²n papel??
La monja neg¨® con la cabeza. Ambos guardaron silencio hasta alcanzar la puerta del convento. Una vez all¨ª, el comisario pregunt¨®:
—?Qui¨¦n m¨¢s lo sabe?
—S¨®lo usted. Aunque tendr¨¦ que dec¨ªrselo ahora mismo a monse?or Presti.
—No lo comente con nadie m¨¢s —se despidi¨®.
Todos los accesos a la Plaza Mayor estaban interceptados por excepcionales medidas de seguridad. Cuando logr¨® acceder al recinto se sorprendi¨® al comprobar que hab¨ªan cesado los angustiosos ruidos escuchados a trav¨¦s del tel¨¦fono. A lo lejos, por entre el tablado de la ceremonia y la tribuna de invitados, pudo ver al arzobispo Luigi Presti, que desped¨ªa a las autoridades. El alcalde y el delegado del Ministerio del Interior se retiraban dejando tras ellos un peque?o ret¨¦n de funcionarios, entre los que alcanz¨® a reconocer al inspector Guti¨¦rrez.
Le tem¨ªa. Era un hombrecillo premioso y ceniciento, al que sus conocidos sol¨ªan dejar con la palabra en la boca, por su inveterada costumbre de intentar explicar hasta los m¨¢s nimios detalles. Todo en ¨¦l inflig¨ªa cansancio: su atribulada calva y adormilados p¨¢rpados, sobre unos ojillos desenfocados, los labios exang¨¹es y an¨¦micos, s¨®lo interrumpidos por un menesteroso bigote, a juego con sus esfumados rasgos. Rez¨® por que no se lo hubieran endosado, convirti¨¦ndolo en su interlocutor.
Como si le adivinase el pensamiento, el inspector vino hasta ¨¦l acompa?ado de un elegante anciano de barba blanca, que correg¨ªa su leve cojera apoy¨¢ndose en un bast¨®n. Se lo present¨®:
—Juan Antonio Ram¨ªrez de Malia?o, nuestro arquitecto municipal.
—Sara ya me hab¨ªa hablado de usted —ataj¨® el anciano, tomando a Bielefeld del brazo y llev¨¢ndole aparte, para evitar a Guti¨¦rrez como intermediario.
—?Qu¨¦ ha pasado en la plaza? —le pregunt¨® el comisario cuando estuvieron solos.
—No lo sabemos —contest¨® el arquitecto—. Mi gente est¨¢ comprobando el estado de los edificios, y todo parece m¨¢s o menos en orden.
Se oy¨® un siseo, y Malia?o call¨® atendiendo a los gestos de un hombre provisto de auriculares que les ped¨ªa silencio. Estaba agachado, en cuclillas, sobre una bater¨ªa de micr¨®fonos conectados a un complejo dispositivo de cables que se esparc¨ªan por el recinto. Bielefeld interrog¨® con la mirada al arquitecto. ?ste baj¨® la voz para decirle al o¨ªdo:
—Est¨¢ grabando los sonidos.
—?Qu¨¦ sonidos? Ya han desaparecido.
—No del todo? Ten¨ªa que haberlo o¨ªdo cuando comenz¨®. Daba miedo.
—Lo escuch¨¦ a trav¨¦s del tel¨¦fono. ?D¨®nde podemos hablar sin molestar a ese hombre?
—Mi despacho est¨¢ aqu¨ª mismo. Espere a que monse?or Presti termine de despedir a las autoridades y subiremos all¨ª.
—?Hay vecinos en la Plaza Mayor?
—No. Son dependencias municipales.
Cuando advirti¨® que el arzobispo ven¨ªa hacia ellos, Malia?o hizo gestos al hombre de los auriculares para indicarle la ventana de su despacho. El otro asinti¨®, d¨¢ndole a entender que enseguida se les unir¨ªa.
Presti entr¨® en el edificio, ignorando de un modo ostensible al inspector Guti¨¦rrez, quien no ocult¨® su contrariedad por no ser invitado a aquel c¨®nclave. Era evidente que el prelado no deseaba convertir la reuni¨®n en un debate sobre la seguridad del lugar. Mientras sub¨ªan las escaleras, hizo un aparte con Bielefeld y se dign¨® doblegar su espinazo para advertirle:
—Ya s¨¦ lo de Sara Toledano. Evite mencionarla por todos los medios.
Luego, volvi¨® a enderezarse para recomponer su magro y afilado perfil, mientras el comisario experimentaba de nuevo la desagradable sensaci¨®n de que aquel hombre se consideraba su superior por el simple hecho de saberle cat¨®lico, apost¨®lico y romano.
Aunque, en realidad, Presti parec¨ªa sentirse superior a todo el mundo. Lo primero que hizo cuando hubieron entrado en el despacho fue sentarse en el sill¨®n que presid¨ªa el tresillo, tomando posesi¨®n del lugar. Y cuando comenz¨® a hablar no fue para darles las gracias por su presencia ni pedir su opini¨®n, sino para advertirles:
—Dispongo de poco tiempo. Est¨¢ clareando, y he de encontrarme junto a Su Santidad cuando se despierte, para ponerle al tanto de lo que est¨¢ sucediendo.
Todo esto lo dijo mientras limpiaba sus gafas con montura de oro. Tras ello, se las cal¨® y ajust¨® sobre la nariz aguile?a, para preguntar al arquitecto:
—?Ha sufrido da?os la plaza?
—No. Pero sigo desaconsejando el acto que se disponen a celebrar.
—Por Dios, Malia?o, no le he pedido su opini¨®n sobre ese punto —le ataj¨® Presti, desabrido—. Deduzco que firmar¨¢ un informe en el que se dir¨¢ que la plaza est¨¢ intacta?
—? y en el que seguir¨¦ haciendo constar mi desacuerdo —matiz¨® el arquitecto.
No hab¨ªa en sus palabras ¨¦nfasis alguno, pero s¨ª la firmeza de quien ya consideraba suficientemente invadidos sus dominios. El prelado decidi¨® ignorarlas, y volvi¨® a la carga con impaciencia, se?alando hacia el balc¨®n.
—?Y qu¨¦ dice ese hombre, el que est¨¢ grabando los sonidos?
—?V¨ªctor Tavera? Vendr¨¢ de un momento a otro —replic¨® Malia?o.
Apenas lo hab¨ªa dicho, cuando el aludido entr¨® sin ning¨²n protocolo. Los auriculares hab¨ªan descendido desde su flequillo rebelde y le ce?¨ªan ahora el cuello, tan curtido como su rostro sin afeitar, decididamente silvestre. El nuncio mir¨® con desagrado su atuendo de campa?a, de un desali?o para ¨¦l inaceptable. Sin esperar instrucci¨®n alguna de nadie, Tavera se sent¨® junto al arquitecto, con quien parec¨ªa entenderse con breves monos¨ªlabos.
—?Y bien? —le interrog¨® Presti, dejando claro que era ¨¦l quien presid¨ªa aquel concili¨¢bulo.
Por toda respuesta, V¨ªctor Tavera coloc¨® la grabadora sobre una mesa baja, se inclin¨® sobre ella y puls¨® una tecla. Del altavoz sali¨® un confuso borbot¨®n de sonidos, entre los cuales Bielefeld crey¨® reconocer algunos de los o¨ªdos a trav¨¦s del tel¨¦fono.
—Perm¨ªtanme que limpie un poco este foll¨®n —dijo Tavera.
Manipul¨® el aparato, hasta que el zumbido de fondo y los espeluznantes alaridos parecieron articularse en una r¨ªtmica melopea.
—Et em en an ki sa na bu apla usur na bu ku dur ri us ur sar ba bi li ar ia ari ar isa ve na a mir ia i sa, ve na a mir ia a sar ia.
—?Qu¨¦ diablos son esos ruidos? —pregunt¨® Presti mientras consultaba su reloj.
—Son algo m¨¢s que ruidos —explic¨® Tavera—. Y empezaron desde el mismo momento en que molestaron a la plaza con los preparativos para la ceremonia. Me temo que alguien est¨¢ hurgando debajo de ella.
—?Molestar a la plaza? ?Qu¨¦ quiere usted decir?
—Sara Toledano se lo explicar¨¢ mejor que yo.
—Se lo pregunto a usted. Si no, ?para qu¨¦ lleva tantos a?os grabando los sonidos de esta ciudad?
Pero Tavera se mantuvo en sus trece, limit¨¢ndose a apartar el flequillo de entre los ojos. La irritaci¨®n del arzobispo crec¨ªa de modo ostensible. Hab¨ªa comenzado a repasar compulsivamente su sotana con la mano, como si tratase de arrancar de ella hilos o pelos. Y en el entrechoque de miradas de aquel molesto silencio, Bielefeld pudo captar el juego de suspicacias. Era evidente que Presti no quer¨ªa datos ni razones que le contradijeran. Y menos a¨²n considerar desaparecida a Sara Toledano. S¨®lo estaba exigiendo que todos y cada uno de ellos le arroparan con su complicidad. Ni por un momento se le pasaba por la cabeza suspender al acto que deb¨ªa celebrarse en aquel lugar, porque habr¨ªa de enfrentarse a la c¨®lera del Papa, cuyos devastadores arranques de ira resultaban de sobra conocidos por toda la curia vaticana.
El comisario experimentaba la inc¨®moda sensaci¨®n de que, incluso ausente, Sara segu¨ªa dando problemas. Nadie desenterraba en vano asuntos tan largamente sepultados a piedra y lodo en el archivo del convento de los Milagros. Y una sospecha empez¨® a abrirse paso en su mente al recordar el extra?o comportamiento observado por ella durante los ¨²ltimos d¨ªas. Como si supiera lo que iba a suceder. Si no, ?por qu¨¦ le hab¨ªa dejado aquellos tres sobres numerados, que ahora estaban a buen recaudo en la caja fuerte de su habitaci¨®n? ?Por si me ocurre algo?, hab¨ªa dicho al entreg¨¢rselos.
—Si desaparezco —le hab¨ªa insistido ella—, no pierdas el tiempo busc¨¢ndome en Antigua. Toma el primer avi¨®n para Nueva York y entrega estos tres sobres. Es muy importante que lo hagas en mano, a los propios destinatarios. Y en el orden que te he marcado.
Bielefeld se preguntaba tambi¨¦n por qu¨¦ hab¨ªa decidido alojarse en el convento. ?Cu¨¢l era el papel de Sara en todo aquello? No pudo evitar romper el silencio para preguntar al arquitecto:
—?Hay alguna comunicaci¨®n entre el convento de los Milagros y la Plaza Mayor?
Sinti¨® de inmediato la mirada reprobatoria de Presti. Pero ya era tarde, porque Malia?o le estaba respondiendo:
—Supongo que piensa en alg¨²n conducto subterr¨¢neo. Es posible, porque esta ciudad es un queso de Gruy¨¨re. Pero el acceso a la Plaza Mayor resulta extremadamente dif¨ªcil desde abajo. Sus cimientos cortan todos los caminos hasta topar con la roca viva. Y las casas edificadas sobre esos cimientos carecen de s¨®tanos o bodegas. De hecho, es una de las principales funciones de la plaza, impedir que nadie excave en este espacio.
—?Por qu¨¦ raz¨®n?
—Eso es lo que estaba investigando Sara.
—?La plaza tiene que ver con el proceso a Raimundo Randa?
—Se construy¨® en la misma ¨¦poca, durante el siglo xvi. Seg¨²n ella, por los problemas con ese hombre, para sellar el subsuelo en una parte de la ciudad donde hab¨ªan sucedido cosas espantosas. La ¨²nica comunicaci¨®n son unos resonadores ac¨²sticos, unos respiraderos o amplificadores que permiten el paso del sonido, pero no de una persona.
Presti mir¨® de nuevo su reloj y cort¨® el di¨¢logo entre el comisario y Malia?o para dirigirse a V¨ªctor Tavera.
—Sigo esperando su informe —le apremi¨®.
—Lo ¨²nico que le puedo decir es que esto que acaban de o¨ªr mantiene ciclos regulares. Pautas. Quiz¨¢ un lenguaje articulado.
—Veamos si le entiendo bien. ?Asegura usted que ah¨ª abajo alguien trata de decir algo? —y, ante el ambiguo gesto de Tavera, a?adi¨®—: ?S¨ª o no? ?Se le ocurre alguna explicaci¨®n?
—Para eso deber¨¢ hablar con Sara Toledano. Yo s¨®lo soy un t¨¦cnico.
Bielefeld se dio cuenta de que el arzobispo estaba al l¨ªmite de su paciencia. Y cre¨ªa saber por qu¨¦. Sara le hab¨ªa pedido que la acompa?ara en su ¨²ltima entrevista con Presti. Parec¨ªa querer un testigo de confianza, y no tard¨® en entender las razones. Ella se opon¨ªa a la utilizaci¨®n que iba a hacerse de la Plaza Mayor. No cre¨ªa prudente que la procesi¨®n del Corpus pasara por all¨ª, ni que se celebrase la solemne ceremonia que la culminar¨ªa, ni que el Papa estuviera al frente de la misma. Si algo iba mal en aquella manifestaci¨®n testimonial, de puro tanteo, la futura conferencia de paz entre palestinos e israel¨ªes se ver¨ªa comprometida. Se retrasar¨ªa. O quiz¨¢ nunca llegara a celebrarse.
Lo m¨¢s irritante de aquella mujer era la solidez de sus argumentos, que erosionaba seriamente la posici¨®n del arzobispo. Presti hab¨ªa autorizado a Sara el acceso al archivo del convento de los Milagros porque no pod¨ªa desairar la carta de presentaci¨®n de la Casa Blanca para una asesora del presidente de Estados Unidos. Menos a¨²n trat¨¢ndose de una investigadora del prestigio de Sara, y de una familia como los Toledano, tan ligada a la ciudad de Antigua, a Oriente Medio y a la prensa americana. Sin embargo, lo que aquella mujer hab¨ªa ido descubriendo le provocaba una alarma cada vez mayor. Y para lo ¨²nico que hab¨ªa servido era para echar m¨¢s le?a al fuego a los ¨¢nimos ya caldeados contra la ceremonia que iba a celebrar el Santo Padre.
Con tales antecedentes, la desaparici¨®n de su principal opositora s¨®lo ven¨ªa a complicar las cosas, y el arzobispo no podr¨ªa sustraerse a las sospechas que recaer¨ªan sobre ¨¦l. Se le sab¨ªa capaz de eso y de mucho m¨¢s. Suya era una imposici¨®n que hab¨ªa creado gran malestar entre los habitantes de Antigua: exhibir al frente de la procesi¨®n su custodia, la celeb¨¦rrima custodia labrada con el primer oro tra¨ªdo del Per¨² y envidia de toda la cristiandad.
Todo esto intu¨ªa Bielefeld mientras Tavera y Presti sobrellevaban sus tiras y aflojas gracias a la intermediaci¨®n de Malia?o. Hubo de atender de nuevo a la reuni¨®n cuando el nuncio se levant¨® para ponerle fin y pregunt¨®, dirigi¨¦ndose a ¨¦l:
—?Y si Sara Toledano apareciera durante la procesi¨®n de hoy?
—Es posible —acept¨® el comisario, conciliador—. Ella me pidi¨® que la acreditara. —Luego hizo un aparte con Presti para preguntarle—: ?Piensa seguir adelante con sus planes?
—?Qu¨¦ remedio! —buf¨® el prelado.
—En ese caso, ?podr¨ªa acreditarme entre los escoltas? —ante la sorpresa del arzobispo, continu¨®—: Quiero moverme con libertad, para buscar a Sara.
—Hable con el coronel Morelli, del Corpo della Vigilanza. Aunque ya le advierto que, por razones de seguridad, no repartiremos esas acreditaciones hasta el ¨²ltimo momento.
Bastaron unas pocas horas para calibrar los problemas. No cab¨ªa ni un alfiler en las calles del recorrido procesional, tomadas desde hac¨ªa horas por los m¨¢s madrugadores devotos locales y los equipos de televisi¨®n de medio mundo.
La catedral era el punto de partida de la comitiva, que al final de su itinerario se encaminar¨ªa hasta la Plaza Mayor para que el Pont¨ªfice culminara la ceremonia con un llamamiento a la paz. En aquel trance final, estar¨ªa flanqueado por l¨ªderes de otras doce religiones, que le arropar¨ªan en su clamor por el fin de las guerras hechas en nombre de cualquier Dios. De ah¨ª que esa solemne proclama no pudiera llevarse a cabo en el interior de un templo cat¨®lico, sino en un punto de encuentro m¨¢s neutral. Tambi¨¦n por esa raz¨®n la custodia no ser¨ªa alzada hasta el estrado desde el cual pronunciar¨ªa el Santo Padre su discurso, sino que se colocar¨ªa en el centro, sobre un altar de reposo. El broche de oro lo pondr¨ªa un acto ecum¨¦nico, algo muy ¨¦tnico y multicultural, con cantos lit¨²rgicos de distintos lugares del mundo. Y terminar¨ªa con una suelta de palomas, todas ellas blancas.
Sara Toledano le hab¨ªa comentado a Bielefeld que, desde el punto de vista diplom¨¢tico, aquel discurso era clave, pues iba a permitir al Vaticano tomar posiciones en los planes que se avecinaban para Jerusal¨¦n dentro de la futura conferencia de paz entre palestinos e israel¨ªes. Pero antes de llegar all¨ª, a¨²n quedaba la procesi¨®n. Y ve¨ªa a Presti correr de un lado a otro, procurando que el Pont¨ªfice estuviera protegido desde su mismo arranque en la catedral.
El comisario se hab¨ªa situado frente a la puerta principal del templo, donde deb¨ªa componerse el desfile en un orden estricto y preciso. M¨¢s all¨¢ de las primeras filas, se perd¨ªa toda visibilidad. S¨®lo era posible recuperarla desde la plataforma reservada a la prensa. Decidi¨® subir all¨ª.
Nunca lo hubiera hecho. A su lado se apost¨® la locutora estrella de la radio episcopal, dispuesta a retransmitir el evento micr¨®fono en mano. En su preocupaci¨®n por localizar a Sara desde la tribuna, Bielefeld qued¨® a merced de aquella ch¨¢chara implacable, y muy a su pesar hubo de enterarse de multitud de detalles sobre aquella abigarrada tropa de uniformes, cofrad¨ªas y hermandades, ?cuyas capas se extienden a lo largo de la calle como una serpiente multicolor?. Eso dijo.
Pronto llam¨® la atenci¨®n del comisario un grupo bien definido, que cerraba el cap¨ªtulo de las cofrad¨ªas. Los trajes de terciopelo negro de sus componentes, con una doble golilla para aliviar el cuello, les hac¨ªa parecer salidos de un cuadro de El Greco. Y llevaban un estandarte rematado no por las convencionales cruces planas de cuatro direcciones, sino por una cruz c¨²bica de seis brazos, tridimensional. Su sorpresa aument¨® al comprobar que el prioste era el arquitecto municipal Juan Antonio Ram¨ªrez de Malia?o. Inconfundible, componiendo la figura apoyado en el bast¨®n, con su larga barba blanca.
—?Qu¨¦ cofrad¨ªa es ¨¦sa? —pregunt¨® a un periodista.
—La m¨¢s antigua, la Hermandad de la Nueva Restauraci¨®n.
Puesto sobre aviso por el repicar de las campanas, el cortejo se organiz¨® para recibir a las autoridades, que saldr¨ªan de la catedral tan pronto terminaran de abrirse las dos enormes hojas de la puerta principal, claveteadas de bronce. Bielefeld protegi¨® sus ojos del sol haciendo visera con la mano y recorri¨® los rostros de la multitud uno a uno, buscando el de Sara Toledano. Si pensaba acudir a la procesi¨®n, deber¨ªa estar all¨ª, pues ¨¦se era uno de los momentos que mayor expectaci¨®n despertaba. Pero no la vio por ning¨²n lado.
La concurrencia recibi¨® con alivio la vaharada de frescura que escapaba de las l¨®bregas entra?as de la catedral. Tras el acerico de las bayonetas de la guardia de honor, empez¨® a percibirse una borrosa mancha de color pajizo contra la penumbra de las b¨®vedas, como un drag¨®n que se desperezara en su caverna. Poco a poco, en lenta concreci¨®n, fue configur¨¢ndose la mole met¨¢lica que se cimbreaba de pies a cabeza. Hasta que la formidable custodia fue cobrando cuerpo, pieza a pieza, a medida que era ba?ada por la luz.
Al salir del portal¨®n, le fue alcanzando el sol de media ma?ana, limpio y c¨¢lido, rebotando en las interminables aristas de aquella joya monumental, cuyos tres metros cumplidos de oro puro se alzaban como una llamarada cuajada de zafiros, rub¨ªes, esmeraldas y perlas. De inmediato, un sacerdote se situ¨® al lado, acarreando un sagrario port¨¢til, para guarecer el Sant¨ªsimo en caso de accidente.
—Ante nosotros est¨¢ la mayor custodia del mundo —explic¨® la locutora—. Nueve a?os de trabajo le cost¨® a todo un taller de plater¨ªa. Es tan complicada de montar que su dise?ador hubo de dejar un libro con instrucciones para ajustar sus tres mil seiscientas piezas y doscientas sesenta estatuillas, ensambladas por mil quinientos tornillos?
A¨²n segu¨ªa leyendo cifras de un papel cuando Bielefeld se alej¨® de la plataforma de prensa para acercarse a la comitiva del Papa. ?ste era transportado sobre una muy discreta peana m¨®vil, de la que cuidaban unos robustos guardias de seguridad vestidos de negro, para pasar m¨¢s desapercibidos. A su lado caminaba el arzobispo Presti, con los ojos alerta bajo el ce?o fruncido, la aguile?a nariz cabalgada por las gafas, venteando el ambiente. Se coloc¨® junto a ¨¦l para preguntarle:
—?Por d¨®nde piensa desalojar, si pasa algo?
El nuncio se?al¨® una calle adyacente por la que se deslizaba como una sombra la ambulancia con la unidad m¨®vil de reanimaci¨®n.
—Hemos establecido un circuito paralelo al de la procesi¨®n, completamente despejado. ?Alguna novedad sobre Sara Toledano?
—Ni rastro —admiti¨® Bielefeld.
La entrada del Santo Padre en la Plaza Mayor elev¨® la expectaci¨®n de la multitud congregada en aquel cuadril¨¢tero de armoniosa factura herreriana. El agitar de pa?uelos y banderas le daba un aire alegre, en contraste con el tono mucho m¨¢s sombr¨ªo de esa misma madrugada. Se hab¨ªa cortado el agua de la fuente de gran porte situada en el centro y cubierto su taza con un altar de reposo, de modo que nada restara protagonismo al acto. Tras acomodar all¨ª la custodia, el s¨¦quito del Papa avanz¨® hasta la fachada oeste de la plaza.
Bielefeld se dirigi¨® a la tribuna del lado norte, pegada al ayuntamiento. Ense?¨® su invitaci¨®n, buscando el lugar que ten¨ªan reservado Sara y ¨¦l. Cuando vio los dos asientos vac¨ªos, explic¨® al guardia que no iba a ocupar el suyo, que prefer¨ªa quedarse de pie junto al tablado hacia el que ahora se encaminaba el Pont¨ªfice.
Pero antes, por un instinto heredado de su ¨¦poca de agente de seguridad, el comisario ech¨® un r¨¢pido vistazo a las gradas. Y repar¨® en aquel hombre chupado, de rasgos angulosos y vestido de negro, que observaba con fijeza el avance del Papa. Distingui¨® con alivio los vigilantes con prism¨¢ticos y tiradores con rifles de mira telesc¨®pica distribuidos por los tejados. Aun as¨ª, la concurrencia era tanta que su propia densidad constitu¨ªa un peligro.
Una vez que el Santo Padre hubo alcanzado la tarima, el arzobispo dio las ¨®rdenes para que se le ayudara a bajar de la peana m¨®vil y alcanzar su trono. Cuando se hubo acomodado, esper¨® a que le colocaran el atril de madera entre los brazos del sill¨®n. Mir¨® alrededor para cerciorarse de que todo estaba en orden y recabar silencio. Luego, el Papa se volvi¨® hacia su secretario para recoger los folios del parlamento que iba a pronunciar ante los asistentes.
En un espa?ol trabajoso, pero firme y en¨¦rgico, abog¨® por el ¨¦xito de la futura conferencia de paz. Reiter¨® su confianza en la tolerancia que desde siempre hab¨ªa caracterizado a la ciudad de Antigua. Hizo votos para que reinara ese esp¨ªritu sobre los participantes. Y, seg¨²n todos los indicios, empez¨® a desplegar lo que se promet¨ªa como una rutilante culminaci¨®n, subrayando la importancia de Jerusal¨¦n, tambi¨¦n para los cristianos:
—Y hemos de recordar, en fin, el irrenunciable valor simb¨®lico de la Explanada de las Mezquitas y del Templo de Salom¨®n all¨ª erigido, que es una prefiguraci¨®n de la propia Iglesia?
En ¨¦sas estaba, cuando su aperreado castellano empez¨® a atropellarse y resonar de modo extra?o en toda la plaza. Era una reverberaci¨®n bien distinta de la que procuraban micr¨®fonos y altavoces al resto del discurso. Como si todo el recinto se hiciera eco del mismo, desde el suelo hasta los pin¨¢culos de pizarra en que remataban los tejados.
A Bielefeld, situado en un lateral, bajo la plataforma, le bast¨® con mirar a Presti para advertir que algo iba mal. El arzobispo se hab¨ªa vuelto hacia el secretario encargado de revisar las alocuciones que pronunciaba Su Santidad. Aquel hombre estaba l¨ªvido, y s¨®lo fue capaz de devolverle una aterrada mirada. De un zarpazo, Presti le arranc¨® la copia del discurso con la que segu¨ªa las palabras del Papa.
—?Es esto lo que est¨¢ leyendo? —le interrog¨® el nuncio, mostrando los folios.
—Es la versi¨®n que se ha repartido a la prensa —contest¨® el secretario.
El arzobispo comprob¨® que a¨²n quedaba, al menos, medio folio. Acababa de devolver los papeles al secretario, cuando sinti¨® en el tobillo una vigorosa tenaza. Era John Bielefeld, quien, desde debajo de la plataforma, le se?alaba al Pont¨ªfice.
—Tiene que hacer algo, Presti. Y pronto.
En efecto, el Papa parec¨ªa congestionado. Pero no era a eso a lo que se refer¨ªa el comisario, sino al incomprensible farfullo que parec¨ªa salir de sus labios:
—Et em en an ki sa na bu apla usur na bu ku dur ri us ur sar ba bi li.
Tras ello, pareci¨® entrar en trance, con los ojos muy abiertos y las mand¨ªbulas tensas. A decir verdad, era como si se estuviera atragantando y balbucease una melopea extra?amente r¨ªtmica:
—Ar ia ari ar isa ve na a mir ia i sa, ve na a mir ia a sar ia.
—?No se da cuenta, monse?or? —insisti¨® Bielefeld—. Son los mismos sonidos que hemos escuchado esta madrugada.
La concurrencia apenas reparaba en ellos, pues pod¨ªan pasar por un simple balbuceo debido al cansancio y la edad del Santo Padre. Pero los m¨¢s allegados conten¨ªan el aliento pendientes de sus menores gestos. Fue al examinar la tribuna de autoridades cuando el comisario vio que alguien se levantaba, abandonando el lugar discretamente. Era aquel hombre chupado, de rostro anguloso, vestido de negro.
Y, de pronto, comenz¨® a o¨ªrse un zumbido sordo, una ronca vibraci¨®n que estremeci¨® toda la plaza, haciendo entrechocar los sillares de arenisca dorada. Era dif¨ªcil adivinar de d¨®nde proced¨ªa aquella trepidaci¨®n, que ascend¨ªa por los edificios convulsionando sus estructuras, provocando en las ventanas el temblor de los cristales y en los tejados el casta?eteo de sus lajas de pizarra.
Un murmullo de desasosiego brot¨® de quienes abarrotaban la Plaza Mayor, mientras se cruzaban miradas nerviosas. En el centro del recinto, la alfombra roja por la que hab¨ªa llegado el Pont¨ªfice se agitaba con r¨¢pidos estertores, mientras cruj¨ªa con gran estr¨¦pito todo el tablado del escenario y la custodia manifestaba s¨ªntomas alarmantes de inestabilidad.
Para entonces, el arzobispo Presti ya hab¨ªa tomado una decisi¨®n. A un gesto suyo, todo el avezado comando del Cuerpo de Vigilancia del Vaticano subi¨® a la tribuna. Rodearon al Papa y, en un santiam¨¦n, lo sacaron en volandas por la rampa trasera. El nuncio gritaba ¨®rdenes en italiano mientras los guardaespaldas, sin demasiados miramientos, se abr¨ªan paso a empellones hasta ganar el autom¨®vil que ya aguardaba con el motor en marcha. Tan pronto depositaron en su interior al Pont¨ªfice, sali¨® a toda velocidad, precedido por las sirenas de los motoristas.
Bielefeld se volvi¨® entonces hacia el centro de la plaza, donde los adoquines estaban cediendo a partir de una grieta de considerables proporciones. La crispaci¨®n de la multitud hab¨ªa estallado en gritos y carreras. Quienes estaban de pie en la parte m¨¢s cercana a los soportales retrocedieron hasta ellos para ganar alguna de las salidas hacia las calles laterales, provocando avalanchas que taponaban los accesos. Los sentados en las primeras filas se apresuraron a hacer otro tanto, derribando a su paso sillas y barreras.
El cortejo de pol¨ªticos y autoridades que rodeaba la custodia tard¨® m¨¢s en reaccionar, abrigando quiz¨¢ la nebulosa idea de que les correspond¨ªa dar ejemplo de serenidad y sosiego. Pero una vez que constataron que aquello iba en serio, se produjo una estampida en toda regla.
El agujero del centro hab¨ªa crecido a tal velocidad que ahora mismo ya se estaba tragando la custodia m¨¢s grande y admirable de la cristiandad, en medio de crujidos informes que daban cuenta del desguace —por aquellas malignas profundidades apenas entrevistas— del altar y la plataforma que la portaban.
De los bordes de la sima, en imparable crecimiento, surg¨ªa un traqueteo de chatarra, como si se estuviesen descuajaringando una tras otra las tres mil seiscientas piezas de oro puro con todas las pedrer¨ªas que decoraban aquella descomunal alhaja.
Las fuerzas del orden apenas hab¨ªan comenzado a reaccionar, cuando en el fondo del agujero se oy¨® un estruendo a¨²n m¨¢s ominoso que los anteriores, hasta convertirse en un chorro de agua a gran presi¨®n, un surtidor del que empez¨® a brotar lodo y, despu¨¦s, cascotes, maderas, un zapato?
El caos m¨¢s absoluto se adue?¨® del lugar. Aparecieron los primeros camilleros para socorrer a los heridos, que gritaban intentando hacerse o¨ªr entre los aullidos de las sirenas, los intercomunicadores policiales y los tel¨¦fonos m¨®viles.
A medida que el surtidor fue cediendo y las ambulancias despejaban el lugar, las autoridades y miembros del cabildo se acercaron al centro de la plaza, escrutando y esquivando los m¨¢s diversos objetos esparcidos por ella. Aquel g¨¦iser hab¨ªa escupido de todo, excepto cualquiera de las tres mil seiscientas piezas de la custodia.
En un urgente cambio de impresiones, John Bielefeld tuvo oportunidad de escuchar las m¨¢s peregrinas hip¨®tesis. Dado el valor de la joya desaparecida —propon¨ªan algunos— no parec¨ªa que se tratara de un mero accidente, sino quiz¨¢ de un atentado. El comisario se ajustaba los tirantes y mov¨ªa la cabeza para sacudir su incredulidad. A¨²n se estremeci¨® m¨¢s al ver all¨ª al inspector Guti¨¦rrez.
—?Qu¨¦ piensa usted? —le pregunt¨® Bielefeld.
—Todo esto es muy raro —respondi¨® el inspector encogi¨¦ndose de hombros.
—No tanto —objet¨® el comisario con toda intenci¨®n—. Sara Toledano ya lo hab¨ªa advertido.
—Ahora que lo dice: no la he visto por aqu¨ª.
—Ni la ver¨¢. Creo que deber¨ªa hacer una visita al convento de los Milagros.
—Usted es su escolta. ?No va a acompa?arme?
—Yo ya he estado.
—?C¨®mo que ya ha estado! —por primera vez, Guti¨¦rrez pareci¨® sentirse concernido.
—Ahora donde me gustar¨ªa entrar es ah¨ª —y se?al¨® el agujero que se abr¨ªa en el centro de la plaza.
—?Bajar ah¨ª? ?Pero es que no ha visto c¨®mo ha quedado? Ni lo sue?e. En cuanto se evacue a los heridos habr¨¢ que empezar a recuperar las piezas y joyas de la custodia una a una. Llevar¨¢ su tiempo.
—Estar¨¦ de vuelta en un par de d¨ªas —concluy¨® Bielefeld—. Cons¨ªgame un permiso para entonces. Y, por favor, mant¨¦ngame informado de sus investigaciones sobre Sara Toledano.
Apenas hab¨ªa dado unos pasos cuando se encontr¨® con el arquitecto Juan de Malia?o, que mesaba su larga barba blanca con consternaci¨®n. Se acerc¨® a saludarle:
—?Era a esto a lo que se refer¨ªa usted al hablar de las extra?as condiciones ac¨²sticas de la Plaza Mayor?
—No se lo tome a broma, comisario. Demasiada gente —a?adi¨® se?alando en torno suyo con el bast¨®n—. Demasiado ruido. Era de esperar que la plaza reaccionara como lo ha hecho? —Oy¨® que alguien gritaba su nombre—. Y disculpe, que me reclaman.
Tras la perplejidad inicial, Bielefeld tuvo la impresi¨®n de que all¨ª todos callaban algo. En cuanto a ¨¦l, conoc¨ªa bien sus obligaciones: regresar al hotel, recoger aquellos tres sobres que guardaba en la caja fuerte y tomar el primer avi¨®n de vuelta a Nueva York. A¨²n recordaba las palabras de Sara Toledano al entreg¨¢rselos, cuando ¨¦l le pregunt¨®:
—?Tienen que ver con ese proceso que est¨¢s investigando?
—S¨ª.
—?Por qu¨¦ tanto inter¨¦s?
—Por el procesado, Raimundo Randa —hab¨ªa contestado Sara—. Lo suyo fue una odisea incre¨ªble. Nadie se toma tantas fatigas por algo que no sea verdaderamente importante. Est¨¢ claro que ese hombre alcanz¨® a tocar con la mano secretos que le sobrepasaban.
—?Qu¨¦ clase de secretos?
—Algo terrible. Los mayores que alcances a imaginar. Y te quedar¨¢s corto.
Babelia
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.