I. El Congo
Lee las primeras p¨¢ginas de 'El sue?o del celta', la nueva novela de Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura 2010
Cuando abrieron la puerta de la celda, con el chorro de luz y un golpe de viento entr¨® tambi¨¦n el ruido de la calle que los muros de piedra apagaban y Roger se despert¨®, asustado. Pesta?eando, confuso todav¨ªa, luchando por serenarse, divis¨®, recostada en el vano de la puerta, la silueta del sheriff. Su cara fl¨¢cida, de rubios bigotes y ojillos maledicentes, lo contemplaba con la antipat¨ªa que nunca hab¨ªa tratado de disimular. He aqu¨ª alguien que sufrir¨ªa si el Gobierno ingl¨¦s le conced¨ªa el pedido de clemencia.
-Visita-murmur¨® el sheriff, sin quitarle los ojos de encima.
Se puso de pie, frot¨¢ndose los brazos. ?Cu¨¢nto hab¨ªa dormido? Uno de los suplicios de Pentonville Prison era no saber la hora. En la c¨¢rcel de Brixton y en la Torre de Londres escuchaba las campanadas que marcaban las medias horas y las horas; aqu¨ª, las espesas paredes no dejaban llegar al interior de la prisi¨®n el revuelo de las campanas de las iglesias de Caledonian Road ni el bullicio del mercado de Islington y los guardias apostados en la puerta cumpl¨ªan estrictamente la orden de no dirigirle la palabra. El sheriff le puso las esposas y le indic¨® que saliera delante de ¨¦l. ?Le traer¨ªa su abogado alguna buena noticia? ?Se habr¨ªa reunido el gabinete y tomado una decisi¨®n? Acaso la mirada del sheriff, m¨¢s cargada que nunca del disgusto que le inspiraba, se deb¨ªa a que le hab¨ªan conmutado la pena. Iba caminando por el largo pasillo de ladrillos rojos ennegrecidos por la suciedad, entre las puertas met¨¢licas de las celdas y unos muros descoloridos en los que cada veinte o veinticinco pasos hab¨ªa una alta ventana enrejada por la que alcanzaba a divisar un pedacito de cielo gris¨¢ceo. ?Por qu¨¦ ten¨ªa tanto fr¨ªo? Era julio, el coraz¨®n del verano, no hab¨ªa raz¨®n para ese hielo que le erizaba la piel.
Al entrar al estrecho locutorio de las visitas, se afligi¨®. Quien lo esperaba all¨ª no era su abogado, ma?tre George Gavan Duffy, sino uno de sus ayudantes, un joven rubio y desencajado, de p¨®mulos salientes, vestido como un petimetre, a quien hab¨ªa visto durante los cuatro d¨ªas del juicio llevando y trayendo papeles a los abogados de la defensa. ?Por qu¨¦ ma?tre Gavan Duffy, en vez de venir en persona, mandaba a uno de sus pasantes? El joven le ech¨® una mirada fr¨ªa. En sus pupilas hab¨ªa enojo y asco. ?Qu¨¦ le ocurr¨ªa a este imb¨¦cil? ?Me mira como si yo fuera una alima?a?, pens¨® Roger.
-?Alguna novedad?
El joven neg¨® con la cabeza. Tom¨® aire antes de hablar:
-Sobre el pedido de indulto, todav¨ªa -murmur¨®, con sequedad, haciendo una mueca que lo desencajaba a¨²n m¨¢s-. Hay que esperar que se re¨²na el Consejo de Ministros.
A Roger le molestaba la presencia del sheriff y del otro guardia en el peque?o locutorio. Aunque permanec¨ªan silenciosos e inm¨®viles, sab¨ªa que estaban pendientes de todo lo que dec¨ªan. Esa idea le oprim¨ªa el pecho y dificultaba su respiraci¨®n.
-Pero, teniendo en cuenta los ¨²ltimos acontecimientos- a?adi¨® el joven rubio, pesta?eando por primera vez y abriendo y cerrando la boca con exageraci¨®n?, todo se ha vuelto ahora m¨¢s dif¨ªcil.
-A Pentonville Prison no llegan las noticias de afuera. ?Qu¨¦ ha ocurrido? ?Y si el Almirantazgo alem¨¢n se hab¨ªa decidido por fin a atacar a Gran Breta?a desde las costas de Irlanda? ?Y si la so?ada invasi¨®n ten¨ªa lugar y los ca?ones del K¨¢iser vengaban en estos mismos momentos a los patriotas irlandeses fusilados por los ingleses en el Alzamiento de Semana Santa? Si la guerra hab¨ªa tomado ese rumbo, sus planes se realizaban, pese a todo.
-Ahora se ha vuelto dif¨ªcil, acaso imposible, tener ¨¦xito -repiti¨® el pasante. Estaba p¨¢lido, conten¨ªa su indignaci¨®n y Roger adivinaba bajo la piel blancuzca de su tez su calavera. Presinti¨® que, a sus espaldas, el sheriff sonre¨ªa.
-?De qu¨¦ habla usted? El se?or Gavan Duffy estaba optimista respecto a la petici¨®n. ?Qu¨¦ ha sucedido para que cambiara de opini¨®n?
-Sus diarios -silabe¨® el joven, con otra mueca de disgusto. Hab¨ªa bajado la voz y a Roger le costaba trabajo escucharlo-. Los descubri¨® Scotland Yard, en su casa de Ebury Street. Hizo una larga pausa, esperando que Roger dijera algo. Pero como ¨¦ste hab¨ªa enmudecido, dio rienda suelta a su indignaci¨®n y torci¨® la boca:
-C¨®mo pudo ser tan insensato, hombre de Dios -hablaba con una lentitud que hac¨ªa m¨¢s patente su rabia?.
C¨®mo pudo usted poner en tinta y papel semejantes cosas, hombre de Dios. Y, si lo hizo, c¨®mo no tom¨® la precauci¨®n elemental de destruir esos diarios antes de ponerse a conspirar contra el Imperio brit¨¢nico. ?Es un insulto que este imberbe me llame "hombre de Dios"?, pens¨® Roger. Era un maleducado, porque a este mozalbete amanerado ¨¦l, cuando menos, le doblaba la edad.
-Fragmentos de esos diarios circulan ahora por todas partes -a?adi¨® el pasante, m¨¢s sereno, aunque siempre disgustado, ahora sin mirarlo-. En el Almirantazgo, el vocero del ministro, el capit¨¢n de nav¨ªo Reginald Hall en persona, ha entregado copias a decenas de periodistas. Est¨¢n por todo Londres. En el Parlamento, en la C¨¢mara de los Lores, en los clubes liberales y conservadores, en las redacciones, en las iglesias. No se habla de otra cosa en la ciudad.
Roger no dec¨ªa nada. No se mov¨ªa. Ten¨ªa, otra vez, esa extra?a sensaci¨®n que se hab¨ªa apoderado de ¨¦l muchas veces en los ¨²ltimos meses, desde aquella ma?ana gris y lluviosa de abril de 1916 en que, aterido de fr¨ªo, fue arrestado entre las ruinas de McKenna's Fort, en el sur de Irlanda: no se trataba de ¨¦l, era otro de quien hablaban, otro a quien le ocurr¨ªan estas cosas.
-Ya s¨¦ que su vida privada no es asunto m¨ªo, ni del se?or Gavan Duffy ni de nadie -a?adi¨® el joven pasante, esforz¨¢ndose por rebajar la c¨®lera que impregnaba su voz-. Se trata de un asunto estrictamente profesional. El se?or Gavan Duffy ha querido ponerlo al corriente de la situaci¨®n. Y prevenirlo. La petici¨®n de clemencia puede verse comprometida.
Esta ma?ana, en algunos peri¨®dicos ya hay protestas, infidencias, rumores sobre el contenido de sus diarios. La opini¨®n p¨²blica favorable a la petici¨®n podr¨ªa verse afectada. Una mera suposici¨®n, desde luego. El se?or Gavan Duffy lo tendr¨¢ informado. ?Desea que le transmita alg¨²n mensaje? El prisionero neg¨®, con un movimiento casi imperceptible de la cabeza. En el acto, gir¨® sobre s¨ª mismo, encarando la puerta del locutorio. El sheriff hizo una indicaci¨®n con su cara mofletuda al guardia. ?ste corri¨® el pesado cerrojo y la puerta se abri¨®. El regreso a la celda le result¨® interminable. Durante el recorrido por el largo pasillo de p¨¦treas paredes de ladrillos rojinegros tuvo la sensaci¨®n de que en cualquier momento tropezar¨ªa y caer¨ªa de bruces sobre esas piedras h¨²medas y no volver¨ªa a levantarse.
Al llegar a la puerta met¨¢lica de la celda, record¨®: el d¨ªa que lo trajeron a Pentonville Prison el sheriff le dijo que todos los reos que ocuparon esta celda, sin una excepci¨®n, hab¨ªan terminado en el pat¨ªbulo.
-?Podr¨¦ tomar un ba?o, hoy?-pregunt¨®, antes de entrar. El obeso carcelero neg¨® con la cabeza, mir¨¢ndolo a los ojos con la misma repugnancia que Roger hab¨ªa advertido en la mirada del pasante.
-No podr¨¢ ba?arse hasta el d¨ªa de la ejecuci¨®n -dijo el sheriff, saboreando cada palabra-. Y, ese d¨ªa, s¨®lo si es su ¨²ltima voluntad. Otros, en vez del ba?o, prefieren una buena comida. Mal negocio para Mr. Ellis, porque entonces, cuando sienten la soga, se cagan. Y dejan el lugar hecho una mugre. Mr. Ellis es el verdugo, por si no lo sabe.
Cuando sinti¨® cerrarse la puerta a sus espaldas, fue a tumbarse boca arriba en el peque?o camastro. Cerr¨® los ojos. Hubiera sido bueno sentir el agua fr¨ªa de ese ca?o enerv¨¢ndole la piel y azul¨¢ndola de fr¨ªo. En Pentonville Prison, los reos, con excepci¨®n de los condenados a muerte, pod¨ªan ba?arse con jab¨®n una vez por semana en ese chorro de agua fr¨ªa. Y las condiciones de las celdas eran pasables. En cambio, record¨® con un escalofr¨ªo la suciedad de la c¨¢rcel de Brixton, donde se hab¨ªa llenado de piojos y pulgas que pululaban en el colch¨®n de su camastro y le hab¨ªan cubierto de picaduras la espalda, las piernas y los brazos. Procuraba pensar en eso, pero una y otra vez volv¨ªan a su memoria la cara disgustada y la voz odiosa del rubio pasante ataviado como un figur¨ªn que le hab¨ªa enviado ma?tre Gavan Duffy en vez de venir ¨¦l en persona a darle las malas noticias.
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