"No, si yo ya me fui de Logro?o"
Extracto del libro 'Toda la vida preguntando' de Juan Cruz, en el que narra sus encuentros con el 'mis¨¢ntropo' Rafael Azcona
El siguiente es un extracto del libro Toda la vida preguntando, de Juan Cruz, que EL PA?S le ofrece en exclusiva antes de su publicaci¨®n. En ella el periodista hace un perfil de Rafael Azcona, fallecido la madrugada de este lunes.
"No, si yo ya me fui de Logro?o"
Un d¨ªa -deb¨ªa ser 1996- com¨ªamos en el restaurante St James de Madrid un arroz abanda con Fernando Trueba y con Gonzalo Su¨¢rez y le pregunt¨¦ al primero si era cierto que Rafael Azcona era un mis¨¢ntropo. El director de Belle ¨¦poque me respondi¨®:
-Qu¨¦ va. Est¨¢ encantado de conocer gente.
Le llam¨¦ esa misma tarde, y se puso ¨¦l al tel¨¦fono. Era viernes. Le vi unas horas m¨¢s tarde y al menos yo me emborrach¨¦ con ¨¦l. ?l se mantuvo muy sereno, dicharachero y feliz, y estuvimos juntos hasta la hora del telediario. Me dej¨® en casa a las nueve menos cinco de la noche. Y al d¨ªa siguiente le llam¨¦ por tel¨¦fono; quer¨ªa saber c¨®mo estaba. Desde entonces, y desde cualquier parte del mundo, jam¨¢s he dejado de llamar a Azcona un solo s¨¢bado, y a veces le llamo m¨¢s veces. Y cuando yo no le llamo me llama ¨¦l, y as¨ª hemos ido tejiendo una relaci¨®n amistosa de la que yo obtengo mucho m¨¢s que ¨¦l. Muchas veces le veo para almorzar en Madrid, sobre todo con Manuel Vicent, ?ngel Harguindey, Jos¨¦ Luis Garc¨ªa S¨¢nchez y David Trueba, y a veces se incorporan otras personas. Durante mucho tiempo intent¨¦ llevar mujeres a esas tertulias, pero debo decir que el ¨²nico que las recibe bien, que se enrolla bien con ellas, es Rafael; los otros o bien son mis¨®ginos o bien son t¨ªmidos.
La tarde en que llam¨¦ a Rafael Azcona fue un momento importante de mi vida; yo ya no era periodista, o al menos no ejerc¨ªa directamente el oficio, aunque escrib¨ªa columnas culturales y hac¨ªa algunas entrevistas en la radio y en la televisi¨®n; as¨ª que mi prop¨®sito no era el de proponerle entrevista alguna, ni siquiera proyectos editoriales que pudieran aprovecharle como escritor. Era, simplemente, una curiosidad humana, derivada de algo que siempre me intrig¨® y cuyas circunstancias yo quise averiguar por m¨ª.
Hac¨ªa algunos a?os una revista italiana hab¨ªa publicado una entrevista con Rafael Azcona; Rafael hab¨ªa estado ¨ªntimamente ligado al cine italiano, sobre todo a trav¨¦s de Marco Ferreri, para quien hab¨ªa hecho guiones tan memorables como el que dio origen a La grande bouffe o a El cochecito, dos de las grandes pel¨ªculas en las que ha intervenido Azcona. En aquel tiempo yo era jefe de la secci¨®n de Cultura de EL PA?S y sent¨ª el acostumbrado agravio de los periodistas cuando otros colegas de la competencia te secuestran un personaje que t¨² piensas que ha de ser tuyo.
En la secci¨®n hab¨ªa comenzado a escribir ?ngel Fern¨¢ndez-Santos, en ese tiempo como redactor especializado en cine, y despu¨¦s como uno de los responsables de la secci¨®n y finalmente, sobre todo, como cr¨ªtico de cine y enviado especial a todos los festivales. ?ngel proven¨ªa de Diario 16, y yo lo hab¨ªa propuesto para que ocupara una plaza en la redacci¨®n del peri¨®dico. Era un gran personaje, un hombre de una cultura extraordinaria, melanc¨®lico y rabioso ante casi todas las contingencias de la realidad, y adem¨¢s un escritor formidable, que siempre escalaba las monta?as de la escritura -como dec¨ªa Manuel Vicent de Juan Benet- por la pared m¨¢s dif¨ªcil... ?l hab¨ªa escrito, adem¨¢s, algunos guiones memorables, y pienso que el que mejor le identifica con su calidad y con su propia melancol¨ªa rabiosa fue el que hizo con V¨ªctor Erice, El esp¨ªritu de la colmena; trabajar con Erice, a quien conoc¨ª por entonces, debi¨® ser tambi¨¦n uno de sus mejores trabajos: Erice es complejo, ¨ªntimo, tiene como una herida que le lleva al silencio, y ans¨ªa el silencio del mismo modo que alimenta su suspicacia en la evidencia de que el mundo va contra ¨¦l: en el caso que yo conozco -cuando El¨ªas Querejeta, el productor, le cort¨® a la mitad El sur, que s¨®lo sucedi¨® en el norte- no le falta raz¨®n. Querejeta dio por concluido aquel proyecto antes de tiempo, me llam¨® al peri¨®dico para dar por hecho que V¨ªctor estaba de acuerdo, y cuando as¨ª lo publiqu¨¦ tuve durante d¨ªas y d¨ªas a V¨ªctor Erice haci¨¦ndome sus justos reproches, y adem¨¢s de manera dilatada e interminable...Termin¨® perdon¨¢ndome, y yo termin¨¦ entendiendo por qu¨¦ era tan dif¨ªcil, al tiempo que tan nutritivo intelectual y sentimentalmente, trabajar con ¨¦l. Mucho tiempo despu¨¦s escuch¨¦ a Javier Mar¨ªas decir en la televisi¨®n qu¨¦ dif¨ªcil le resultaba avanzar en una colaboraci¨®n ocasional que tuvo con Erice, y lo mismo le escuch¨¦ a Azcona -se tomaron unos caf¨¦s, vieron que no avanzaban, y lo dejaron estar-, de modo que aunque sent¨ª que Querejeta le hab¨ªa hecho un da?o irreparable que quiso reparar dando publicidad a su falso acuerdo, lo cierto es que el trabajo con Erice no fue complejo tan solo para m¨ª...
Pero lo que quer¨ªa decir es que aquel d¨ªa en que los italianos publicaron la entrevista con Azcona le pregunt¨¦ a ?ngel c¨®mo hab¨ªa sido posible, si se hab¨ªa dicho tantas veces, y tanto se dec¨ªa por ah¨ª, que Azcona era inaccesible, una especie de ermita?o que odiaba las visitas, las tertulias, las entrevistas e incluso la luz del d¨ªa...
?ngel me explic¨®:
-Es una entrevista robada.
Seg¨²n consta en mi memoria, hab¨ªa sido hecha en el Caf¨¦ Gij¨®n, y seg¨²n me contaba ?ngel, lo que hab¨ªa sucedido era que los periodistas se citaron con Azcona, que hab¨ªa ido a rega?adientes, se hab¨ªan sentado en la mesa a la que habitualmente iban los intelectuales, al entrar en la sala del caf¨¦, al lado de donde despachaba durante a?os el inolvidable cerillero Alfonso, y uno de los periodistas hab¨ªa introducido un magnet¨®fono que Azcona no vio...
As¨ª pues, una entrevista robada. La verdad es que yo nunca he robado una entrevista, y desconozco si podr¨ªa hacerlo. ?ngel me explic¨® entonces algunas dimensiones de la misantrop¨ªa de Azcona. No sal¨ªa de casa, sus ¨²nicas salidas -a¨²n entonces- eran a la cafeter¨ªa de El Corte Ingl¨¦s de Princesa, en Madrid, adonde acud¨ªa a escribir guiones con Luis Garc¨ªa Berlanga, que era su amigo y su compinche cinematogr¨¢fico... All¨ª tomaban caf¨¦, y cuando no hab¨ªa argumentos sobre los que discutir -y construyeron argumentos disparatados y geniales, entre ellos el que sirvi¨® de base a El verdugo o aquella saga de los Leguineche que se abri¨® con La escopeta nacional- se dedicaban a mirar se?oritas...
Muchos a?os despu¨¦s, Berlanga me recibi¨® para darme una entrevista y me dijo:
-Ah, por fin te acuerdas de m¨ª; yo cre¨ª que s¨®lo le hac¨ªas entrevistas a Azcona?
Toda esa misantrop¨ªa de Azcona avalaba su teor¨ªa de que aquella entrevista tan solo pod¨ªa ser robada... Y de hecho Azcona nunca se iba a someter a una sesi¨®n de preguntas y respuestas sin aburrirse mortalmente o sin arrojar un tintero, un vaso de agua o un escupitajo sobre su supuesto entrevistador.
?Pod¨ªa haber, me preguntaba yo, alguien que se expresara en el cine con tanta simpat¨ªa, y que fuera incluso una persona tierna o dulce, seg¨²n los personajes que inventara, y que luego en la vida real se produjera como un mis¨¢ntropo, como don Julio Caro Baroja? Quise averiguarlo, pero me fue dif¨ªcil, hasta ese d¨ªa en que me tomaba un arroz abanda en aquel templo de las arrocer¨ªas que era a¨²n el St James de la calle Juan Bravo.
Fernando Trueba me asegur¨® que Azcona era un ser delicioso, que en seguida tomar¨ªa mi llamada y se convertir¨ªa en un amigo si yo no comet¨ªa el disparate de tirarle un tintero o un vaso de agua hirviendo.
Le llam¨¦ desde el despacho en el que yo trabajaba entonces, en el edificio Aguilar, como director de la editorial Alfaguara.
Quer¨ªa conocerle, le dije, y ¨¦l me respondi¨® con rapidez que ¨¦l tambi¨¦n estar¨ªa encantado, "ahora mismo", de hacerme una visita. "?Una visita?" S¨ª, una visita, ¨¦l podr¨ªa salir de la casa de inmediato, se dirigir¨ªa adonde yo estuviera, y ah¨ª nos tomar¨ªamos un caf¨¦, un whisky, "lo que se tercie".
As¨ª pues, esa misma tarde de un verano incipiente -esa sensaci¨®n vaporosa y sensual de los viernes por la tarde en Madrid cuando atardece y el cielo parece azul cobalto- Azcona iba a aparecer en mi despacho. Estaba tan feliz de que se rompiera aquel maleficio sobre su car¨¢cter -hura?o, "s¨®lo ve a los suyos", "cuelga el tel¨¦fono si le llamas por la tarde", "s¨®lo es sociable en algunos intervalos de las ma?anas"- que comuniqu¨¦ a todos los que pude la noticia de que iba a ver a Azcona. Al fin, una de las personas m¨¢s dif¨ªciles de ver... y de entrevistar: ?hab¨ªa que robarle las entrevistas!? iba a estar conmigo frente a frente, y en mi lugar de trabajo.
Es -o lo era entonces, lo sigui¨® siendo- un hombre atl¨¦tico, bien conservado, fornido, de pelo cortado al cepillo, entonces algo m¨¢s oscuro, luego casi completamente blanco; a veces va con unos sombreritos de color oscuro, para cubrirse por si llueve; utiliza pantalones vaqueros, camisas deportivas; alguna vez lo he visto con corbata. Camina a grandes zancadas y siempre te deja paso; en la conversaci¨®n es muy deferente, deja que seas t¨² quien dice la ¨²ltima palabra, o al menos ejerce para que t¨² creas que has dicho la ¨²ltima palabra. Y si no est¨¢ de acuerdo con alguna estupidez que t¨² hayas dicho hace lo posible por darte la impresi¨®n de que no te est¨¢ contradiciendo, sino que est¨¢ ayud¨¢ndote a terminar de hacer tu propia reflexi¨®n.
Pero yo no sab¨ªa todo eso cuando, al fin, sobre las seis de la tarde de aquel viernes, Rafael Azcona entr¨® en mi despacho.
Retransmit¨ª tambi¨¦n aquella entrada; se sent¨® ante m¨ª y me dijo algo que luego he observado que repite cuando le requieres, tambi¨¦n por tel¨¦fono:
-?Aqu¨ª estoy!.
Le cont¨¦ los proleg¨®menos de la llamada, las dudas que tuve antes de hacerla, los rumores que circulaban sobre su misantrop¨ªa, y otra vez fue lac¨®nico, y risue?o:
-Estupideces. ?Y si nos tomamos una copa?
Entonces Rafael Azcona ten¨ªa 74 a?os; su agilidad no ha bajado con los a?os, y su capacidad para beber era y es muy superior a los que est¨¢n a?os por debajo de su edad; as¨ª que nos sentamos en la terraza de verano que hab¨ªa debajo de Alfaguara, y all¨ª estuvimos bebiendo, hablando y tomando pipas y aceitunas hasta que dio la hora del telediario, ¨¦l segu¨ªa b¨¢sicamente sobrio.
Sobrio, elegante, divertido y generoso se prest¨® a llevarme a casa, y desde entonces ya es uno de mis mejores amigos; es cierto que nunca me he vuelto a emborrachar con ¨¦l, y s¨®lo una vez le escuch¨¦ decir:
-Ya no bebo m¨¢s, que me emborrach¨¦.
Nunca he visto a nadie re¨ªr con m¨¢s ganas, y con m¨¢s respeto.
Le entrevist¨¦ varias veces, algunas veces para la televisi¨®n, otras veces para la radio, y he hecho con ¨¦l algunas entrevistas -para momentos muy espec¨ªficos: cuando hice una serie sobre los diccionarios personales de una serie de personajes de la vida p¨²blica, cuando El Pa¨ªs cumpli¨® treinta a?os- para el peri¨®dico, y sobre todo le hice una sobre uno de los aspectos m¨¢s significativos de su personalidad, esa huida sin l¨ªmite de la fama y de los dem¨¢s, que no es tal enteramente, sobre todo en lo que se refiere a la segunda parte del t¨¦rmino: los dem¨¢s.
Esa entrevista se public¨® en un libro, El peso de la fama.
Claro, el tiempo me devolvi¨® un Azcona distinto a aquel mis¨¢ntropo que mi imaginaci¨®n hab¨ªa dibujado. Al contrario, era un ser muy delicado con los otros, pugnaba por hacerlos felices y rara vez pod¨ªas verle -?ni en las comisuras!- resentimientos, resquemores u odios. Es de una generaci¨®n de hombres complejos -Rafael S¨¢nchez Ferlosio, Ignacio Aldecoa, Dionisio Ridruejo- que la historia dot¨® de contradicciones internas que les llevaron al ensimismamiento, el desencanto o el alcohol; lo que hab¨ªa alrededor era una ruina, y a veces una ruina de la inteligencia, y ese ambiente que no era metaf¨®rico sino duro y real como una escarpia, a ¨¦l lo dej¨® igualmente risue?o, descre¨ªdo pero profundo: mir¨® alrededor y hacia adentro para retratar una sociedad dif¨ªcil desde el humor; comenz¨® a ejercerlo donde entonces se pod¨ªa, en los caf¨¦s y en La Codorniz; escuch¨® historias incre¨ªbles en el Caf¨¦ Comercial y en las redacciones, fue vendedor de carb¨®n -o contable en una carboner¨ªa-, con el poco dinero que le dieron novelitas que le procuraron de comer, o colaboraciones que le sacaban espasm¨®dicamente de su pobreza madrile?a, se resisti¨® en Madrid como gato panza arriba y no regres¨® a ning¨²n regazo de Logro?o: sigui¨® adelante, como un ap¨¢trida, como un alma desprovista de banderas. Un d¨ªa le pregunt¨¦:
-Rafael, ?y no te vas de vacaciones?
-?Yo? Si ya me fui de Logro?o.
Aguant¨® estoicamente las dificultades del cine, y se mantuvo como guionista porque esa era una manera de decir lo que otros quer¨ªan; hizo adaptaciones c¨¦lebres -la de La lengua de las mariposas, para Jos¨¦ Luis Cuerda, basada en tres cuentos de Manuel Rivas, la conoc¨ª de cerca, y me resulta inolvidable-, con la pulcritud genial del que sabe que reescribir es bordar de nuevo, pero su mayor creaci¨®n ha sido la construcci¨®n de la amistad. Nunca lo he visto hacer reproches a los que le defraudan, de todo encuentra una justificaci¨®n basada en la dignidad del ser humano, y de las costumbres republicanas que mam¨® en casa tiene sobre todo una: la duda, para impedir la arrogancia.
Es un tertuliano magn¨ªfico; como le vemos mucho, procura no repetir an¨¦cdotas, pero las que cuenta siempre son pertinentes, y la que m¨¢s repite, en todo caso, es una memorable que protagoniz¨® su amigo Tono cuando estaba en las ¨²ltimas, recibi¨® una nutrida visita de amigos y explic¨® as¨ª que siguiera en la cama cuando los dem¨¢s se iban:
-Perdonen que no me levante, pero es que me estoy muriendo.
Durante los a?os que han pasado desde que irrumpi¨® en mi despacho y luego me acompa?¨® a emborracharme le convenc¨ª de algunas cosas, entre ellas que volviera a publicar, y lo hizo con ¨¦xito, sobre todo me satisfizo que hiciera su colecci¨®n Estrafalario, donde volvieron a publicarse otra vez algunas de sus m¨¢s c¨¦lebres novelas, o novellas; las reescribi¨® con ah¨ªnco y profesionalidad, siempre despotricando contra m¨ª por hacerle creer a la gente que est¨¢bamos ante la resurrecci¨®n de un genio literario; hice que aceptara un encuentro literario y editorial con Harguindey y Vicent, que orquestaron en torno a ¨¦l una hermosa conversaci¨®n que les junt¨® en un hotel de Madrid durante algunas semanas hasta dejar por escrito algunas de las piezas m¨¢s memorables del anecdotario com¨²n; hice tambi¨¦n que saliera de su cueva, e incluso creo que ha vuelto a Logro?o, y peregrinara por lugares muy diversos de la geograf¨ªa espa?ola, insular y peninsular. Va a plat¨®s de televisi¨®n, a estudios de radio -Andreu Buenafuente le abri¨® una plaza virtual... Plaza Rafael Azcona... en su programa de televisi¨®n-, y vi que ese gesto le emocionaba como a cualquiera le emociona que le quieran. Nunca le he visto desfallecer, ni despotricar de otra cosa que de la funesta man¨ªa espa?ola de envidiar.
Le he hecho muchas preguntas, de hecho siempre le llamo para que me oriente en momentos especialmente dif¨ªciles de la comprensi¨®n de la realidad que nos circunda, y siempre responde como un sabio tranquilo, d¨¢ndome un consejo que ha atenuado mi ansiedad:
-D¨¦jalo estar. Ya lo ver¨¢s de otro modo.
A trabar su propia teor¨ªa de la relatividad le ha ayudado una filosof¨ªa muy personal, que aprendi¨® en la penuria, y que me cont¨® cuando le pregunt¨¦ por su experiencia con la fama.
Ah, de sus an¨¦cdotas propias selecciono siempre una: cuando, harto de que la imaginaci¨®n no le ayudara, hizo quinientos avioncitos de papel con los folios en las que esperaba escribir en Roma un gui¨®n de cine. Los avioncitos volaron con mejor o peor suerte, hasta que uno se detuvo en el aire e hizo contorsiones durante diecisiete minutos sobre el cielo de Roma. Fue su record, un recuerdo vol¨¢til e imborrable.
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