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LECTURA

El turno del escriba

Ema Wolf y Graciela Montes narran los viajes del gran Marco Polo, transcritos por el escribano Rustichello de Pisa, en la novela ganadora del Premio Alfaguara 2005

A la venta desde el 10 de mayo

CAPITULO 1.

Los vencedores de Curzola

El d¨ªa en que el pisano se cruz¨® con el veneciano estuvo marcado por la suerte. Hubo se?ales. Al menos una, que se present¨® bajo la forma de una bella pieza de mierda, sin duda humana, en la que el pisano, trepado al techo del Palazzo del Mare por determinaci¨®n propia y gracias al descuido de sus guardianes, hundi¨® generosamente el zapato. Y aunque la se?al no era de su gusto por pertenecer a una especie innoble, sin tradici¨®n ni prestigio, muy distinta de las que se le aparec¨ªan, por caso, a un Trist¨¢n de Leonnoys en el cielo de Cornualles o las que preced¨ªan las cabalgatas de Lancelote por el bosque de Broceliande, que serv¨ªan de ingrediente en las novelas que hab¨ªa copiado y ensamblado en sus a?os de residencia en las cortes, no pudo menos que tomarla en cuenta. Tal vez en un primer momento haya atribuido el accidente al gato que brinc¨® a su lado, roz¨¢ndolo, cuando buscaba hacer pie en el techo de pizarra, empinado y resbaladizo, o quiz¨¢s al temblor de las rodillas y a la agitaci¨®n general del ¨¢nimo que le provocaba una escapada que a su edad y en su estado de cuerpo ten¨ªa rasgos de haza?a, pero enseguida desech¨® esas razones por toscas y prefiri¨® pensar en un viraje de la Fortuna: haber pisado mierda de cristiano en una ocasi¨®n como ¨¦sta y en un lugar donde era improbable que la hubiera, no pod¨ªa menos que ser un indicio extraordinario.

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El acontecimiento lo complace. Est¨¢ claro para ¨¦l que la suerte acaba de tocarlo, le ha tendido una celada auspiciosa para enredarlo, con alg¨²n prop¨®sito todav¨ªa desconocido, en los sucesos que se desarrollan ante su vista. Y sentirse un predestinado le parece mejor que sentirse un pobre diablo, que es como se siente hace demasiado tiempo. Hab¨ªa llegado a pensar que nada m¨¢s le deparar¨ªa esa ciudad.

Hace catorce a?os que messer Rustichello, o Rusticien, como le gusta decir a ¨¦l, ya que prefiere que su nombre vaya montado en los cornetes de la nariz y no en la punta de la lengua, est¨¢ preso en G¨¦nova, la Superba. Los primeros cinco repartidos entre un campamento l¨²gubre junto al mar, que preferir¨ªa suprimir de la memoria, un rinc¨®n en el atrio de la iglesia de San Matteo —los Doria, campeones de la batalla, hab¨ªan concentrado all¨ª su bot¨ªn de prisioneros—, una jaula atestada en la c¨¢rcel de Malapaga, otra, peor a¨²n, en la mazmorra de la Porta di Santa Fede donde hab¨ªa estado a punto de morir de hambre y una celda bastante confortable en el Palazzetto del Molo donde hab¨ªa quedado mezclado con el contingente de los pisanos importantes. Los ¨²ltimos nueve, en el Palatium Comunis Ianue Ripa, m¨¢s llamado Palazzo del Mare, cuyo techo y prodigios acaba de conocer.

No es al sentido de justicia de los genoveses que debe sus traslados, sino a los avatares del hacinamiento, y, en alguna medida, piensa, a su labia y a su poder de persuasi¨®n. Desde un principio se hab¨ªa negado a hablar de s¨ª mismo como de un prisionero com¨²n e insist¨ªa en proclamarse reh¨¦n, obses liberandus, y alud¨ªa a menudo, aunque de manera general, al rescate que su ciudad, Pisa, la blanca, la bella, habr¨ªa estado dispuesta a pagar por un ciudadano de su val¨ªa, que si bien hab¨ªa pasado casi toda la vida lejos de ella no por eso hab¨ªa dejado de pertenecerle. A la hora de enumerar sus merecimientos, Rustichello comenzaba por su posici¨®n de bibliotecario, lector y cal¨ªgrafo excepcional en la corte del rey Manfredo en Palermo, y segu¨ªa por la de traductor, adaptador, novelista, y hasta consejero real si lo apuraban, que, tras las batallas de Benevento y Tagliacozzo, hab¨ªa ocupado en la de Charles d'Anjou, tanto en Palermo como en N¨¢poles. De esa manera, asido a la cuerda de su relato, Rustichello hab¨ªa logrado dejar atr¨¢s las prisiones m¨¢s l¨®bregas, de donde muchos hab¨ªan salido s¨®lo para ser enterrados o, peor, canjeados a sus parientes por un saco de cebollas, y se hab¨ªa abierto paso hasta la celda del Palazzetto, donde pareci¨® normal que se codeara con compatriotas ilustres como el Donor¨¤tico y el Bondi Testario. Cuando las negociaciones se estancaron y la esperanza de un armisticio o de un pronto rescate patrio comenz¨® a debilitarse, no s¨®lo para ¨¦l sino tambi¨¦n para aquellos cuya influencia en los asuntos de Pisa era innegable, se le hab¨ªa hecho dif¨ªcil sostener el prestigio. En Pisa nadie respond¨ªa por ¨¦l ni le enviaba unos m¨ªseros florines para una camisa o un par de zapatos nuevos, antes bien usaba los que desechaban el Donor¨¤tico y el Testario. Tampoco los reyes, hijos de reyes, encumbrados y notables que, insist¨ªa, estaban dispuestos a pagar por ¨¦l si Pisa lo abandonaba, le hab¨ªan enviado monedas o tan siquiera noticias. Por atender a ese estado de orfandad, justamente, y tambi¨¦n por encontrarle alguna utilidad a su declamada condici¨®n de hombre de pluma, sus captores hab¨ªan decidido su traslado al Palazzo, donde por las noches cumpl¨ªa su papel de prisionero en una celda y, durante el d¨ªa, el de amanuense en los variados despachos de la Aduana genovesa.

Ahora que ha llegado al techo de ¨¦ste, su ¨²ltimo destino, sabe que le bastar¨ªa girar la cabeza para volver a ver los estrechos caruggi por donde catorce a?os atr¨¢s ¨¦l y otros nueve mil hab¨ªan sido arreados y sometidos a escarnio. Sucios, sangrantes, con grillos en los pies, los c¨®mitres los hab¨ªan desembarcado en los muelles a empujones, haciendo chasquear los l¨¢tigos, y los hab¨ªan conducido a marcha viva, a la vista de todos, hasta hacinarlos en el play¨®n de la Rocca di Sarzano. Al d¨ªa siguiente muchos ya estaban muertos y los enterradores hab¨ªan tenido que hacer lugar all¨ª mismo para cavar las fosas. El pisano podr¨ªa rehacer con la mirada cada una de las estaciones de su v¨ªa crucis. Pero no quiere, no est¨¢ aqu¨ª para mirar hacia el pasado sino para mirar el mar, como hacen todos. S¨®lo que a ¨¦l, hoy, la suerte lo distingue.

La se?al huele. Rustichello trastabilla al querer acercar la nariz al zapato. Se sienta y busca algo con que raspar la suela. En la canaleta de desag¨¹e que corre junto a las almenas hay arena rojiza, espinazos de pescado, plumas, piedrecillas, una rata muerta, tambi¨¦n algunos trozos sueltos de pizarra. No hace m¨¢s de treinta a?os que Boccanegra, el capitano del popolo, mand¨® construir el edificio, pero las l¨¢minas de pizarra ya est¨¢n flojas y muchas se han quebrado. En esta ciudad los vientos castigan siempre, hacen volar todo, la arena, las tejas, tambi¨¦n hab¨ªan hecho volar al Boccanegra. Rustichello elige un trozo de buen tama?o y con ¨¦l rasca la suela. La mierda se pega a la pizarra y acaba untando todo el cuero del zapato. Rustichello la arroja de nuevo a la canaleta. Ni el badurno ni el olor desaparecen. Eso significa que el augurio es firme, que no podr¨¢ eludir con facilidad el llamado de lo que sea.

Olvida el zapato y vuelve a mirar el puerto. Los genoveses est¨¢n api?ados en la Ripa. Han venido bajando desde las colinas, serpenteando por las callejuelas entre albergues se?oriles y casuchas de madera, y se han volcado sobre la bah¨ªa hasta el borde mismo del agua. La ciudad es un gran anfiteatro desde el que es posible presenciar la escena final de un drama.

No falt¨® nadie a la cita. Pobres y ricos, sanos y tullidos. Vienen de uno y otro lado de las murallas a aclamar a los vencedores y burlarse de los vencidos. Son alba?iles, zapateros, cambistas de la Piazza dei Banchi, orfebres y doradores, matarifes y triperos, fabricantes de escudos que enfr¨ªan los hierros con el agua del Soziglia, sastres y peleteros de Luccoli, barberos de las parroquias de San Cosme y San Dami¨¢n, laneros de Rivoturbido, mulateros del Polcevera, hortelanos del Bisagno, picapedreros de Carignano, caballeros Hospitalarios de la Commenda di San Giovanni di Pr¨¨, cordeleros y estibadores pobres que los domingos se congregan en el atrio de San Marco, frailes, putas de los lupanares de Fontane Marose y buscavidas que abren de un tajo la bolsa de los distra¨ªdos. Todos empujan y avanzan, asomando las cabezas por entre los estandartes con los escudos de las compagne, pugnando por procurarse el mejor puesto de observaci¨®n. El desembarco de los presos promete ser m¨¢s animado que un incendio y que una ejecuci¨®n.

Al alba se echaron a vuelo las campanas de las iglesias y los monasterios, que no son pocos en G¨¦nova, y desde entonces no han dejado de repicar. Los gorriones, las palomas, los mirlos, los vencejos, asustados por el ta?ido interminable, no se atreven a posarse en las torres y los campanarios. Tampoco las gaviotas, espantadas por el ajetreo, se atreven a acercarse al agua, y chillan feroces desde el aire. Todos esos p¨¢jaros ruidosos revoloteando sobre la ciudad parecen haberse sumado a los festejos. De las tres sedes que tiene la Comuna, de las torres de las familias altas, de cada una de las cornisas y ventanas de la espl¨¦ndida l¨ªnea de fachadas blanquinegras de la Palazzatta, cuelgan tapices de oro y de seda p¨²rpura, y telas fastuosas con el emblema rojo de la ciudad y la figura de su santo patrono, el que gan¨® fama y gloria ensartando dragones. Las que han colgado de las ventanas del Palazzo del Mare son especialmente pesadas y suntuosas. Entre las almenas han clavado banderas, y eso explica que Rustichello haya encontrado abierta la trampa que conduce al techo y se haya topado con el percance intestino de un guardia que el d¨ªa anterior hab¨ªa estado trajinando con los pa?os. Los Doria sobre todo, que tambi¨¦n en esta ocasi¨®n se sienten los due?os de la jornada, han abierto sus arcas y gastado sus buenas monedas no s¨®lo en adornar las fachadas sino en repartir entre los pobres vestidos nuevos y pan blanco. Como el reparto se hace en nombre del desdichado Ottaviano, muerto en la batalla, los favorecidos han estado desfilando por el palacio de Domoculta desde las primeras horas de la ma?ana para presentar sus respetos a la madre del muchacho.

Las noticias se anticiparon a la flota y a esta altura todos conocen los hechos. Saben de los muertos principales, del furor de los venecianos, que eran m¨¢s y daban por segura la victoria, de las miles de bolas de fuego que arrojaban los mangoneles, de las flechas que oscurec¨ªan el aire y del ruido aterrador de los espolones traspasando los cascos. La batalla pas¨® a ser de todos, se la cuenta y se la oye contar en el interior de las casas, los p¨®rticos, los playones de los caravaneros, los bancos y los mercados. Cinco semanas atr¨¢s, frente a la isla de Curzola, en el Adri¨¢tico, Venecia, la altiva, la que se llama a s¨ª misma la novia del mar y que cada a?o celebra con ¨¦l sus esponsales, fue derrotada en sus propias aguas por los genoveses, que ahora vuelven a casa con las presas ganadas. En tiempos en que las guerras se dicen santas, ellos creen que tambi¨¦n esta batalla se gan¨® con la bendici¨®n divina. La victoria coincidi¨® con la v¨ªspera de la Natividad de la Virgen, por lo tanto la Virgen misma, como recompensa a sus plegarias, que los genoveses nunca le han hecho faltar, como tampoco cirios, trajes de seda y brazaletes de oro, les ha concedido el regalo de dieciocho galeras enemigas hundidas en batalla, sesenta y seis capturadas y destruidas all¨ª mismo, en las playas de Curzola, siete mil venecianos muertos y otros tantos capturados, que ahora, al desfilar por la Ripa y las calles, ofrecen un espect¨¢culo soberbio y una advertencia al mundo de qu¨¦ cosas G¨¦nova es capaz. S¨ª, Mar¨ªa se hab¨ªa portado bien con ellos. De aqu¨ª en m¨¢s recibir¨¢ la ofrenda de un nuevo manto de oro para cada aniversario.

El relato de la batalla se mezcla con otros relatos, los contiene y abraza, los embellece y los talla para la historia como inscripciones en la piedra. El de Ottaviano, el hijo del almirante, es uno. En mitad de la refriega cay¨® malherido sobre el puente de la nave, muri¨® en brazos del padre, que orden¨® arrojar el cuerpo al mar para no hacer peligrar el desenlace de la batalla. ?En la patria no habr¨ªas tenido sepultura mejor?, dicen que le dijo Lamba al hijo muerto. Ese relato viene pegado a otro, es su par, no menos terrible: durante el viaje de regreso, Andrea Dandolo, el almirante veneciano, aprovechando un descuido de los guardianes, se arroj¨® contra el banco de los remeros al que estaba encadenado y se parti¨® el cr¨¢neo en pedazos. Gestos heroicos que los genoveses aman. En la confusi¨®n de los acontecimientos los relatos se van acomodando y cada uno ocupa su lugar en el orden justo de las emociones.

Le navi! Las primeras velas se hab¨ªan dejado ver al sudeste con el sol del amanecer. A esa hora las hab¨ªan divisado desde el faro del Cabo y desde el promontorio de San Benigno, luego desde la ciudadela del Castelletto y el monasterio vecino de San Francisco cuyo campanero hab¨ªa dado la voz, enseguida desde la torre de Luccoli. Avanzada la ma?ana, ya desde la playa, las hab¨ªan visto los cinco hijos de un tintorero de Foce —se los reconoce por las manos y los pies azules— que de inmediato se hab¨ªan encaramado sobre una mula gorda y hab¨ªan trotado hasta el puerto desparramando a gritos la noticia. Al rato ya todos las ve¨ªan, tambi¨¦n los habitantes de las laderas de Albaro y Lavagna y los leprosos de la colonia, que corrieron hacia las rocas agitando los mu?ones en saludo. Rustichello de Pisa las hab¨ªa visto bastante despu¨¦s, ya a punto de ser arriadas, cuando los barcos se dispon¨ªan a cruzar la pen¨ªnsula del Molo, pero no desde la ventana de su celda sino desde el sitio elegido, el mirador soberbio del techo.

Los triunfos no son blandos ni generosos. Las galeras de la Seren¨ªsima, apenas dos, llegan al puerto remolcadas por la popa, con las banderas a la rastra, el le¨®n de San Marco barriendo el agua. Los prisioneros bajan cargados de cadenas, todos, sin distinci¨®n de rango: remeros y capitanes, proc¨®mitres y soldados rasos. Los genoveses humillan a los vencidos con ademanes estridentes, y eso excita a la multitud. Muchos venecianos est¨¢n heridos, hay mutilados, p¨¢lidos como espectros caminan arrastrando los pies, los jugos de las cuartanas chorre¨¢ndoles las pantorrillas, algunos maldicen al cielo y la impericia del almirante que no vacil¨® en presentar batalla con el sol en contra, otros se mantienen en silencio con los dientes apretados, imp¨¢vidos, como si ya hubieran dado la vida por terminada.

Los perros —la ciudad est¨¢ llena de ellos— ladran desatinadamente contagiados por el desborde general y hostilizan los tobillos de los presos, que tropiezan con las tablas de los muelles y las piedras de las calles. Tambi¨¦n ladran los hombres y las mujeres, que azuzan a los perros y a los hijos contra los vencidos mientras gimen por sus muertos. Cuando cesan de ladrar y gemir, disfrutan del espect¨¢culo y guardan las im¨¢genes en la memoria para que ella se las devuelva luego, cuantas veces quieran evocarlas. El acontecimiento atrajo a juglares, adivinas y tocadores de caramella que est¨¢n haciendo m¨¢s ganancias que las que alguna vez so?aron, aunque s¨®lo consigan hacerse o¨ªr de a ratos, cuando calla la fanfarria de trompas y tambores. Un ciego mendicante recita letan¨ªas, y su perro, que lleva un hilo de conchillas anudado en el pescuezo, recoge monedas, basuritas de lat¨®n y guijarros en la escudilla que sostiene con la boca.

De pensar en un ¨¢ngulo mejor desde donde contemplar la escena, habr¨ªa que elegir el del cern¨ªcalo que en ese mismo momento, volando m¨¢s arriba que las gaviotas y mucho m¨¢s arriba de lo que acostumbran a volar los cern¨ªcalos, describe pesados c¨ªrculos sobre la bah¨ªa. La vista agud¨ªsima del p¨¢jaro lo abarca todo. S¨®lo ¨¦l puede atrapar en su ojo las colinas, el mar, toda G¨¦nova, empinada sobre su triunfo, y todas las naves del puerto, y tambi¨¦n el nudo m¨¢s peque?o en el m¨¢s delgado de los cabos, la fauce del drag¨®n en el estandarte y el pu?o crispado del prisionero. Tambi¨¦n abarca la figura de Rustichello. Ve al pisano agazapado, que desde esa altura es tan insignificante como una liebre, poco m¨¢s que un roedor de los que el cern¨ªcalo atrapa. Ve su pie torcido que resbala cuando intenta encaramarse sobre el v¨¦rtice del techo, y los trozos menudos de pizarra que desprende. El cern¨ªcalo vuela sobre todos ellos, v¨ªctimas, victimarios y curiosos, blancos de su mirada atenta. Recorre cada fragmento del gran fresco. Controla, en su asombrado planeo, cada una de las piezas de ese magn¨ªfico rompecabezas.

Pero Rustichello no es el cern¨ªcalo sino un prisionero que ha encontrado el modo de escaparse al techo. Su visi¨®n no es tan amplia ni sus ojos tan agudos. Con todo, le bastan para seguir el detalle de los acontecimientos. Por una extra?a vuelta del destino le toca ser espectador de la misma escena que, catorce a?os atr¨¢s, lo hab¨ªa tenido como protagonista. Aunque los vencidos sean otros, los vencedores siguen siendo los mismos. Un Doria y otro Doria, hoy Lamba, catorce a?os atr¨¢s Oberto, su hermano. El puerto es el mismo, la misma crueldad. El faro del Cabo, que se recorta contra el cielo al final del arco de la bah¨ªa, le trae a la memoria otro faro, el de Meloria, que durante cien a?os hab¨ªa guardado tan bien su ciudad, pero que al final de un d¨ªa negro, d¨ªa de San Sixto, por iron¨ªa el santo patrono, s¨®lo hab¨ªa servido para iluminar despojos. Naves aplastadas contra las defensas del propio puerto, el agua vuelta sangre, miles de muertos, y tantos prisioneros, Rustichello entre ellos, que la ciudad hab¨ªa quedado vac¨ªa de hombres. Haber vuelto a la patria despu¨¦s de tantos a?os no en un d¨ªa cualquiera sino en la v¨ªspera del ataque, y que lo hubieran invitado, sin derecho a negarse, a formar parte de la tripulaci¨®n de una galera, y que le hubieran puesto un remo en la mano, a ¨¦l que no hab¨ªa sostenido m¨¢s que plumas, supon¨ªa un desv¨ªo, tal vez el m¨¢s brutal de los que hab¨ªa sufrido el curso de su vida.

Rustichello se inclina sobre el borde del techo y saca la cabeza por el hueco entre dos almenas hasta quedar casi colgado sobre el agua. Quiere ver mejor todo lo que sucede. El pa?o de una bandera lo oculta a medias de la multitud, aunque sabe que nadie le prestar¨¢ atenci¨®n all¨¢ abajo, y en cuanto al carcelero, los guardias y los funcionarios del Palazzo no notar¨¢n su falta, habituados como est¨¢n a verlo desaparecer detr¨¢s de la puerta de los despachos. As¨ª asomado, alcanza a ver, de tanto en tanto, las cabezas de los jueces y los notarios en las ventanas inferiores, y un poco m¨¢s arriba, en la ¨²ltima planta, ya muy cerca del techo, los nudillos de su compa?ero de celda asidos a los barrotes.

La griter¨ªa en la Ripa ahora es m¨¢s fuerte. Rustichello reconoce la calva solemne de Lamba Doria. El comandante ha puesto pie en tierra, le han echado sobre los hombros el manto de terciopelo p¨²rpura que se reserva a los vencedores. Saluda, la multitud lo aclama y se abre a su paso. Ir¨¢ primero hacia la catedral de San Lorenzo, donde lo recibir¨¢ el arzobispo, y luego a San Matteo, la iglesia gentilicia, a confundirse en un abrazo con los suyos. Todos vivan al comandante, gritan y se persignan por el hijo que se le muri¨®. Detr¨¢s marcha a los tropezones un lote de prisioneros que acaban de desembarcar de la nave almirante. A Rustichello le llama la atenci¨®n uno, el m¨¢s alto, coronado por un gorro de piel rizada que, sin querer, contrasta irreverente con la calva del comandante. No parece abrumado por la ciudad hostil, la multitud ni los perros que lo acosan. No los mira. Levanta la cara y deja que los ojos descansen sobre el p¨¢jaro, ya no m¨¢s que un punto, que planea encima de su cabeza.

El pisano recorre el contorno del techo siguiendo la senda estrecha del desag¨¹e y al t¨¦rmino del trayecto tiene las colinas a su frente. Mira hacia abajo y alcanza a ver el final del s¨¦quito que se aleja. Desde las ventanas las mujeres agitan cintas, arrojan flores y ramitos de romero, de menta, de albahaca, mientras los ni?os alfombran las calles con varas de laurel. Pronto estar¨¢n en la catedral agradeci¨¦ndole a Mar¨ªa la dicha de haber aplastado a la m¨¢s orgullosa de sus rivales. Entre cirios nuevos y vaharadas de incienso y latines le prometer¨¢n que, si persiste en ayudarlos y les concede el favor de hacerlos se?ores absolutos del Mar Negro, si permite que Caffa florezca, que los fondacos de T¨²nez y Alejandr¨ªa prosperen, y Layas se sostenga, y Focea siga entreg¨¢ndole su alumbre, y nadie les dispute C¨®rcega y Cerde?a, si los protege de los piratas sarracenos y de la codicia de los catalanes y los marselleses, y consiente que todos los puertos se les abran, y que Flandes les sonr¨ªa y Constantinopla los apa?e, si les permite seguir vendiendo sal a todo el mundo y financi¨¢ndoles barcos a los franceses y

a cualquiera que les pida dinero sin echarles queja por la usura, van a levantarle una iglesia m¨¢s grande que la de Santa Sof¨ªa.

El pisano completa la vuelta del techo y antes de meterse en el agujero por donde hab¨ªa salido echa una ¨²ltima ojeada al puerto, a los marineros afanados entre los remos y a los soldados que alivian las galeras de los ¨²ltimos cautivos. El centro de la fiesta ya no est¨¢ en la Ripa, la muchedumbre se ha ido acercando a Sarzano, al Campo Pisano, donde los venecianos est¨¢n siendo concentrados hasta decidir qu¨¦ se hace con ellos. Rustichello llena los pulmones con el viento que viene del mar. Empieza a temer que demasiado aire puro, y sol, y luz, lo enfermen. Su nariz se dilata con los olores del pescado y la grasa rancia que llega de los barcos, el aceite y la mierda providencial de su zapato. Cuando ya ha metido las piernas y tiene s¨®lo medio torso afuera, carraspea y rasca el moco de la garganta, que siempre tiene, y en abundancia, gracias a la humedad del edificio, lo sostiene un momento sobre la lengua, eval¨²a su consistencia, y despu¨¦s lo echa al aire, hacia las torres. Imposible saber d¨®nde cay¨®. El viento tuerce la trayectoria de las cosas, el cern¨ªcalo ya abandon¨® la vigilancia, y en las calles hay hoy demasiado escupitajo suelto.

Portada del libro 'El turno del escriba', de Ema Wolf y Graciela Montes.
Portada del libro 'El turno del escriba', de Ema Wolf y Graciela Montes.

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