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LECTURA

El cart¨®grafo

Una novela de Bea Gonz¨¢lez acerca de un joven inquieto y amante de los p¨¢jaros, que abandona su Sevilla natal y se embarca rumbo a M¨¦xico como asistente de un famoso naturalista norteamericano.

ACTO PRIMERO. Cart¨®grafo

Acto primero

Obertura

La historia comienza en un pa¨ªs de ¨¦rase una vez, en una llanura remota, lejos del lugar al que llamamos hogar. Comienza con una voz so?adora, unos ojos cerrados y un vaso de leche caliente para mitigar los rigores de una noche muy fr¨ªa.

Al fondo suenan las primeras notas, preludio destinado a atraer nuestra atenci¨®n.

?Qu¨¦ ser¨¢ esta noche, una seguiriya, quiz¨¢s?

—No, algo m¨¢s animado —dice ella—, algo incontenible, exultante de j¨²bilo.

Se detiene a pensar.

—?Ah, s¨ª, ya lo tengo, ni?os! ?Una buler¨ªa cantada por la incomparable Lola Flores, todo pasi¨®n, todo coraje, una voz que aplaca al viento!

Empieza...

En una ciudad situada en el coraz¨®n de La Mancha, la tierra de Don Quijote y de sus molinos, de las tardes eternas y las noches silenciosas, viv¨ªa desde hac¨ªa siglos la familia Clemente. Su destino estaba inexorablemente unido al de una planta, el Crocus sativus, de cuyo estigma, una vez seco, se obtiene el azafr¨¢n, la especia m¨¢s valiosa del mundo. Lo que tal vez no sepan ustedes es que hacen falta ciento sesenta mil flores para producir tan s¨®lo un kilo de esta joya culinaria. Cuando M¨®nica Clemente abandon¨® La Mancha por las callejas de Sevilla, llevaba en los labios el sabor indeleble del azafr¨¢n. Despuntaban con m¨¢s intensidad que cualquier otra evocaci¨®n buc¨®lica de su ni?ez los recuerdos impregnados del sabor de las sopas de azafr¨¢n, de los guisos sazonados con este polvo dorado y, sobre todo, de las exquisitas paellas de su t¨ªa Bautista, que siempre sab¨ªa instintivamente qu¨¦ cantidad exacta deb¨ªa echarse en la olla, en la que se mezclaban y se guisaban el pollo, el chorizo y otros trece ingredientes?

M¨¢s informaci¨®n
El turno del escriba
Nuestra incierta vida normal
El d¨ªa en que explot¨¦

Ah, aqu¨ª llegaban los primeros compases de la historia preferida de nuestra abuela, la que narraba una y otra vez porque conten¨ªa los elementos m¨¢s hermosos: amor prohibido, sufrimiento insoportable, un pa¨ªs perdido y otro encontrado, y momentos de gran trascendencia. Era la historia que nos contaba m¨¢s a menudo porque era real, porque estaba llena de alegr¨ªa y tambi¨¦n de tristeza, y la poes¨ªa, alegaba la abuela, resid¨ªa sobre todo en la desdicha, en todas las l¨¢grimas derramadas por las penas y las p¨¦rdidas que inflige la vida.

En un ingl¨¦s marcado por un fuerte acento y plagado de palabras espa?olas (?Porque el espa?ol?, insist¨ªa la abuela, ?no es s¨®lo la lengua del amor, oigan bien, sino la lengua de la vida misma?), la abuela nos transportaba a un mundo en el que era muy f¨¢cil perder la noci¨®n del tiempo. Sus palabras daban vida a las calles de la Sevilla decimon¨®nica. Ve¨ªamos a las se?oritas de larga melena negra y peinetas de concha coquetear con los hombres por las ventanas abiertas; escuch¨¢bamos los gritos de los aguadores, el r¨ªtmico golpear de las escobas a medida que avanzaban los barrenderos por las callejas; aspir¨¢bamos la fragancia de los naranjos y del jazm¨ªn e incluso el ¨¢spero aroma de los olivares, que, aunque a kil¨®metros de distancia, dejaban en el aire un rastro casi imperceptible. Sent¨ªamos el taconeo de los bailaores flamencos muy dentro del pecho, como si fueran los latidos del coraz¨®n. Sabore¨¢bamos el azafr¨¢n de las famosas paellas y los guisos de la t¨ªa Bautista.

Cuando terminaba de describirnos Sevilla, nos transportaba a trav¨¦s del oc¨¦ano, nos hac¨ªa cruzar el mar embravecido (?Porque ¨¦sta es una historia sin fronteras?, aduc¨ªa la abuela, ?una historia que, aunque se desarrolle en un tiempo y en un lugar, es capaz de trascender ambos?). De repente nos encontr¨¢bamos en M¨¦xico, sofocados por el asfixiante calor de Yucat¨¢n, comiendo tortillas reci¨¦n hechas y servidas en calabazas huecas mientras escudri?¨¢bamos el cielo para admirar las magn¨ªficas aves de la zona.

La abuela nos invitaba con pericia a explorar territorios desconocidos, a pasar de un siglo a otro, de las vivas descripciones de un baile de m¨¢scaras a paisajes que nunca hab¨ªamos visto, pero de los que podr¨ªamos describir hasta el rinc¨®n m¨¢s rec¨®ndito. Era un terreno a menudo pedregoso compuesto de recetas, seguiriyas, soleares, ton¨¢s, de la poes¨ªa de Antonio Machado, de las cavilaciones filos¨®ficas de Ortega y Gasset.

—?Todo un mundo, ni?os, todo un mundo! —exclamaba.

Nosotros mostr¨¢bamos nuestra conformidad asintiendo con la cabeza, sentados, todos juntos, en el suelo del s¨®tano mientras nos deleit¨¢bamos comiendo galletas importadas de los lejanos conventos de Carmelitas del sur de Espa?a.

Ahora no queda m¨¢s que el recuerdo de su voz, que se escapa de la habitaci¨®n vac¨ªa. All¨ª siguen esparcidos, como siempre, sus libros y legajos, en los que todav¨ªa anidan los esp¨ªritus.

—Vamos —nos apremia desde la tumba—. Olviden el caos que han dejado atr¨¢s y contin¨²en con la historia.

Porque las ¨²nicas cosas que se dejan atr¨¢s, le o¨ªmos decir, son las cosas que nos obsesionan, que dan sentido a nuestra vida, que nos proporcionan la energ¨ªa para levantarnos cada ma?ana y mantenernos alerta en los d¨ªas tediosos y en las noches perpetuas. Sin duda, estamos hechos para contar historias, para relatar los sucesos que hacen la vida soportable. Cuando todo haya llegado a su fin, s¨®lo quedar¨¢ esto, un susurro, una nota prolongada, el relato que sobrevivir¨¢ a nuestras insignificantes vidas hasta que haya desaparecido la generaci¨®n postrera.

Recordando estas ense?anzas nos sentamos para volver a contar la historia con la ayuda del objeto de la utiler¨ªa teatral m¨¢s preciado de la abuela: un mapa de cien a?os de antig¨¹edad. Bajo las l¨ªneas de longitud y latitud yace el oc¨¦ano azul intenso, que se vuelve rojizo donde el agua y la tierra se tocan. A cada lado se erigen los dos continentes: el viejo y el nuevo, el pasado y el presente, el principio y el fin. Tambi¨¦n hay una fotograf¨ªa en blanco y negro del autor del mapa, un tal Diego Clemente, el tenor que protagoniza esta historia. El paso del tiempo ha amarilleado la imagen e imprime un tono ict¨¦rico al rostro de Diego, como si ¨¦ste sufriera una de las innumerables enfermedades tan frecuentes en los tr¨®picos, donde interpret¨® las ¨²ltimas escenas de su vida. Sin embargo, es apuesto, de eso no hay duda: tiene ojos grandes, un porte refinado, y no hay rastro de las excesivas proporciones de contorno que suelen caracterizar a los portadores de una voz privilegiada y que otorgan cierta comicidad al personaje que ¨¦stos interpretan.

Volvemos a centrar nuestra atenci¨®n en el mapa. Es un bello ejemplar de pergamino, en el que se han dibujado minuciosamente monta?as, r¨ªos, oc¨¦anos y un sinf¨ªn de s¨ªmbolos que esperan a ser transformados en m¨²sica por nuestras mentes febriles e inquietas. En los bordes del mapa aparecen las deslumbrantes aves que atrajeron a Diego a trav¨¦s del oc¨¦ano y que lo acompa?aron hasta el mismo momento de su muerte. Pronunci¨¢bamos con asombrosa facilidad los nombres de aquellos p¨¢jaros cuando ¨¦ramos ni?os y nos resultaban tan familiares como las seguiriyas, las arias y las sole¨¢s que sonaban en el viejo gram¨®fono de nuestros abuelos, con sus enormes botones y su pesada tapa de madera. En aquella ¨¦poca nos turn¨¢bamos para nombrar los p¨¢jaros uno por uno: un perico pechisucio al oeste, un momoto cejiturquesa al norte, un tocolito com¨²n al este y un trog¨®n viol¨¢ceo al sur.

Aun siendo ni?os pod¨ªamos ver algo m¨¢s en el mapa: estaba cargado de secretos; hab¨ªa una mancha oscura bajo los tonos rosados y amarillos; los oc¨¦anos estaban turbios y las sombras se cern¨ªan sobre la tierra.

Nos ha llevado casi veinte a?os reconstruir la historia, con todos sus altibajos, con las partes buenas y las malas. Nos ha llevado todo ese tiempo desentra?ar los misterios, colmar las lagunas que hab¨ªa dejado nuestra abuela, los retazos que alteraban el tempo de la m¨²sica, para dejar que un tono quejumbroso se abriese paso entre las partituras.

Al fondo o¨ªmos los apremios de la abuela desde la tumba.

—Vamos —nos anima con sus familiares modos impacientes.

Sonre¨ªmos, al recordar, y juntos comenzamos a trazar el camino sobre el mapa: desde las aguas amarillas del r¨ªo Guadalquivir en Sevilla hasta la ciudad de M¨¦rida, joya de alabastro. Y viajamos alegremente por las latitudes musicales de nuestra infancia como si la abuela estuviese otra vez aqu¨ª, a nuestro lado.

Escena primera

Mientras caminamos por suelo sagrado

Como siempre, es mejor empezar por el mapa.

En otros tiempos, siglos atr¨¢s, los mapas eran objetos hermosos, testimonios de las cumbres que escalaban los sue?os de los hombres, y no de la prosaica realidad de las cosas. Los dibujantes de mapas no eran meros artesanos, sino artistas empe?ados en crear universos en los que lo m¨¢gico y lo m¨ªtico cobraban vida. Colocaban en los bordes de los mapas criaturas fant¨¢sticas que custodiaban las entradas del cielo y del infierno. El mundo era un lugar m¨¢s misterioso y todo se dibujaba, se imaginaba, se nombraba con m¨¢s belleza. En Europa, el hombre miraba con desasosiego hacia el oeste ante el temor de ahogarse en el mar desconocido, el mare ignotum. Al este se extend¨ªa el Ed¨¦n, con sus promesas de eterna inocencia.

En el siglo xvi, Felipe II, gran devoto y temeroso de Dios, obsesionado por el oro que pudiera probar tal amor piadoso, orden¨® a los cart¨®grafos reales que trazasen un mapa de su reino. Tornad lo invisible en visible, les conmin¨®, y haced saber a toda Europa qui¨¦n reina en el Nuevo Mundo. Muri¨® pocos a?os despu¨¦s, pero los cart¨®grafos, mediante grabados y planchas de madera, continuaron dando forma a territorios, recorriendo los lugares que pretend¨ªan materializar mediante cadenas de agrimensor, goni¨®metros de madera, br¨²julas y una gran dosis de imaginaci¨®n, pues para que la tierra quede plasmada en un mapa ha de arraigar primero en los sue?os.

El mapa de Diego Clemente ha de leerse con atenci¨®n, de este a oeste, de derecha a izquierda, empezando en las coordenadas 5? 59' oeste, 37? 23' norte (el punto rojo que marc¨® su nacimiento en Sevilla) para acabar en 89? 39' oeste, 20? 58' norte, en M¨¦rida, la ciudad en la que descansa para siempre.

Es un mapa muy bello, y su belleza se intensifica cuando se descubren los pesares que debi¨® de atravesar su autor para dejar este legado final de s¨ªmbolos, l¨ªneas y cuadr¨ªculas. Un hombre deber¨ªa esperar hasta que se acerca la muerte para intentar esbozar las conclusiones sobre el sentido de la vida. Eso dijiste en una ocasi¨®n, abuela, y no podemos evitar preguntarnos si Diego tuvo la oportunidad de revisar su obra, de reflexionar por ¨²ltima vez sobre su viaje vital, desde sus inicios en Sevilla hasta el ¨²ltimo d¨ªa de su vida en una hacienda mexicana al otro lado del oc¨¦ano.

Al igual que Col¨®n, que cre¨ªa firmemente que el Nuevo Mundo conten¨ªa islas misteriosas llenas de magn¨ªficos jardines y manzanas de oro, la mente de Diego reservaba un lugar para lo imaginario, ten¨ªa una especial predisposici¨®n a inventar reinos m¨¢gicos, a imaginar la perfecci¨®n, a aferrarse a los bordes de la mortalidad, en un intento de acotar con su pluma el misterio de la existencia, de mantener alejada a la muerte y, m¨¢s a¨²n, a la extinci¨®n misma. Nos detenemos un instante a recordar a los que han desaparecido para siempre del cielo (el periquito de Carolina, la paloma migratoria, el pato del labrador) y lamentamos, oh, c¨®mo lamentamos la ausencia de so?adores como Diego, que osaron enfrentarse a las multitudes, a las creencias e incredulidades de su ¨¦poca.

Pero empiezan ya a atenuarse las luces y cada vez es m¨¢s dif¨ªcil distinguir las palabras del programa. Se hace silencio entre el p¨²blico, la expectaci¨®n aumenta hasta que llega a su punto ¨¢lgido: el momento en el que desciende la batuta y suenan las primeras notas. Se levanta lentamente el tel¨®n y nos encontramos ante las bell¨ªsimas calles de la Sevilla decimon¨®nica. Imaginen una ciudad inundada por la fragancia de las flores de azahar en primavera, del jazm¨ªn en oto?o. Imaginen a las mujeres, con sus largas melenas de azabache cubiertas por mantillas de encaje, negras o blancas dependiendo de la ocasi¨®n, y sus vestidos de fiesta adornados con colas, lazos, volantes y lunares. A lo lejos, el sonido de una guitarra se escapa por una ventana entreabierta. Es una canci¨®n de amor y muerte, pues cualquier espa?ol les dir¨¢ que todo amor que se precie ha de conocer un final tr¨¢gico. Imaginen el taconeo del bailaor flamenco, brazos entrelazados, m¨²sica que se evapora porque las notas no se someten a transcripci¨®n alguna y la danza se desvanece para siempre cuando se agota por completo la pasi¨®n del bailaor. Imaginen por ¨²ltimo el calor, l¨¢nguido, sofocante, insoportable, que invita a refugiarse durante las primeras horas de la tarde tras los postigos cerrados y a dormir una siesta, esas dos horas de merecido descanso.

Dentro de la catedral, un hombre alto y flaco de nariz prominente se acerca apresuradamente hacia la puerta principal. Va vestido de negro y sus ojos ardientes miran fijamente a un horizonte lejano, mientras su mente vaga entre inciertos pensamientos. ?Lo ven? Es Emilio Garc¨ªa, el hombre que acabar¨¢ cas¨¢ndose con M¨®nica Clemente. Por ahora todav¨ªa es seminarista, si bien terminar¨¢ su vida como humilde librero en Sevilla.

Parte del buen nombre que adquiri¨® Emilio en la ¨²ltima etapa de su vida se debi¨® a su considerable dominio del ingl¨¦s. Fueron estos conocimientos los que tambi¨¦n le brindaron la oportunidad de encontrarse con M¨®nica Clemente en la grandiosa catedral. All¨ª dec¨ªa M¨®nica sus oraciones diarias y all¨ª pasaba Emilio las ma?anas guiando a los turistas ingleses que, todav¨ªa escasos, empezaban a llegar a Andaluc¨ªa por aquella ¨¦poca.

El joven, vestido de oscuro, de piel cetrina, ojos grandes de mirada intensa coronados por un mech¨®n rebelde de pelo, semejaba casi un cad¨¢ver hasta que comenzaba a hablar. Entonces parec¨ªa inflamarse, como si repentinamente lo hubiese penetrado una chispa que le otorgase el don de la vida.

—Venga, venga —insta a los turistas, ordenadamente reunidos junto a la Puerta de la Asunci¨®n—. Dentro nos esperan cuadros de Murillo, Vald¨¦s Leal, Jordaens y Zurbar¨¢n —a?ade con entusiasmo—. Pero eso no es todo, se?ores: capillas decoradas con amatistas y esmeraldas, oro en abundancia, las piedras preciosas del cardenal Mendoza y piezas de plata como no han visto jam¨¢s.

Acto seguido los animaba a entrar con un gesto, como si en el interior del edificio estuviesen las mism¨ªsimas llaves del cielo. El entusiasmo de su voz se intensificaba con cada paso hasta alcanzar su punto ¨¢lgido, del que se resist¨ªa a descender.

—F¨ªjense, se?ores, en la techumbre, obra del maestro Borja —se?alaba en primer lugar—. Una hermosura, ?verdad? Un regalo para la vista.

—Sin duda, sin duda —respond¨ªan los turistas, con los cuellos torpemente estirados hacia arriba para poder contemplarla bien.

Sus esfuerzos se ve¨ªan interrumpidos de manera abrupta por Emilio, que ya hab¨ªa pasado a cuestiones m¨¢s importantes.

—Ante ustedes, la escultura de Santa Ver¨®nica, del maestro Cornejo. S¨ª, es magn¨ªfica. No tengo palabras que hagan justicia a estas obras de arte. Sublimes, excelsas. Se?ores, cuando menos tendr¨¢n que admitir que estas maravillas nos dejan anonadados.

—Desde luego —corroboraban los ingleses, haciendo gestos con la cabeza, con las cejas arqueadas de asombro, mientras el joven gu¨ªa reanudaba con decisi¨®n y cierta brusquedad el recorrido.

Emilio, que a todas luces parec¨ªa ajeno a quienes lo segu¨ªan d¨®cilmente, continuaba se?alando las maravillas de la catedral.

—A su derecha, la Virgen con Jesucristo, San Juan y Mar¨ªa Magdalena, de Pedro Rold¨¢n. Y aqu¨ª, mi obra favorita. F¨ªjense en las magn¨ªficas estatuas y en las columnas corintias dise?adas por Juan de Arce. Portentoso, se?ores, un prodigio sin igual.

Los ingleses asent¨ªan. Ah s¨ª, ah no, claro, sin duda alguna, dec¨ªan, mientras caminaban obedientemente detr¨¢s del joven que avanzaba como si temiese que el gran edificio estuviera a punto desvanecerse en el aire y lo ¨²nico que pudiesen hacer fuese admirarlo por ¨²ltima vez.

M¨¢s tarde, en la soledad de los min¨²sculos cuartos de las pensiones, los turistas no recordaban las ostentosas maravillas de la catedral, sino el entusiasmo del joven gu¨ªa: su pasi¨®n, la rapidez de su paso, su facilidad para el ingl¨¦s, que hablaba con tal ornamento y dramatismo que parec¨ªa, en cierto modo, una lengua completamente diferente.

Al atardecer, en la soledad de la oscura habitaci¨®n del seminario, Emilio se enfrascaba en sus libros, intentando con todas sus fuerzas ahuyentar la alegr¨ªa que invad¨ªa Sevilla. Los sonidos y los olores se colaban en su cuarto desde la calle, donde la gente jugaba, cantaba y declaraba su amor. Ah¨ª fuera est¨¢n los sonidos de la vida, se dec¨ªa Emilio. Este pensamiento lo sum¨ªa en la m¨¢s profunda desesperaci¨®n al observar la cama estrecha, las ventanas sucias, la cruz de lat¨®n colgada sobre el escritorio e incluso sus manos p¨¢lidas pasando las p¨¢ginas de un libro a la tenue luz de una vela.

Aquella tarde, Emilio estaba leyendo las obras po¨¦ticas de Shelley. Se atascaba ante las palabras, pero estaba resuelto a comprenderlas, porque si algo amaba Emilio sobre todas las cosas era el sonido de la lengua inglesa.

El ingl¨¦s, s¨ª, parece extra?o que un hombre que se ha educado hablando en la sonora lengua de Lope de Vega y Cervantes sienta una pasi¨®n tan fuerte por el idioma que con frecuencia ha calificado de galimat¨ªas enloquecedor, con sus incomprensibles reglas gramaticales y su pronunciaci¨®n imposible. Sin embargo, Emilio estaba atrapado, hab¨ªa sido seducido por las palabras inglesas, por la cadencia de sus frases. M¨¢s a¨²n que la lengua, a Emilio le entusiasmaban los escritores, sobre todo Sir Walter Scott, cuyas novelas veneraba el joven seminarista durante horas, diccionario en mano, o los rom¨¢nticos ingleses y sus efluvios embriagadores.

En el interior de la catedral (m¨¢s que un edificio, una ciudad en toda regla, con su legi¨®n de m¨¢s de cien sacerdotes y sacristanes, las idas y venidas de los labradores, turistas y monjas, las treinta misas oficiadas y las treinta por oficiar en honor de tal o cual conde, muerto y enterrado con todas las pompas de rigor, siete curas y la presencia de las m¨¢s prominentes familias de Sevilla), Emilio paseaba por el suelo sagrado de las naves laterales, saboreando las palabras inglesas que se desprend¨ªan de sus labios, mientras lamentaba cada paso que lo acercaba a la uni¨®n con Dios.

Era su madre quien deseaba que se ordenase sacerdote.

—Fuiste concebido para tal fin —le dijo en una ocasi¨®n.

Hab¨ªa nacido mucho tiempo despu¨¦s que sus hermanos y poco antes de la muerte de su padre: otro signo, seg¨²n su madre, de que Emilio estaba destinado a Dios, de que hab¨ªa venido a este mundo para asegurar el paso de su padre del purgatorio al cielo y para mitigar el sufrimiento de su madre, que constantemente advert¨ªa que su vida se apagaba, aunque los a?os pasaban y, a ojos de quienes la conoc¨ªan, no parec¨ªa que su final estuviese cerca.

La madre de Emilio, una mujer diminuta de tono autoritario, se hab¨ªa aficionado en los ¨²ltimos a?os a pasar gran parte de su tiempo libre en las iglesias de Sevilla. Este h¨¢bito la hab¨ªa convertido en una autoridad; no, como cabr¨ªa esperar, en la arquitectura de estos bellos edificios, sino en el interminable repertorio de pecados de los muertos ilustres de la ciudad, por los cuales se oficiaban innumerables misas, se ta?¨ªan las campanas y se rescataban las almas del purgatorio con las oraciones de los vivos.

Hoy se sacan ¨¢nimas, proclamaban las iglesias. Los turistas, que se asombraban de las peculiaridades espa?olas, pensaban que no hab¨ªa cosa m¨¢s rid¨ªcula que la idea de que un hombre que todav¨ªa no estaba muerto pagase numerosas misas para asegurarse un lugar en las alturas.

—Totalmente primitivo —juzgaban los m¨¢s cr¨ªticos—. Estas costumbres son prueba irrefutable de que Espa?a ha quedado anclada en un siglo olvidado y de que, decididamente, no pertenece a Europa.

Para Remedios, la madre de Emilio, estas misas no eran prueba del barbarismo de sus compatriotas, sino de una verdad mucho m¨¢s siniestra: s¨®lo los ricos se aseguran un lugar en la corte celestial. Quienes, como ella, carec¨ªan de recursos, no ten¨ªan m¨¢s remedio que recurrir a otras f¨®rmulas para ascender a los cielos. Con este esp¨ªritu decidi¨® entonces sacrificar a su hijo Emilio, pues no hay premio m¨¢s grande, de eso estaba segura, que el que se reserva a las madres que traen hijos al mundo para consagrarlos a la palabra del Se?or.

Emilio no deseaba dedicar su vida a Dios. En el mismo momento en que su madre le comunic¨® por vez primera cu¨¢les eran sus deseos, cuando a¨²n no hab¨ªa cumplido diez a?os, Emilio decidi¨® que su destino en la vida ser¨ªa escapar, retorci¨¦ndose y chillando si fuese necesario, de las opresivas zarpas de la Iglesia.

—No desesperes todav¨ªa —le dec¨ªa su amigo Camilo a?os despu¨¦s, cuando Emilio se quejaba de su futuro como sacerdote en una ciudad que estaba hecha para la m¨²sica, para la alegr¨ªa, en fin, dig¨¢moslo sin rodeos, una ciudad hecha para el amor—. Recuerda, amigo m¨ªo —continuaba Camilo—, que en Espa?a s¨®lo el clero come bien.

Para los fines de nuestra historia, la obstinaci¨®n de Remedios resultar¨ªa providencial. Si no hubiese insistido en que su hijo vistiera los h¨¢bitos de sacerdote, Emilio nunca se habr¨ªa encontrado con M¨®nica Clemente mientras ella rezaba con la cabeza inclinada, como todos los d¨ªas, en el interior de la inmensa catedral. M¨®nica y Emilio, que hab¨ªan nacido a cientos de kil¨®metros de distancia en una ¨¦poca en la que las personas viv¨ªan y mor¨ªan apenas unos pasos m¨¢s all¨¢ del lugar en el que hab¨ªan llegado al mundo, nunca se habr¨ªan conocido. Y si no hubiera sido por una serie de circunstancias imprevistas, habr¨ªa ocurrido de ese modo. Sin embargo, el destino les reservaba un camino diferente.

A pesar de tener los labios muy finos y la nariz un poquito alargada, M¨®nica Clemente hab¨ªa sido agraciada con un rostro dulce (una cara de ¨¢ngel, dir¨ªa Emilio). No obstante, pronto veremos que estaba hecha de una pasta m¨¢s compleja que un ¨¢ngel de halo dorado y alas de alabastro.

Cuando Emilio vio por primera vez a M¨®nica en el interior de la catedral, ella llevaba menos de un a?o viviendo en Sevilla. La ciudad no hab¨ªa tardado en hechizarla con sus tortuosas callejas y sus casas de estuco rosa, azul y amarillo. Era un escenario de ensue?o: patios ¨¢rabes y majestuosas fuentes que se vislumbraban a trav¨¦s de los portales abiertos, infinidad de rosas de colores intensos que colgaban de los balcones y naranjos y limoneros que perfumaban las calles. Ya entonces, Sevilla estaba considerada una de las verdaderas maravillas del mundo, inmortalizada en innumerables obras de teatro, poemas y ¨®peras compuestas por las m¨¢s brillantes mentes europeas del momento.

Para una muchacha de un pueblo aletargado de la regi¨®n de La Mancha, Sevilla era una visi¨®n m¨¢gica, un sue?o en el que se encontraba inmersa casi por accidente y por el que vagaba conteniendo la respiraci¨®n. Tem¨ªa que, de respirar profundamente, disolver¨ªa el sue?o en un instante y volver¨ªa a quedar atrapada en el pueblo de su infancia.

?C¨®mo hab¨ªa llegado hasta all¨ª? A trav¨¦s de la desgracia, por supuesto, porque las oportunidades que cambian el destino y abren nuevos caminos no surgen de la felicidad, sino de los acontecimientos tr¨¢gicos que nos hacen perder pie, nos abruman y desorientan. Caminante, canta el poeta a la derecha del escenario, no hay camino, se hace camino al andar.

Enviaron a M¨®nica Clemente a Sevilla, lejos de los campos de su amado Crocus sativus, tras el fallecimiento de su padre. Esa muerte marc¨® el inicio de un nuevo camino que habr¨ªa de cambiar no s¨®lo la direcci¨®n de su propia vida, sino tambi¨¦n la de nuestro dibujante de mapas.

Sevilla era el hogar de don Ricardo Medina, el primo de la madre de M¨®nica, que en aquel momento necesitaba una gobernanta. M¨®nica no ten¨ªa unas aptitudes extraordinarias (bordaba, hac¨ªa ganchillo, tocaba una o dos melod¨ªas al piano) pero ejecutaba las tareas con una correcci¨®n t¨¦cnica aceptable y con la falta de entusiasmo que se esperaba en aquella ¨¦poca de una se?orita.

—Qu¨¦ suerte tienes —le dijo su t¨ªa cuando le ofrecieron el puesto en casa de don Ricardo— al haber encontrado un salvador, aunque est¨¦ tan lejos de La Mancha.

Al decir esto, la t¨ªa hizo un moh¨ªn de disgusto y se detuvo a escrutar a M¨®nica con unos ojos que le comunicaban que no era digna de tal privilegio.

La propia M¨®nica se convenci¨® de que no hab¨ªa sido la suerte la que traz¨® su camino hasta la gran ciudad, sino el destino, que es como una gran serpiente que se enrolla alrededor de su v¨ªctima y la arrastra sin piedad ni comedimiento. Intentar escapar al destino es tan in¨²til como tratar de contener un maremoto con la yema del dedo. El destino, y no la suerte, consider¨® oportuno liberarla de la existencia sombr¨ªa que aguarda a muchas mujeres de su posici¨®n, una vida de reclusi¨®n en un convento o, todav¨ªa peor, en un matrimonio concertado precipitadamente con un viejo que posee bueyes y vastos terrenos, pero que est¨¢ impregnado hasta los huesos del esp¨ªritu decadente que exhala su aliento como el vapor que surge de la tierra los d¨ªas m¨¢s t¨®rridos del verano.

Sin embargo, enviaron a M¨®nica a Sevilla, a una ciudad rebosante de vida, repleta de posibilidades, m¨¢s alejada de las silenciosas llanuras de La Mancha de lo que ella habr¨ªa podido imaginar. Aunque estaba agradecida, a veces la ciudad la abrumaba, le parec¨ªa demasiado grande, demasiado penetrante su latido. En tales momentos se tapaba la nariz y convocaba el recuerdo reconfortante de los guisos sazonados con azafr¨¢n de la t¨ªa Bautista, en los que no faltaban los quince ingredientes, que se mezclaban y se hac¨ªan durante horas.

As¨ª fue como Emilio y M¨®nica se encontraron por casualidad en una catedral erigida sobre una antigua mezquita, que alberga un espectacular retablo g¨®tico en el que cuarenta y cinco escenas talladas relatan la vida de Cristo; una sala capitular, cubierta por una magn¨ªfica techumbre abovedada que se reflejaba en el m¨¢rmol del suelo; cuadros de Murillo; relicarios y custodias de plata; y las llaves (sobre todo, aquellas llaves sobre las que se hab¨ªan derramado l¨¢grimas) que los musulmanes entregaron pesarosos al rey de Castilla, Fernando III, en el siglo xiii, despu¨¦s de verse irremediablemente obligados a rendir su amada ciudad al monarca castellano. Todos los d¨ªas, Emilio se demoraba cuanto pod¨ªa en aquel lugar, junto a la silueta postrada de M¨®nica Clemente, explicando a los turistas ingleses hasta el m¨¢s m¨ªnimo detalle de la enorme catedral, tan sublime que s¨®lo pod¨ªa ser obra de insensatos, mientras miraba fijamente a la muchacha, que nunca dejaba de acudir, siempre a la misma hora y, por lo que parec¨ªa, siempre sola. Sin duda es espa?ola, pensaba ¨¦l, porque se cubr¨ªa la cabeza con una mantilla y no con una de esas cofias espantosas que tanto gustaban a los ingleses. Es cierto que ¨²ltimamente las j¨®venes de las mejores familias de Sevilla empezaban a sucumbir a tales modas: pamelas de Inglaterra, cretonas de Alsacia, miri?aques de Par¨ªs (que ellas llamaban malakofs). Emilio sab¨ªa que esta muchacha era una aut¨¦ntica se?orita espa?ola. Con los labios muy finos y la nariz un poquito alargada quiz¨¢s, pero una se?orita, a fin de cuentas, que se cubr¨ªa con una mantilla y rezaba a la Virgen todos los d¨ªas rosario en mano, ?una mujer, cavilaba Emilio, que un d¨ªa ser¨ªa una espl¨¦ndida esposa?. En cuanto muriese la madre de ¨¦ste (?perd¨®name, Se?or, pero que sea pronto?, pensaba mientras contemplaba el techo de la catedral, del maestro Borja), cortejar¨ªa a una mujer como ¨¦sa.

All¨ª estaba ahora, con la cabeza inclinada y los ojos cerrados.

—Bueno, se?ores —dec¨ªa Emilio a su grupo, con los ojos clavados en el rostro de la joven—. Vamos a dar un ¨²ltimo paseo por la catedral para contemplar sus joyas en todo su esplendor.

—?Qu¨¦ ha dicho? —pregunt¨® a su mujer un hombre mayor, a quien el fren¨¦tico recorrido de Emilio por la catedral lo hab¨ªa dejado exhausto—. No me digas que a¨²n queda otra maldita vuelta —protest¨® furioso entre dientes.

Ah, los ingleses. ?Por qu¨¦ no admitirlo ahora? Entre sus m¨¢s preciadas virtudes destacan sus modales exquisitos. Por eso, el pobre hombre dio vueltas y m¨¢s vueltas por la catedral, trag¨¢ndose las malditas ?joyas? de la espl¨¦ndida catedral, sin sospechar que el alto seminarista de nariz aguile?a que los guiaba observaba a una joven entre todos los ires y venires.

Entretanto, M¨®nica Clemente, ajena a Emilio y a los ingleses que ¨¦ste ten¨ªa a su cargo, continuaba rezando con la cabeza inclinada sobre el rosario. ??Por qui¨¦n rezaba??, se preguntaba Emilio con los ojos clavados en el rostro de ella. ??Por su madre afligida y cercana a la muerte? Quiz¨¢ por un hermano enfermo. Por Dios, que no sea por un pretendiente?, discurr¨ªa Emilio y, al pensar esto, tropez¨® de repente.

M¨®nica Clemente, agraciada con un rostro dulce, s¨ª, pero con una lengua m¨¢s avinagrada, como Emilio descubrir¨ªa despu¨¦s, no rezaba por un padre, una madre o un hermano ni, a Dios gracias, por un pretendiente. M¨®nica Clemente rezaba, como todos los d¨ªas, para que se le concediese su m¨¢s anhelado deseo. ?Y qu¨¦ deseo era ¨¦se?, preguntar¨¢n ustedes. Ah, no lo adivinar¨ªan ni en un mill¨®n de a?os. M¨®nica Clemente, de labios finos y nariz un poco alargada pero de rostro dulce, a pesar de todo, rezaba fervientemente para que a la mujer de don Ricardo Medina, do?a Fernanda, le llegase la muerte.

—Lo mejor ser¨ªa que no tardase mucho —susurraba entre sus muchos padrenuestros y sus incontables avemar¨ªas—. Y que le doliese un poco, a poder ser —a?ad¨ªa despu¨¦s.

Pero esto, claro, s¨®lo si el Se?or Todopoderoso lo considerase oportuno.

Portada del libro 'El cart¨®grafo' de Bea Gonz¨¢lez
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