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Reportaje:

Un sue?o en la cabeza

Si decir de alguien que fue alcalde de su ciudad y presidente de su comunidad puede parecer mucho, en el caso de Pasqual Maragall no es nada. Habr¨ªa que a?adir que fue el alcalde de los Juegos Ol¨ªmpicos de 1992 y el presidente del nuevo Estatuto de Autonom¨ªa de Catalu?a. Los Juegos modificaron el rostro de Barcelona, quiz¨¢ tambi¨¦n sus huesos, adem¨¢s de colocarla en la lista de las ciudades m¨¢s hermosas del mundo. La aprobaci¨®n del Estatuto marc¨® un antes y un despu¨¦s en la historia pol¨ªtica catalana. Piensa uno que ambas realizaciones (puras quimeras en el momento de imaginarlas) fueron el producto de un "delirio" al modo en que tambi¨¦n lo son las conquistas art¨ªsticas. Es cierto que para que un delirio se lleve a cabo es preciso a?adirle planificaci¨®n, racionalidad, talento pr¨¢ctico, recursos humanos y econ¨®micos..., pero si no hay delirio (el delirio es el alma) todo lo dem¨¢s es pura exterioridad. La torre Eiffel o el Empire State Building no podr¨ªan haberse levantado sin planos ni sin ra¨ªces cuadradas, pero tampoco sin delirio. Son dos ejemplos extrapolables a cualquier otro ¨¢mbito de la actividad humana. La diferencia entre el pol¨ªtico "delirante" y el pragm¨¢tico es la que va de Maragall a Gallard¨®n. Aunque que el alcalde de Madrid (ejemplo de voracidad pol¨ªtica desnuda, mera ambici¨®n sin sue?o) consiguiera los Juegos de 2016, har¨ªa de ellos los m¨¢s convencionales de la historia.

De Maragall habr¨ªa que decir, pues, que, adem¨¢s de eficaz, fue un gestor ins¨®lito. Quiz¨¢ fue eficaz por ser ins¨®lito. Su singularidad le salv¨® de caer en los desenfrenos propios de la correcci¨®n pol¨ªtica, pero constituy¨® un arma que sus adversarios m¨¢s mediocres utilizaron con vigor, y a veces con resultados pr¨¢cticos inmediatos; a la larga, sin embargo, ninguna de las infamias con las que se intent¨® socavar su prestigio ha quedado en pie. Incluso el t¨¦rmino "maragallada", inventado como sin¨®nimo de algo sin pies ni cabeza, ha adquirido con el tiempo unas connotaciones amables. Nacido en enero de 1941, y tercero de una familia de ocho hermanos, pertenece a una saga entre cuyos miembros podemos encontrar empresarios, pol¨ªticos, deportistas, pintores, escultores y escritores (es nieto del poeta Joan Maragall).

A nadie extra?¨®, por tanto, la repercusi¨®n de la rueda de prensa que ofreci¨® el 20 de octubre de 2007 para informar p¨²blicamente de que padec¨ªa Alzheimer. Acompa?ado por Diana Garrigosa, su mujer, confirm¨® ante los medios el diagn¨®stico y anunci¨® que dedicar¨ªa todas sus fuerzas a combatir esa enfermedad. "Hicimos los Juegos Ol¨ªmpicos, hicimos aprobar y refrendar el Estatuto y ahora iremos a por el Alzheimer", asegur¨®.

"Ahora iremos a por el Alzheimer". Dicho as¨ª parece otro delirio, pero lo cierto es que la fundaci¨®n que lleva su nombre ha puesto en marcha un proyecto enormemente ambicioso que aspira a convertirse en una referencia universal sobre la investigaci¨®n de esta enfermedad neurodegenerativa. El Fondo Alzheimer Internacional de la Fundaci¨®n Pasqual Maragall, que as¨ª se llama, est¨¢ dirigido por el doctor Jordi Cam¨ª y pretender abordar el estudio de la enfermedad con nuevas t¨¦cnicas y desde una mirada multidisciplinar. Dados las energ¨ªas, el talento y la originalidad (el delirio, en suma) que Maragall y su entorno est¨¢n poniendo en el proyecto, no ser¨ªa raro que diera alguna sorpresa antes de lo previsto.

Fue una vez clausurada su etapa al frente de la Generalitat, y al percibir que algo no funcionaba como deb¨ªa, cuando decidi¨® ir al m¨¦dico. La exploraci¨®n no revel¨® nada anormal, por lo que los s¨ªntomas con los que acudi¨® a consulta se atribuyeron a las presiones sufridas durante su mandato. No obstante, y como ¨¦l insistiera en que no se encontraba bien, se le hizo un test de memoria que, sin ser determinante, levant¨® sospechas. Pasado el tiempo, y tras un viaje familiar a Argentina en cuyo transcurso se acentuaron algunos s¨ªntomas, el matrimonio Maragall decidi¨® consultar de nuevo. Lo hicieron en un hospital de Nueva York, por miedo al revuelo que podr¨ªa organizarse en Espa?a de producirse alguna filtraci¨®n. All¨ª, en palabras de Diana, su mujer, "un polaco de dos metros, fr¨ªo como el hielo", confirm¨® el diagn¨®stico temido.

En julio de 2007 el matrimonio volvi¨® a EE UU, esta vez a Boston, en busca de una segunda opini¨®n. Tras la toma de una muestra del l¨ªquido cefalorraqu¨ªdeo, y a la espera de los resultados, la pareja visit¨® a algunos amigos e hizo turismo. Entre tanto, y dado que albergaban pocas esperanzas acerca del diagn¨®stico, en Maragall fue creciendo y tomando forma la idea de colocar a Barcelona en el mapa de la investigaci¨®n mundial sobre el Alzheimer. Por aquellos d¨ªas, seg¨²n cuenta en su libro de memorias (Oda inacabada), apareci¨® en el peri¨®dico USA Today un art¨ªculo acerca de Richard Taylord, un psic¨®logo v¨ªctima del Alzheimer y autor de un libro titulado Alzheimer's: from the inside out, en el que relata su experiencia y se refiere a las virtudes de compartirla con la sociedad. "El art¨ªculo", escribe Maragall, "me impact¨® y me convenci¨® definitivamente del acierto de nuestra intuici¨®n: salir del armario, declarar p¨²blicamente mi nueva condici¨®n de enemigo de una enfermedad por ahora intratable, plantarle cara, buscar ayuda para los que vendr¨¢n".

Nuestro encuentro con el exalcalde de Barcelona y expresidente de la comunidad catalana se produjo a lo largo de los d¨ªas 21 y 22 de julio pasados, es decir, dos a?os despu¨¦s del viaje a Boston. Dos a?os, en el progreso de esta enfermedad, pueden ser mucho o poco, dependiendo de factores de toda clase, incluidos los ambientales. A lo largo de este tiempo, Maragall ha permanecido activo, dividiendo su tiempo entre la familia y sus dos despachos (el de ex presidente de la comunidad y el de la Fundaci¨®n Pasqual Maragall). Ha publicado un interesante libro de memorias y est¨¢ a punto de aparecer Espa?a y el federalismo, que re¨²ne buena parte de sus escritos pol¨ªticos. Tiene una agenda intensa, anotada en unas hojas peque?as (a hoja por d¨ªa de la semana), grapadas entre s¨ª, a modo de un cuaderno, que lleva siempre en el bolsillo y que consulta con frecuencia. A petici¨®n propia, forma parte de un grupo de enfermos de Alzheimer sometidos a una terapia experimental, aunque dado que el m¨¦todo por el que se realiza es el denominado "doble ciego", no sabe si lo que se le administra es el preparado real o un placebo. Soporta esta ignorancia con humor e iron¨ªa, en la convicci¨®n de que si le ha tocado ser sujeto del placebo no tendr¨¢ tiempo de probar el tratamiento verdadero. El de Maragall es un caso de diagn¨®stico precoz y de intervenci¨®n tambi¨¦n temprana, pues su m¨¦dico de cabecera, cuando los s¨ªntomas por los que acudi¨® a consulta se atribuyeron al estr¨¦s, le administr¨®, "por si acaso", un tratamiento que no le har¨ªa da?o si no era Alzheimer, pero que de serlo aminorar¨ªa sus efectos.

Primera jornada: Los juicios previos. Nos encontramos por primera vez en un restaurante de Barcelona donde tras las presentaciones, y despu¨¦s de que nos liberara de darle el tratamiento de presidente, proponiendo que nos tute¨¢ramos, comimos un arroz mientras evoc¨¢bamos su trayectoria pol¨ªtica y vital. Quince a?os intensos de alcalde de Barcelona y tres a?os turbulentos de presidente de la comunidad dan mucho de s¨ª, de modo que el tiempo pas¨® volando. Al llegar a los postres, y como hubiera hecho una demostraci¨®n incre¨ªble de buen juicio y de excelente memoria, me pregunt¨¦ d¨®nde estaba la enfermedad. Yo hab¨ªa acudido a aquel encuentro como quien viaja a un territorio fronterizo denominado Alzheimer. Esperaba encontrar en ¨¦l a un individuo con un pie en el lado de ac¨¢ y otro en el de all¨¢, pues me gustaba la idea de que el recuerdo y el olvido, la memoria y la desmemoria, fueran regiones vecinas, comarcas colindantes, pero claramente diferenciadas. Y pretend¨ªa que ese hombre me contara la relaci¨®n entre esos territorios, que me relatara c¨®mo se desplazaba de uno a otro y qu¨¦ ocurr¨ªa en el momento de atravesar sus l¨ªmites. Yo hab¨ªa acudido a aquel encuentro, en fin, lleno de juicios previos (de prejuicios) a los que, como se ver¨¢, no estaba dispuesto a renunciar as¨ª como as¨ª. Muchacho, no dejes que la realidad te estropee un buen reportaje.

-?D¨®nde est¨¢ el Alzheimer? -le pregunt¨¦ entonces directamente (quiz¨¢ brutalmente), sin ser capaz, creo, de reprimir un tono de decepci¨®n, de queja.

Maragall sonri¨® y continuamos hablando de pol¨ªtica hasta la llegada del caf¨¦. Entonces, confortados nuestros cuerpos por la comida, y ya entrados en confianza, sac¨® del bolsillo un m¨®vil que acababan de conseguirle en el mercado de segunda mano y que era, seg¨²n dijo, id¨¦ntico al que hab¨ªa venido usando hasta que se le estropeara. Estaba feliz con ¨¦l porque se ajustaba perfectamente a sus necesidades y a sus aptitudes. Me pidi¨® que sonriera, sonre¨ª, y me sac¨® con el m¨®vil una foto que en ese mismo instante envi¨® por SMS al m¨ªo, donde son¨® enseguida la alarma. Abr¨ª el mensaje, vimos el resultado y no nos gust¨®, por lo que repetimos la operaci¨®n. Ah¨ª estaba yo, en fin, viajando de un m¨®vil a otro, quiz¨¢ tambi¨¦n de un lado a otro del Alzheimer. Se trataba de un juego inocente con el que pasamos un buen rato, pero me pareci¨® advertir en ¨¦l (?por fin!) un aspecto sutilmente inquietante, tambi¨¦n un punto de desinhibici¨®n atribuible, seg¨²n el gusto del consumidor, al car¨¢cter de Maragall o a su enfermedad (cada uno encuentra lo que busca). Tras esa breve excursi¨®n a lo que decid¨ª que era el otro lado de la frontera, regresamos a ¨¦ste, donde insist¨ª en que me hablara de su relaci¨®n con la enfermedad:

-Una cosa que yo he descubierto -dijo con paciencia- es que la actividad es buena. Crear nuevos proyectos, moverse. Cuando t¨² est¨¢s diagnosticado de algo, ?qu¨¦ hace la gente? Etiquetarlo, clasificarlo. ?ste es un demente, ¨¦ste es un tipo sin memoria, etc¨¦tera. Pero todos estamos un poco locos, un poco sin memoria. Esa man¨ªa clasificatoria hace que se pierda una de las cosas claves del pensamiento: la interacci¨®n. Los problemas no est¨¢n aislados, se relacionan. ?Son todos los enfermos de Alzheimer iguales? No, cada persona es cada persona. Los que tratan las enfermedades tienen que catalogarlas, homologarlas, hacer paquetes. Pero no hay dos enfermos iguales. Los especialistas, y el Alzheimer tiene muchos, ponen fronteras en su estudio. La especializaci¨®n es un sistema de progreso con muchas limitaciones, porque las cosas ocurren a la vez. Yo intento que la especializaci¨®n no mate el problema. A m¨ª me gustar¨ªa que al lado de los f¨ªsicos hubiera qu¨ªmicos, porque yo tengo, por ejemplo, sensaciones f¨ªsicas de inmaterialidad, pero si le pregunto a mi m¨¦dico no sabe nada de eso, ni le interesa. Con la especializaci¨®n se avanza, pero se produce una p¨¦rdida.

Otra de las cuestiones que le llamaban la atenci¨®n, y que no lograba explicarse, eran los ataques de "d¨¦j¨¤ vu". Precisamente, yo hab¨ªa copiado en mi cuaderno un p¨¢rrafo de sus memorias relacionado con este asunto (y con el de las sensaciones de inmaterialidad). Lo busqu¨¦ y lo le¨ª en voz alta. Dec¨ªa as¨ª: "Estos d¨ªas, a veces, recuerdo la depresi¨®n que me caus¨® regresar de Estados Unidos, un verano en Empuries, atravesando en diagonal el campo de alfalfa entre Ca L'Eugasser y Can Rubert, con una extra?a sensaci¨®n de estar y no estar, andando maquinalmente".

Maragall reconoci¨® el p¨¢rrafo y evoc¨® la situaci¨®n que lo hab¨ªa provocado, pues se trataba, dijo, del primer "d¨¦j¨¤ vu" (acompa?ado tambi¨¦n de cierta sensaci¨®n de inmaterialidad) del que ten¨ªa memoria. Hablamos, asimismo, de las paradojas de la memoria que se?ala con detalle en su libro: el hecho, por ejemplo, de que un camino conocido le sorprendiera a veces como nuevo. En ocasiones, y debido a la enorme fuerza de la memoria remota, ten¨ªa, al regresar a lugares antiguos, la sensaci¨®n de regresar a la infancia. Experiencias extra?as, en fin, desconcertantes y con frecuencia inc¨®modas, que ¨¦l observaba con curiosidad. Quiz¨¢, pens¨¦, gracias a esa curiosidad fuera capaz de obtener tambi¨¦n alg¨²n placer de ellas.

Para el manejo de la memoria reciente hab¨ªa ido adquiriendo un repertorio de trucos que denominaba "anti-Alzheimer". As¨ª, por ejemplo, para no olvidar la chaqueta, la dejaba colgada en una silla que situaba en medio del pasillo, de modo que no ten¨ªa m¨¢s remedio que tropezar con ella al salir. Y consultaba cada poco el cuadernillo que conten¨ªa su agenda semanal. Para recordar los nombres de las personas, repasaba todo el abecedario, si era necesario dando m¨¢s de una vuelta; en la segunda recitaba mentalmente, ab, ac, ad... En un momento dado, hablando de un c¨®mico recientemente fallecido cuyo nombre no nos ven¨ªa a ninguno de los presentes, Maragall apunt¨® de s¨²bito: Rubianes.

-He repasado todo el abecedario -explic¨®- y no me ha venido, pero lo he rozado, de modo que al llegar a la zeta me he dado cuatro segundos de espera y, de repente, ha saltado.

Le preocupaba la idea -muy extendida- de que la p¨¦rdida de memoria fuera acompa?ada de una p¨¦rdida de sensibilidad. "El Alzheimer", me dir¨ªa m¨¢s de una vez, "borra la memoria, no los sentimientos". De ah¨ª su inter¨¦s por programas que cuidaran los aspectos emocionales del paciente.

-Ahora -me dijo hablando de la importancia de los peque?os gestos cotidianos- yo tengo una pelea, porque hay estudios seg¨²n los cuales con Alzheimer no puedes conducir, y mi hijo, con ese argumento, me ha robado el Ford Escort.

Se refer¨ªa a un viejo autom¨®vil que le ha acompa?ado a lo largo de media vida y al que profesa un apego casi c¨®mico. Al hablarme de ¨¦l en los t¨¦rminos en los que lo hizo, tuve por un momento la sensaci¨®n de que en esos instantes se dirig¨ªa a m¨ª desde el otro lado de la frontera, sobre todo porque propuso que yo telefoneara a su hijo a fin de averiguar con cualquier excusa d¨®nde se encontraba el Ford Escort, para ir a buscarlo. Me re¨ª por la propuesta, y ¨¦l conmigo, pues incluso cuando se manifestaba el Alzheimer (si se trataba del Alzheimer) lo hac¨ªa en un registro maragalliano, pleno de iron¨ªa, de humor.

En cualquier caso, me pareci¨® que el asunto del coche ten¨ªa un significado especial, en la medida en que conducir simbolizaba la capacidad de conducirse. Un coche propio proporciona autonom¨ªa personal; no hab¨ªa nada raro, pues, en que alguien cuyo horizonte era la dependencia acumulara, mientras le fuera posible, las herramientas de independencia que a¨²n era capaz de controlar. Y aunque afirmaba de s¨ª mismo que era un enfermo at¨ªpico porque ten¨ªa un entorno muy s¨®lido, ya que todo el mundo lo conoc¨ªa e iba con escolta a todas partes, admit¨ªa tambi¨¦n que en esas ventajas hab¨ªa algo de prisi¨®n. De ah¨ª, pensaba uno, su empe?o en conducir, en recuperar su m¨ªtico Ford Escort y tambi¨¦n en escapar de la vigilancia de los escoltas, pues se pasaba el d¨ªa haciendo planes de fuga que indefectiblemente fracasaban. Me relataba estos planes con iron¨ªa, como si se trataran de un ejercicio ret¨®rico m¨¢s que de un prop¨®sito real, pero no dejaba de hacerlos.

Hubo otro aspecto que tambi¨¦n me llam¨® la atenci¨®n en esta primera jornada. Me refiero a ciertas "ausencias" que se daban cuando alguna reuni¨®n o alguna situaci¨®n se prolongaban demasiado. Entonces ten¨ªa uno la impresi¨®n de que hab¨ªa en el interior de la cabeza de Maragall una puerta que comunicaba la parte de delante con la de detr¨¢s (la tienda -podr¨ªamos decir- con la trastienda), de modo que, a ratos, sin dejar de estar contigo, notabas que hab¨ªa cruzado esa puerta, refugi¨¢ndose en la parte de atr¨¢s. Cuando se encontraba en ese lado aparec¨ªa en su rostro una especie de vac¨ªo, un punto de tristeza. No logr¨¦ averiguar lo que pasaba en la trastienda, pero s¨ª que el cambio de actividad le hac¨ªa regresar de all¨ª con br¨ªos renovados, dispuesto a cualquier cosa.

Segunda jornada: "Este hombre es muy nervioso". La jornada empez¨® a las nueve de la ma?ana en el servicio de rehabilitaci¨®n del hospital de La Esperanza, adonde Maragall acude tres veces por semana a que le den un masaje que forma parte de su tratamiento anti-Alzheimer. Hab¨ªamos quedado all¨ª porque quer¨ªa presentarnos a la masajista, Loli D¨ªaz, de modo que los acompa?¨¦ durante un rato en la estrecha cabina de masaje, donde apenas cab¨ªamos los tres. Sin dejar de amasar el cuerpo del paciente, tumbado sobre una camilla, Loli me explic¨® que Maragall hab¨ªa llegado al servicio de rehabilitaci¨®n fatigado y tenso. Le hac¨ªa, entre otros, unos estiramientos cervicales beneficiosos para la actividad mental. Maragall, por su parte, y pese a las dificultades que ten¨ªa para hablar debido a su postura (boca abajo, con el rostro introducido en un orificio de la camilla desde el que s¨®lo ve¨ªa el suelo), logr¨® resumirme la historia del barrio en el que nos encontr¨¢bamos y me habl¨® de una casa de okupas cercana en cuya fachada hab¨ªa pintadas de contenido anarquista que le hac¨ªan gracia.

Al abandonar el hospital decidi¨® que ir¨ªamos andando hasta su casa, donde hab¨ªamos quedado con Diana para desayunar. El calor a¨²n no era excesivo, y Maragall, estimulado por el reciente masaje, se encontraba plet¨®rico (a¨²n no nos hab¨ªamos dado cuenta de que ¨¦se era su estado natural), de modo que comenzamos a caminar en la creencia ingenua, por nuestra parte, de que har¨ªamos el recorrido de un modo lineal y en un tiempo razonable. Pero andar con Maragall por las calles de Barcelona es una aventura, no ya porque todo el mundo se acerca a hablar con ¨¦l como si se tratara de un amigo, sino porque ¨¦l mismo puede detenerse frente a una anciana y reconvenirla cari?osamente por ir tan cargada, ofreci¨¦ndose a echarle una mano con las bolsas de la compra. Daba la impresi¨®n de que se sent¨ªa responsable de cuanto ocurr¨ªa cerca de ¨¦l. Seg¨²n ¨ªbamos calle abajo, por ejemplo, apareci¨® una furgoneta montada sobre la acera que estorbaba el paso a los peatones. Al llegar a su altura, Maragall introdujo la cabeza por una de las ventanillas y, dirigi¨¦ndose al conductor, que permanec¨ªa al volante, exclam¨® cargado de raz¨®n: "?Hombre!". El hombre mir¨® a Maragall como si fuera un aparecido y solt¨® un "Hostias" contrito al tiempo que pon¨ªa la furgoneta en marcha.

Un poco m¨¢s abajo se detuvo junto a nosotros un autom¨®vil conducido por una se?ora que baj¨® la ventanilla y grit¨®:

-?Presidente!, ?c¨®mo se encuentra?

-Muy bien -dijo Maragall-, vengo del hospital, de darme un masaje.

-Pues yo acabo de dejar all¨ª a mi marido -dijo la se?ora.

-?Podemos subir? -pregunt¨® Maragall.

-C¨®mo no -dijo la se?ora.

De modo que subimos al coche. Maragall ocup¨® el asiento del copiloto, y Jordi Soc¨ªas (el fot¨®grafo), uno de los escoltas y un servidor de ustedes, el de atr¨¢s. Le dijimos hacia d¨®nde nos dirig¨ªamos y la se?ora dijo hasta d¨®nde nos pod¨ªa acercar. Como nos pareciera bien a todos, se puso en marcha, y durante el trayecto averiguamos que se llamaba Lolet y que era de Matar¨®. Dos o tres d¨ªas a la semana tra¨ªa a su marido al hospital para un tratamiento ambulatorio. Era simpatiqu¨ªsima y muy habladora. Maragall se interes¨® por su vida poniendo en la escucha una tensi¨®n singular, como si sus problemas le afectaran de un modo inexplicable. Al llegar a nuestro destino nos bajamos todos del coche y nos hicimos fotos mutuamente felicit¨¢ndonos por aquel encuentro que presagiaba una ma?ana feliz. Pero no hab¨ªamos dado m¨¢s de siete pasos cuando en un sem¨¢foro se nos acerc¨® una muchacha filipina que quer¨ªa que Maragall le firmara un aut¨®grafo para sus padres. Era muy simp¨¢tica tambi¨¦n, de modo que nos sentamos en las sillas de la terraza de un bar y nos cont¨® su vida. Se llamaba Evangelina.

Como ya he se?alado que yo iba detr¨¢s del Alzheimer como un cazador tras su presa, inmediatamente atribu¨ª esta sociabilidad extrema a la enfermedad. Qu¨¦ peligro, pens¨¦ m¨¢s tarde, tiene la mirada del observador, incluso la del observador informado. Todos vemos lo que esperamos ver, de modo que si uno busca en otro el Alzheimer, encontrar¨¢ el Alzheimer (pero s¨®lo el Alzheimer). He ah¨ª los riesgos de etiquetar a los que se hab¨ªa referido Maragall el d¨ªa anterior. Si te dicen que este se?or est¨¢ loco, s¨®lo ver¨¢s en ¨¦l su locura; si que tiene c¨¢ncer, s¨®lo su tumor; si que est¨¢ ciego, s¨®lo su ceguera... La sociabilidad de Maragall constitu¨ªa un rasgo de car¨¢cter que la enfermedad, por fortuna, no hab¨ªa aminorado. Record¨¦ que el d¨ªa anterior, un taxista al que hab¨ªamos solicitado su opini¨®n sobre el ex presidente nos dijo que en Barcelona se le sent¨ªa muy cercano.

-Tengo un primo -a?adi¨®- que es mosso d'esquadra y que perteneci¨® a la escolta de Maragall cuando era presidente. Siempre dice que aqu¨¦lla fue la ¨¦poca m¨¢s feliz de su vida porque cada d¨ªa era distinto. Nunca sab¨ªan lo que iban a hacer, ya que Maragall no respetaba las agendas.

Siendo alcalde de Barcelona, Maragall inici¨® una pr¨¢ctica inusual para conocer de cerca los problemas de determinados barrios: de vez en cuando hac¨ªa las maletas y se iba a vivir unos d¨ªas, junto a Diana, a la casa de uno de los vecinos de la zona. Se lo recuerdo mientras troto a su lado (lleva una velocidad endiablada), pues intento entender frente a qu¨¦ clase de talento estoy, y me responde que si eres nieto de un poeta catal¨¢n y de un zapatero valenciano, ese tipo de iniciativas carecen de m¨¦rito. Cuando le voy a dar la r¨¦plica, porque el asunto me interesa en la medida en que guarda alguna relaci¨®n con los procesos creativos, se acerca alguien de nuevo para preguntarle c¨®mo est¨¢. Y es que la enfermedad de Maragall se viv¨ªa en la calle como un asunto comunitario. Muchas de las personas con las que habl¨¢bamos ten¨ªan tambi¨¦n un familiar que padec¨ªa Alzheimer y nos contaban su caso, estableciendo comparaciones entre el proceso de su padre o su abuelo con el de Maragall, que escuchaba a todos sin paternalismos de usar y tirar, incluso, sin paternalismos a secas. Sus expresiones eran siempre de solidaridad, de apoyo, tambi¨¦n de optimismo.

-Es incre¨ªble -dije- el cari?o que te tiene la gente.

-T¨² -respondi¨® con un escepticismo en el que no hab¨ªa amargura- me coges en un momento de mi vida en el que soy un ex. Ser ex es cojonudo. Si est¨¢s en ejercicio, la gente te odia, te ama o te teme. Si eres ex, eres adorable porque no tienes poder. Adem¨¢s, en mi caso, yo recuerdo a muchas personas su juventud, sus mejores momentos, que coincidieron con la ¨¦poca de los Juegos Ol¨ªmpicos.

Milagrosamente, logramos llegar a su casa, un piso acogedor y modesto en el que s¨®lo viv¨ªa la pareja, ya que los tres hijos est¨¢n independizados. A Diana no le extra?¨® que hubi¨¦ramos tardado tanto, pues estaba acostumbrada a estos plantones (hace a?os prepar¨® para el cumplea?os de su marido una fiesta a la que el ¨²nico que no acudi¨® fue ¨¦l, porque se puso a ordenar papeles en el despacho y se le fue el santo al cielo).

Jordi Soc¨ªas y yo tomamos posesi¨®n de la vivienda al modo de esos parientes un poco pesados que viven cerca y que pasan de vez en cuando a matar el tiempo, pues enseguida vimos que Pasqual Maragall y Diana Garrigosa practicaban una hospitalidad en la que la frase "est¨¢s en tu casa" ten¨ªa un significado literal. A nuestros anfitriones les importaban un pito las apariencias o el qu¨¦ dir¨¢n (en este caso, el qu¨¦ escribir¨¢n o qu¨¦ fotografiar¨¢n), pues nos dejaron libertad para movernos por la casa (por toda la casa) a nuestro antojo. Diana se ocup¨® del caf¨¦ y las tostadas, y luego desapareci¨® porque ten¨ªa que trabajar.

-Esta casa -dijo Maragall cuando nos instalamos en la terraza- es la mejor de Espa?a, y eso se debe a que tiene una se?ora que se llama Diana a la que se le ocurren ideas como ¨¦sta.

La idea como "¨¦sta" era un gran recipiente de cristal lleno de avellanas, almendras y nueces junto al que encontramos una tabla y una maza de madera para partirlas, a lo que se puso con entusiasmo. Al poco se levant¨®, fue al interior y volvi¨® con un aparato de radio encendido.

-Adoro esta radio -dijo mostr¨¢ndonosla- porque la compr¨¦ en mi ¨¦poca de Am¨¦rica y me ha acompa?ado media vida. Es una Sony, y esto que est¨¢is oyendo es Radio Gladys Palmera, que va cambiando de frecuencia porque es ilegal. Me encanta porque ponen m¨²sica cubana. Las letras de la m¨²sica cubana son mejores que B¨¦cquer.

Como un servidor de ustedes es un poco idiota, en vez de disfrutar del bolero que sonaba en esos instantes y de la situaci¨®n, que era in¨¦dita, se dedicaba a hostigar a su anfitri¨®n con preguntas supuestamente interesantes para su reportajito de mierda sobre el Alzheimer. Uno hab¨ªa ido a Barcelona a por el Alzheimer de Maragall y no estaba dispuesto a que se le escapara (de nuevo la maldita etiqueta). Pero por Dios, si el reportaje estaba ante mis ojos. Tantos a?os de oficio y a¨²n no hab¨ªa aprendido que escribir consiste en ser capaz de ver lo que tienes delante de las narices (v¨¦ase La carta robada, de Poe). Maragall llevaba con paciencia al reportero de mierda que les habla, hasta que en un momento dado se volvi¨® a Soc¨ªas y dijo se?al¨¢ndome:

-Este hombre es muy nervioso, no se da cuenta de que para que se d¨¦ la circunstancia del conocimiento tiene que haber tranquilidad.

Yo me sonroj¨¦, como pillado en falta. Entonces Maragall me mir¨® con afecto, sonri¨® y dijo:

-?Estos madrile?os!

En cualquier caso, la alusi¨®n a mis nervios tuvo la virtud de poner un poco de orden en mi cabeza. Una vez que comprend¨ª que para que se diera la "circunstancia del conocimiento" ten¨ªa que haber, en efecto, tranquilidad, baj¨¦ la guardia, comenc¨¦ a disfrutar de la m¨²sica cubana y me di cuenta de la importancia que ten¨ªan los objetos familiares para este hombre aquejado del Alzheimer. Primero fue el m¨®vil (tuvieron, si se acuerdan, que buscarle uno id¨¦ntico al anterior en el mercado de segunda mano). Despu¨¦s fue el Ford Escort que le hab¨ªa acompa?ado a lo largo de media vida y que le hab¨ªa "robado" su hijo. Ahora era la Sony que compr¨® en su ¨¦poca americana. Por si fuera poco, Maragall estaba sentado en una mecedora -otro objeto familiar, quiz¨¢ otro fetiche- que se hab¨ªa tra¨ªdo de un viaje a Costa Rica y sobre la que se balanceaba con placer asegurando que quitaba el Alzheimer. No era todo: la casa en la que nos encontr¨¢bamos era la misma en la que hab¨ªa nacido 68 a?os antes. Desde la azotea, adonde nos condujo mientras nos contaba la historia del edificio, pudimos ver, tres o cuatro pisos m¨¢s abajo, el patio en el que Maragall jugaba al f¨²tbol de peque?o con sus primos y hermanos, as¨ª como las puertas que desde ese patio daban acceso a la casa museo del poeta Joan Maragall, su abuelo. Su biograf¨ªa personal y su historia familiar estaban concentradas en aquel bloque, donde tambi¨¦n viv¨ªan su hermana peque?a y sus hermanos Jordi y Ernest, este ¨²ltimo, actual consejero de Educaci¨®n del Gobierno de la Generalitat, de quien se dice con frecuencia que es el aut¨¦ntico Pasqual Maragall. No hab¨ªa m¨¢s que subir o bajar tres o cuatro pisos, en fin, para ascender o descender por el tronco de su ¨¢rbol geneal¨®gico.

-Al otro lado de ese muro -dijo se?alando una tapia que hab¨ªa a la izquierda- hab¨ªa un colchonero que nos amenazaba con la vara de sacudir la lana cuando col¨¢bamos el bal¨®n en su patio.

Entonces cobr¨® sentido otra de las frases que hab¨ªa pronunciado el d¨ªa anterior, al contarnos la historia de una amiga enferma de Alzheimer a la que hab¨ªa visitado aquella misma ma?ana en una residencia: "Si a una persona con problemas de memoria y de identidad la sacas de su entorno y la metes en un almac¨¦n de enfermos, la est¨¢s acabando de matar".

Cuando regresamos al piso, Maragall volvi¨® a ocupar la mecedora anti-Alzheimer y dijo que esa noche hab¨ªa tenido un sue?o divertido del que no se acordaba.

-Cuando me despierto -a?adi¨®- intento capturar los sue?os, pero no consigo retenerlos. Tendr¨ªa que anotarlos.

Por un momento nos quedamos callados, a la espera de que el sue?o divertido aflorara a la superficie y nos lo pudiera relatar. Pero no aflor¨®, as¨ª que, tras unos segundos de tensi¨®n on¨ªrica, Maragall se dirigi¨® a Soc¨ªas y le pregunt¨® si quer¨ªa una Coca-Cola o media.

-Pues media -dijo Socias.

-Si dice "pues"-a?adi¨® Maragall volvi¨¦ndose hacia m¨ª-, es que la quiere entera. ?Estos catalanes!

Antes de que el fot¨®grafo terminara su Coca, Maragall consult¨® la agenda y dijo que hab¨ªa que salir pitando, pues ten¨ªa algo que hacer en su despacho. Pero decidi¨® de nuevo que fu¨¦ramos andando (aunque no se encontraba cerca) porque segu¨ªa plet¨®rico.

-La calle es un festival -exclam¨® con entusiasmo al pisar la acera.

Si las dependencias de su casa le serv¨ªan para ir de un sitio a otro de su historia familiar, las calles de Barcelona le serv¨ªan para moverse por el interior de s¨ª mismo, como si hubiera entre su cuerpo y el cuerpo de la ciudad una extra?a identificaci¨®n. Conoc¨ªa cada esquina, cada fachada, casi cada registro de la luz o del agua, cada boca de riego, cada edificio, cada portal, cada esquina... Nos explicaba la ciudad y la relaci¨®n entre sus partes como el que explica el funcionamiento de un artefacto complej¨ªsimo a cuya construcci¨®n ha contribuido.

-F¨ªjate -dijo se?al¨¢ndome el cartel de la calle de Lincoln-, s¨®lo tienes que ver los nombres de las calles para darte cuenta de lo grande que es esta ciudad.

A la velocidad del rayo atraves¨¢bamos plazas, cruz¨¢bamos avenidas, fotografi¨¢bamos graffitis, traspas¨¢bamos mercados y tom¨¢bamos notas de aquel viaje al coraz¨®n de Barcelona, quiz¨¢ al coraz¨®n de Maragall. De repente, en una esquina, se detuvo, mir¨® a su alrededor y sentenci¨® de forma misteriosa:

-Esta ciudad tiene algo de japon¨¦s, de chino, f¨ªjate en la aglomeraci¨®n de comercios, en la densidad...

De vez en cuando se volv¨ªa indic¨¢ndome que no dejara de controlar los coches aparcados, por si apareciera su viejo Ford Escort. ?Lo dec¨ªa desde el lado de ac¨¢ o desde el lado de all¨¢? Imposible saberlo porque acompa?aba la frase con una mirada maliciosa, con una sonrisa ladina, como si le divirtiera confundir a este idiota cuyos nervios estuvieron a punto de impedir que se diera "la circunstancia del conocimiento". Por fortuna, a estas alturas, tampoco nos importaba saber desde qu¨¦ lado hablaba (si hab¨ªa dos lados), pues ya no nos interesaba el Alzheimer de Maragall, sino Maragall, un personaje cuya compa?¨ªa creaba adicci¨®n, cuya seguridad desbordaba, cuya vitalidad provocaba envidia.

Durante el resto del d¨ªa, Soc¨ªas y yo le acompa?ar¨ªamos, m¨¢s que como reporteros, como c¨®mplices, pues tambi¨¦n pose¨ªa la habilidad de ganarte para su causa, para sus causas, tuvieran el tama?o que tuvieran. Quiz¨¢ porque fuimos capaces de adaptarnos a su ritmo vital (fren¨¦tico) no huy¨® a la trastienda de su cabeza ni una sola vez a lo largo del d¨ªa. S¨®lo volvimos a verle ese gesto de tristeza, quiz¨¢ de desconcierto, por la noche, en su casa de Rupi¨¢, adonde nos hab¨ªa invitado para que conoci¨¦ramos al resto de su familia. Sucedi¨® que un nieto le ley¨® delante de nosotros un cuento que acababa de escribir. A Maragall le gust¨® y felicit¨® al ni?o. Pero a los cinco minutos, como el cuento continuara encima de la mesa, pidi¨® a su nieto que se lo leyera.

-Pero si te lo acabo de leer -dijo el peque?o.

Entonces Maragall se retir¨® desconcertado a la trastienda y cambi¨® de conversaci¨®n. Record¨¦ que esa misma tarde yo le hab¨ªa preguntado qu¨¦ se sent¨ªa al pertenecer a una saga familiar tan particular como la suya.

-Al final, te olvidas -dijo.

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