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LECTURA

El d¨ªa en que explot¨¦

Keeley protagoniza una comedia rom¨¢ntica, que se inicia cuando descubre el d¨ªa de su boda que su novio tiene una amante. Una novela de Mary Kay Andrews

A LA VENTA DESDE EL 24 DE MAYO

El dia que explot¨¦

Madison, Georgia, es una ciudad real y preciosa, pero ¨¦sta es una obra de ficci¨®n, y todos los personajes, an¨¦cdotas y di¨¢logos de esta novela son producto de la imaginaci¨®n de la autora. Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia.

1

De no haber sido por Mookie, la prima alcoh¨®lica de mi prometido, estoy casi segura de que mi padre seguir¨ªa siendo uno de los miembros consolidados del Club de Campo Oconee Hills. Pero Mookie no puede beber alcohol de alta graduaci¨®n. Puede beber ininterrumpidamente cerveza y vino sin inmutarse, pero si le ofreces un mai-tai o, Dios me libre, un margarita, est¨¢s perdido.

M¨¢s informaci¨®n
El cart¨®grafo
Nuestra incierta vida normal
El cielo de Madrid

Era mi banquete prenupcial, cuyos anfitriones eran los Jernigan, y yo era la futura novia, as¨ª que no creo que tuviera que hacerme responsable de mantener a una mujer adulta madre de dos hijos apartada del dispensador de margaritas, aunque fuese una de las damas de honor.

Sin embargo, yo vi que Mookie cruz¨® como una loca la pista de baile, y fue a m¨ª a quien le salpic¨® una buena dosis de margarita de fresa. Y a la pechera de mi vestido de seda natural azul turquesa, tambi¨¦n.

—Por Dios —me espet¨® GiGi, mi futura suegra, que, ni que decir tiene, hab¨ªa esquivado h¨¢bilmente a Mookie, conservando inmaculado su vestido rosa p¨¢lido bordado con cuentas—. Te dije que no la invitases a la boda. Ya sabes c¨®mo se pone.

—Keeley —resoll¨® Mookie, abalanz¨¢ndose sobre m¨ª con su copa medio vac¨ªa—, lo sieeeeento mucho. Deja que te ayude a limpiarte.

Tras lo cual me empap¨® la espalda con la bebida restante.

—No importa —dije, apretando los dientes—. Es una mancha sin importancia.

La madre de Mookie, que est¨¢ acostumbrada a este tipo de comportamientos, la agarr¨® del brazo y la arrastr¨® hacia la puerta para que no protagonizase otra escena, y todas las mujeres cerraron filas en torno a m¨ª, limpi¨¢ndome y atosig¨¢ndome hasta que me dieron ganas de gritar.

De hecho, hac¨ªa varias semanas que deseaba gritar.

?Basta! Basta de fiestas. Basta de regalos. Basta de almuerzos y t¨¦s, basta de sensibleras adulaciones de boda, basta de ?oohs? y ?aahs? por parte de familia y amigos sobre la pareja perfecta.

A. J. tambi¨¦n hab¨ªa tenido suficiente. ??Por qu¨¦ no nos vamos por ah¨ª un par de semanas para despejarnos y despu¨¦s volvemos a la normalidad??, me hab¨ªa propuesto la noche anterior al banquete prenupcial.

Hab¨ªa sido una semana agotadora. Tuve que aguantar el ?t¨¦ social?, ocasi¨®n en la que toda la gente del condado se pas¨® por casa de mi padre para curiosear los regalos de mi boda, y el almuerzo con las damas de honor donde GiGi, todo hay que decirlo, opin¨® que era lamentable que mi madre no estuviese invitada a la boda. Como si yo supiera lo que ha sido de mi madre desde hace veintitantos a?os.

Y eso s¨®lo hab¨ªa sido el principio. Esa misma noche, a A. J. y a m¨ª nos dieron la tabarra con una barbacoa organizada por uno de sus antiguos hermanos de fraternidad.

Cuando me hizo la proposici¨®n, A. J. llevaba puesto el delantal para barbacoas ??Que quemo!? y el guante acolchado para el horno que le hab¨ªa regalado su t¨ªa Norma. A decir verdad, A. J. no llevaba nada debajo del delantal. Y tampoco llevaba puesto el guante donde su t¨ªa Norma pensaba.

Ten¨ªa a A. J. arrinconado contra la pared con las pinzas de barbacoa, y una cosa condujo a la otra, y poco despu¨¦s est¨¢bamos revolc¨¢ndonos por el suelo de su apartamento, desprendi¨¦ndome del gorro de chef y del resto de mi ropa, y acto seguido A. J. sufri¨® otro de sus ataques.

—?HIP! ?HIP! —Se le arque¨® todo el cuerpo hacia atr¨¢s. Lo apart¨¦ de m¨ª, aunque no me sorprend¨ª. A. J. se pone as¨ª a veces, cuando est¨¢, ejem, lanzado.

—Respira, cari?o, respira. —le indiqu¨¦, arrastr¨¢ndome debajo de ¨¦l.

—No —logr¨® decir entre hipidos—. No pares, Keeley. —Trat¨® de tirar de m¨ª—. Venga, no pasa nada. ?Hip! ?Hip! ?Hip!

Su cuerpo se convulsionaba con fuerza por el hipo. Tem¨ªa que se hiciese da?o. Caramba, tem¨ªa que me hiciese da?o a m¨ª, aparte de que no me excita demasiado el hipo descontrolado. Ni siquiera cuando el que lo padece es el amor de mi vida.

Sal¨ª gateando y corr¨ª hasta el fregadero para llenar un vaso de agua.

—Venga, A. J. —dije, ayud¨¢ndole a incorporarse—. Es mejor que te levantes. Vamos, cari?o, bebe un poco de agua por Keeley.

—No, hip, quiero, hip, agua, ?hiiip!, maldita sea —farfull¨® A. J., aunque al final bebi¨® un sorbo.

—Otro —insist¨ª, acarici¨¢ndole con la mano la espalda desnuda. Me cogi¨® la otra mano y me la coloc¨® sobre su abdomen. Este hombre nunca se rinde—. Ahora no —dije entre risitas, apart¨¢ndome. Volvi¨® a tirar de m¨ª, mientras yo sosten¨ªa el vaso—. No hasta que te bebas toda el agua.

Frunci¨® el ce?o pero empez¨® a sorber.

—M¨¢s despacio —dije—. Sabes que es el ¨²nico remedio.

—S¨¦ cu¨¢l es el remedio —dijo con esa mirada otra vez—. Vuelve aqu¨ª y abr¨¢zame.

Pero ya hab¨ªa recogido mi ropa y me apresuraba al dormitorio para vestirme.

—?Eh! —me grit¨®—. ?se no era el trato.

Ech¨¦ el seguro del pomo de la puerta del dormitorio.

—Lo s¨¦ —grit¨¦ desde el otro lado—. Te he enga?ado.

Para cuando encontr¨® la llave del dormitorio ya estaba subi¨¦ndome la cremallera de la falda.

—Oh, Keeley —dijo haciendo pucheros irresistiblemente—. Quiero hacerlo otra vez esta noche.

Intent¨¦ borrarle el gesto con un beso, pero no surti¨® efecto.

—A. J. —dije, apart¨¢ndole las manos mientras ¨¦l intentaba desabrocharme el bot¨®n—. En serio. Quedan unos cuantos d¨ªas para la boda. Tengo una reuni¨®n a primera hora de la ma?ana y un mont¨®n de trabajo. No puedo quedarme aqu¨ª perdiendo el tiempo contigo toda la noche.

—Venga, cari?o —susurr¨®, bajando la cremallera de mi falda y subi¨¦ndomela hasta la cintura—. Cuando estemos casados no ser¨¢ tan divertido como ahora. Todo ser¨¢ legal y otro rollo.

Me zaf¨¦ de ¨¦l, dolida.

—?Est¨¢s diciendo que el sexo conmigo va a ser aburrido? ?S¨®lo porque estemos casados? Muchas gracias. Vete al cuerno.

—Ya sabes a lo que me refiero —dijo A. J., asi¨¦ndome otra vez. Le di la espalda y cog¨ª mis zapatos y mi cartera. Mi coche estaba aparcado en la puerta. Me dispuse a salir.

A. J. se anud¨® el delantal a la cintura y me sigui¨® hasta el coche. Su bonito trasero blanco resplandec¨ªa en la oscuridad de junio.

—No quiero decir que no nos divirtamos —dijo, echando un vistazo al porche por si hab¨ªa alguien mirando. El apartamento de A. J. estaba en las cocheras a espaldas de Los Robles, la mansi¨®n anterior a la guerra de sus padres. Yo tambi¨¦n alc¨¦ la vista hacia la ventana iluminada de la segunda planta porque sab¨ªa que era el dormitorio de sus padres.

—Me refiero a que no ser¨¢ il¨ªcito, como ahora —a?adi¨® A. J. Dirigi¨® la mirada hacia la ventana de su madre y me apret¨® contra la puerta del coche. Dej¨® caer al suelo el delantal, qued¨¢ndose como Dios lo trajo al mundo—. Venga, recon¨®celo, te excita la idea de que nos puedan pillar.

Desde luego, era obvio que ¨¦l estaba bastante excitado.

—No —dije con firmeza—. Puede que t¨² seas un exhibicionista, pero yo no. As¨ª que p¨®rtate bien y di buenas noches.

Se volvi¨® a apretar contra m¨ª.

—Ser¨¦ un buen chico. Un chico muy bueno. En tu coche —susurr¨®, bes¨¢ndome el cuello—. Hace siglos que no lo hacemos en tu coche.

—No.

—En el m¨ªo —dijo, y coloc¨® su rodilla entre las m¨ªas.

—No, joder. —Su coche era un BMW Z-3 biplaza. La ¨²ltima vez que lo hicimos all¨ª tuve que acudir a un quiropr¨¢ctico para que me enderezase la columna.

Esboz¨® una sonrisa maliciosa.

—Ya s¨¦. En el coche de mi madre. El asiento trasero de ese Escalade lo dise?aron para el amor.

Eso fue el colmo. O sea, hay quinquis y QUINQUIS.

Lo empuj¨¦ suavemente y, dando un traspi¨¦, cay¨® de espaldas plantando su trasero desnudo sobre las conchas de madreperla trituradas del camino de entrada.

—Ayy —bram¨®.

—Buenas noches, cari?o —dije. Sub¨ª al coche, cerr¨¦ el seguro y me adentr¨¦ en la noche azabache de Georgia.

Una semana despu¨¦s, tan s¨®lo quedaba un d¨ªa por delante para que acabase, de una vez por todas, la fiesta m¨¢s larga de la historia de Madison. Era la v¨ªspera de la boda. Un d¨ªa m¨¢s y ser¨ªa la se?ora de Andrew Jackson Jernigan. Keeley Murdock Jernigan.

—Un d¨ªa m¨¢s —dije entre dientes, mientras me libraba de las garras de las f¨¦minas.

—Toma —dijo mi t¨ªa Gloria, pas¨¢ndome una botella de soda—. Ve al lavabo de se?oras, qu¨ªtate el vestido y emp¨¢palo en soda. Si no, no conseguir¨¢s quitar la mancha de fresa de la seda.

Corr¨ªa apresuradamente por el pasillo del Club de Campo Oconee Hills cuando lo o¨ª. Un sonido amortiguado. Procedente de una habitaci¨®n de la derecha del pasillo. Era la sala de juntas.

Me detuve en el umbral.

—Hip.

—?Shhh! —Y a continuaci¨®n una tenue risita.

Me qued¨¦ petrificada. Se me hizo un nudo en el est¨®mago. Sent¨ª un mareo. N¨¢useas. Ten¨ªa que llegar al lavabo de se?oras. Di dos pasos vacilantes.

—Keeley nunca lo hace as¨ª.

Otra risita.

Puse la mano sobre el pomo.

—?Hip, hip, hip!

Abr¨ª la puerta de golpe.

Andrew Jackson Jernigan, el hombre de mis sue?os, vestido s¨®lo con una camisa blanca de esmoquin, corbata y calcetines negros, estaba de pie frente a m¨ª. Delante de ¨¦l estaba Paige Plummer, mi dama de honor, con su llamativo culo encaramado en la reluciente mesa de caoba de la sala de juntas, con su llamativo vestido de gala de gasa rojo recogido en la cintura y las piernas apretadas alrededor de la cintura de mi prometido.

—Hiii. —A. J. levant¨® la cabeza bruscamente, cerrando la boca de golpe—. Oh, Dios. —Esta vez lo dijo de forma distinta. Se apart¨® de Paige y se agach¨® para recoger sus pantalones.

—?Qu¨¦? —Paige mir¨® hacia atr¨¢s. Sus llamativos labios rojos formaron una O de asombro cuando me vio all¨ª de pie.

—Oh, Dios —dijo Paige, dando un brinco de la mesa. Paige era redactora de textos publicitarios, pero nunca hab¨ªa sido una creativa muy original—. Oh, Dios, Keeley.

Me iba a dar algo. Sostuve la botella de soda en la mano un instante. Al instante siguiente la lanc¨¦ contra A. J.

Intent¨® esquivarla, pero como ten¨ªa los pantalones a medio poner, no le dio tiempo a reaccionar. Afortunadamente para ¨¦l, la botella era de pl¨¢stico. Desafortunadamente, estaba llena. Se estamp¨® contra su ojo izquierdo y cay¨® fulminado.

—Diooos —bram¨®.

—?Keeley! —grit¨® Paige.

No ten¨ªa m¨¢s cosas que lanzarle. Pero ¨¦sa s¨®lo fue una situaci¨®n temporal.

2

Paige se precipit¨® hacia el extremo de la mesa en busca de su tanga. Yo lo encontr¨¦ primero.

—?Zorra! —grit¨¦—. ?C¨®mo has podido? Mi mejor amiga. ?C¨®mo has podido?

—Escucha, Keeley, no significa nada —dijo A. J., levant¨¢ndose despacio, mientras trataba de abrocharse el cintur¨®n con torpeza—. Es que esta noche hemos bebido demasiado..., ya sabes lo que pasa, cari?o. Sabes que me pongo un poco fogoso cuando me tomo unas copas. —Tuvo la osad¨ªa de gui?arme un ojo.

Cog¨ª las medias y le borr¨¦ de un plumazo el gui?o de la cara.

—?Con mi dama de honor?

Me di la vuelta para mirar a Paige, que ten¨ªa los zapatos en la mano y se dirig¨ªa a hurtadillas hacia la puerta.

—?Se supone que tienes que ayudarme con el velo y sostenerme el ramo! —chill¨¦—. No tirarte al novio, guarra impresentable.

—?Eh! —dijo Paige con aspereza—. ?A qui¨¦n est¨¢s llamando guarra? Fuiste t¨² la que te lo follaste en la primera cita.

—C¨¢llate. —Le solt¨¦ un bofet¨®n, justo all¨ª, en la sala de juntas del Club de Campo Oconee Hills, ante la presencia de los retratos al ¨®leo de antiguos cuarentones presidentes del club, incluyendo a Chub Jernigan, abuelo de A. J.

—Aaaaay —chill¨® Paige, mientras se frotaba la mejilla. Me percat¨¦ con satisfacci¨®n de que se le hab¨ªa quedado la marca de la mano en el carrillo, y de que ten¨ªa en mi palma restos del maquillaje CoverGirl de Paige.

Instantes despu¨¦s, Paige se abalanz¨® sobre m¨ª. Con mi metro ochenta, le saco por lo menos quince cent¨ªmetros de altura, pero Paige hab¨ªa jugado como delantera en el equipo estatal de voleivol de segunda divisi¨®n del instituto del condado de Morgan. Era peque?a, pero yo hab¨ªa olvidado sus dotes deportivas y, sobre todo, que proced¨ªa de una larga tradici¨®n de lo que en Madison conocemos como ?gentuza de caravana?.

—?Zorra! —grit¨®. Me clav¨® sus largas u?as rojas en la cara y, con las medias puestas, comenz¨® a darme patadas con los pies del n¨²mero treinta y nueve en las espinillas y rodillas con tal ¨ªmpetu que me pill¨® por sorpresa.

Estaba intentando defenderme cuando A. J. se abri¨® paso entre nosotras y me asi¨® con firmeza del antebrazo derecho. A Paige la agarr¨® fuertemente del hombro.

—?Chicas! —dijo—. Venga, ya basta. Calmaos las dos.

Me zaf¨¦ de ¨¦l.

—?Que ya basta? ?Que nos calmemos? Te metes aqu¨ª con ella a hurtadillas y la empujas contra la mesa de juntas en el banquete prenupcial? Con toda mi familia, mi p¨¢rroco y yo presentes en el mismo edificio, ?y pretendes que me calme?

Se le relaj¨® la expresi¨®n. Casi dej¨® escapar una l¨¢grima.

—Oh, Keeley. Lo siento. No quise hacerte da?o, cari?o. Sabes que te quiero m¨¢s que a nada. Paige y yo est¨¢bamos haciendo el tonto, eso es todo. ?Verdad, Paige? —Mir¨® a mi ex mejor amiga para corroborarlo—. D¨ªselo, Paige. Est¨¢bamos un poco borrachos, ?no es cierto?

Los ojos azul oscuro de Paige brillaron con malicia.

—Bueno, A. J., borrachos y aburridos. Te aburres como una ostra con Keeley. Por eso pasaste a por m¨ª en el Escalade de tu madre la semana pasada. Y la anterior, cuando lo hicimos en tu despacho, en el banco. —Me esboz¨® una sonrisa afectada. Keeley, cielo, t¨² siempre tan preocupada por el qu¨¦ dir¨¢n: ?Eso es de mal gusto, Paige. No seas tan vulgar, Paige?. Pero es lo que siempre dice mi madre: si no lo tienen en casa, lo van a buscar a otra parte. Y yo soy la otra parte.

—?Paige! —exclam¨® A. J.—. Eso es mentira. Dile que es mentira. Yo nunca?

No tuvo oportunidad de terminar. Me di la vuelta y agarr¨¦ un trofeo de golf de la adornada vitrina de trofeos situada junto a la puerta. Pero no era un trofeo cualquiera, sino la copa en honor de A. J. Jernigan, Chub, una enorme pieza de plata de ley con forma de orinal, una elegante inscripci¨®n en cursiva y un bajorrelieve con un busto del abuelo Chub en la parte delantera.

—?Cabr¨®n! —grit¨¦, lanz¨¢ndole el trofeo a la cabeza. No acert¨¦ de milagro, pero derrib¨¦ a dos presidentes del club de la pared del fondo. Me di la vuelta y sal¨ª con paso airado de la habitaci¨®n.

Y me di de bruces con mi suegra.

—?Keeley! —exclam¨® GiGi—. ?Qu¨¦ demonios pasa aqu¨ª? Todo el club est¨¢ oyendo tus voces. ?Has perdido el juicio?

—Mam¨¢ —dijo A. J., apresur¨¢ndose hacia ella—, hemos tenido una peque?a discusi¨®n, pero eso es todo. Habla con ella. Dile que est¨¢ exagerando las cosas.

—Keeley —dijo GiGi con voz severa—, cari?o, no montes una escena la noche antes de la boda. Estropear¨¢s la fiesta.

Mir¨¦ por encima del hombro de GiGi. Los invitados la hab¨ªan seguido hasta el pasillo y estaban todos all¨ª, apretujados, murmurando, cuchicheando y observ¨¢ndome con atenci¨®n.

—?Estaba tir¨¢ndose a Paige! —grit¨¦—. En la sala de juntas.

—Keeley —susurr¨® GiGi, cogi¨¦ndome del brazo—, los hombres son como ni?os. Anda, c¨¢lmate. Est¨¢s dando un espect¨¢culo.

—?No es ning¨²n ni?o! —dije—. Tiene treinta y cuatro a?os, y est¨¢ comprometido conmigo.

—Shhh —dijo, d¨¢ndome ligeros golpecitos—. Conf¨ªa en m¨ª, esa chica no significa nada para ¨¦l.

—Pero s¨ª para m¨ª —dije. Sent¨ªa c¨®mo la ira crec¨ªa y se apoderaba de m¨ª, fuera de control.

—No hay boda —grit¨¦—. Todo el mundo a casa.

Los susurros y murmullos se acentuaron.

—Lo digo en serio —bram¨¦, apartando a GiGi, a Mookie, a mi t¨ªa Gloria y a todos los dem¨¢s—. ?Marchaos a casa! —Me abr¨ª paso hasta el sal¨®n donde estaba tocando la banda, y encontr¨¦ a mi padre sentado a una mesa con sus colegas de golf.

—Se acab¨®, pap¨¢ —balbuce¨¦—. No hay boda. Quiero irme a casa.

Mi padre se levant¨®, y en su rostro curtido y arrugado se dibuj¨® una expresi¨®n de alarma. Los colegas de p¨®quer se esfumaron de la mesa. Se hab¨ªa desabrochado la camisa blanca almidonada, y la corbata negra estaba enrollada sobre la mesa junto a su whisky con hielo.

—?Que se acab¨®? ?Qu¨¦ quieres decir, Keeley? ?Es una broma o qu¨¦?

—Bueno, Wade —o¨ª decir a GiGi. Se hab¨ªa acercado a nosotros. Estaba impecable, totalmente radiante, sin un pelo fuera de su sitio—. Keeley s¨®lo est¨¢ un poco disgustada. Primero Mookie le estropea el vestido, y despu¨¦s A. J. estaba tonteando por ah¨ª, y ella le ha dado demasiada importancia. Wade, creo que deber¨ªas llevarla a casa para que descanse bien esta noche, antes del gran d¨ªa.

—Ma?ana no va a ser un gran d¨ªa —exclam¨¦—. No me casar¨ªa con ese traidor embustero hijo de puta ni por todo el oro del mundo.

—Cielo... —empez¨® mi padre.

—Lo digo en serio —dije con voz temblorosa—. No me casar¨ªa con A. J. Jernigan aunque fuese el ¨²nico hombre sobre la tierra.

—Keeley, cari?o. —Ten¨ªa junto a m¨ª al propio A. J.

Entonces explot¨¦. Vaya que si lo hice. Tal vez fuese algo qu¨ªmico, tal vez hormonal. No sabr¨ªa decirlo.

El caso es que explot¨¦ de verdad.

S¨ª. Y despu¨¦s de eso, nada volvi¨® a ser lo mismo.

En ese instante estaba de pie en el sal¨®n del Club de Campo Oconee Hills. Estaba sobria y era una respetable profesional de dise?o interior de treinta y dos a?os con una trayectoria de ¨¦xito y el respeto de mi comunidad.

Al instante siguiente era una cat¨¢strofe de la naturaleza. La cabal Keeley Rae Murdock, la que distingu¨ªa el bien del mal, estaba perturbada y consternada. Pero era incapaz de contenerme.

Nuestro p¨¢rroco, el padre Richard Wittish, pastor de la iglesia metodista de Madison, se apresur¨® a reconfortarme.

—Keeley —susurr¨®, y su rostro amable se sonroj¨®, inc¨®modo—. Tranquil¨ªzate. Vamos a otra habitaci¨®n, donde estaremos tranquilos y rezaremos por la serenidad.

Pero lo que hice fue sostener el tanga rojo de Paige delante de su cara. La misma cara que me hab¨ªa observado desde el p¨²lpito durante toda mi vida.

—No quiero serenidad, padre Wittish —solloc¨¦—. Quiero matar a los cabrones de Paige Plummer y A. J. Jernigan.

—?Keeley! —dijo GiGi, boquiabierta—. Contr¨®late.

Agarr¨¦ la copa de mi padre y la estamp¨¦ contra la pared.

—No, GiGi, contr¨®late t¨². Y, ya que est¨¢s, controla tambi¨¦n al traidor embustero hijo de puta de tu hijo.

Entonces entr¨® en escena el padre de A. J., Big Drew. Era alto y de aspecto inconfundible, con cabello espeso y plateado y rostro rubicundo de comil¨®n y bebedor. Hab¨ªa desaparecido poco despu¨¦s de que los camareros sirvieran el aperitivo; probablemente estaba fuera fumando un puro. GiGi no le dejaba fumar en casa.

—Vale ya, se?orita —dijo elevando el tono de voz en el silencio del sal¨®n—. No hay necesidad de dar un espect¨¢culo.

—?Qu¨¦ te parece este tipo de espect¨¢culo? —pregunt¨¦, buscando a mi alrededor algo m¨¢s para tirar. Y entonces lo vi. GiGi hab¨ªa colocado un peque?o detalle para los invitados en todas las mesas redondas de la sala. A cada uno le hab¨ªa dejado una caja de rap¨¦ de Limoges pintada a mano con la inscripci¨®n ?Keeley y A. J.? sobre la tapa, ba?ada en oro de catorce quilates.

Arrastr¨¦ la mano desde el centro de la mesa de mi padre, arrojando al suelo las copas de vino y la porcelana, y cogiendo seis cajas de rap¨¦.

—?Toma! —grit¨¦, estampando la primera caja contra el roble pulido del suelo del sal¨®n—. He aqu¨ª un espect¨¢culo. Y aqu¨ª va otro.

Dirig¨ª la mirada alrededor del sal¨®n buscando aprobaci¨®n. Todos se hab¨ªan quedado helados. Mi t¨ªa Gloria permanec¨ªa junto a la puerta, apret¨¢ndose la garganta con la mano en un gesto de espanto que jam¨¢s olvidar¨¦.

Pero no pod¨ªa contenerme. Cog¨ª las dem¨¢s cajas de rap¨¦ y las lanc¨¦ contra las paredes, contra las ventanas. Le arroj¨¦ una a A. J. y, cuando su madre vacil¨®, le arroj¨¦ otra a ella. Entonces comenz¨® el movimiento en la sala. Los miembros de la banda empezaron a empaquetar sus instrumentos. Los hombres fueron en busca de sus esposas, y ¨¦stas en busca de sus carteras, al parecer temiendo ser objeto del siguiente blanco, mientras los camareros recog¨ªan la cristaler¨ªa y la vajilla, para salvarlas de la cat¨¢strofe.

Al final mi padre puso fin a mi furia. Se incorpor¨®, me rode¨® con sus brazos de oso y me apret¨® contra ¨¦l.

—Keeley —susurr¨®, acarici¨¢ndome el pelo—. Ya basta, cielo. Venga. Ya pas¨®. No tienes por qu¨¦ casarte con A. J. No tienes por qu¨¦ casarte con nadie si no quieres.

La expresi¨®n de su cara casi me fulmin¨®: preocupaci¨®n. Miedo. Dolor. Pensaba que me hab¨ªa vuelto loca. Y as¨ª era.

—Lo siento, pap¨¢ —susurr¨¦. Sal¨ª corriendo del sal¨®n, dejando atr¨¢s a los invitados que hu¨ªan, a los aterrados camareros, a mi prometido y a mi ex mejor amiga.

Baj¨¦ apresuradamente las escaleras de la entrada del club de campo, pasando por delante de los aparcacoches adolescentes, que estaban arremolinados compartiendo una botella de cerveza robada. Hasta que no llegu¨¦ al aparcamiento no ca¨ª en la cuenta de que no sab¨ªa ad¨®nde dirigirme.

Volv¨ª la mirada atr¨¢s. La gente sal¨ªa apresurada del club de campo. Necesitaba escapar en seguida de all¨ª, ?pero c¨®mo? Hab¨ªa ido al club con A. J. Su Z-3 rojo era f¨¢cil de localizar. Lo hab¨ªa aparcado en la calle delantera del recinto con la capota plegada. Me acerqu¨¦ y mir¨¦ el interior de cuero negro. En ese momento me di cuenta de que a¨²n llevaba el tanga de Paige en la mano. Lo at¨¦ al volante. Las llaves se balancearon con el arranque. T¨ªpico de A. J.

?Qu¨¦ hac¨ªa? ?Me llevaba el coche? ?Ad¨®nde? ?Y para qu¨¦?

Tuve una idea mejor. Cog¨ª las llaves y observ¨¦ la amplia superficie de pintura roja reci¨¦n encerada.

Los chicos del aparcamiento se dirig¨ªan al mismo para comenzar a retirar los coches. Ten¨ªa que actuar con rapidez. La letra me sali¨® grande, simple y amenazante. Parec¨ªa la de un asesino en serie. Excelente. Quer¨ªa que inspirase temor.

—?Cabr¨®n! —susurr¨¦ triunfalmente, mientras le¨ªa lo que acababa de escribir con letras de diez cent¨ªmetros. Me deshice del anillo de compromiso que llevaba en el dedo y lo arroj¨¦ al coche—. Cabr¨®n.

Entonces o¨ª a alguien toser. Mir¨¦ hacia atr¨¢s. Hasta ese momento no me hab¨ªa percatado del coche que estaba aparcado al lado del de A. J. un gran y antiguo Cadillac amarillo canario, un modelo de ¨¦poca con guardabarros. Hab¨ªa un hombre sentado en el asiento del conductor. Estaba partido de risa.

—Carb¨®n —dijo, sin parar de re¨ªr.

—?Qu¨¦ has dicho? —pregunt¨¦ en tono malintencionado.

—Carb¨®n —repiti¨®—. Lo has escrito mal.

Portada del libro 'El d¨ªa en que explot¨¦', de Mary Kay Andrews.
Portada del libro 'El d¨ªa en que explot¨¦', de Mary Kay Andrews.

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