?Por qu¨¦ obedece la gente?
El legislador no debe ignorar la funci¨®n pol¨ªtico-constitucional de las costumbres
!["No hay comunidad humana sin que el poder se confíe a una minoría de personas, mientras que la mayoría obedece"](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/AK2TUDEN7IENFYHCDW5TAA33J4.jpg?auth=125bdd823fbd5429c6b76ba92334af326d34d610c0821919404c8a94f1c5601c&width=414)
Si bien se piensa, nada hay m¨¢s extra?o que, creada una relaci¨®n entre dos personas, las dos nacidas de madre y sin atributos sustantivos que las diferencien, una de ellas acepte obedecer a la otra. No hay comunidad humana sin que el poder se conf¨ªe a una minor¨ªa de personas, que son las que mandan, mientras que la mayor¨ªa obedece. Pero, ?por qu¨¦ obedece? En la entrega anterior (cfr. ¡®La costumbre de vivir¡¯, Babelia 11.02.2012), arg¨¹¨ª que el hombre invent¨® las costumbres como remedio a su finitud. Este hecho ontol¨®gico ¡ªcabe a?adir ahora¡ª tiene consecuencias pol¨ªticas. Porque todo sistema pol¨ªtico descansa en la probabilidad de encontrar obediencia entre sus miembros, y ning¨²n comportamiento es m¨¢s probable que el sancionado por una costumbre repetida en el tiempo. ?Que por qu¨¦ obedece la gente? La mayor¨ªa s¨®lo por costumbre. Ahora bien, la modernidad ha pretendido construir su proyecto pol¨ªtico ignorando la funci¨®n pol¨ªtico-constitucional de las costumbres.
En realidad, la mayor¨ªa de la gente cumple la ley todos los d¨ªas de forma voluntaria y pac¨ªfica
Durante milenios, antes de la generalizaci¨®n de la escritura, los hombres se rigieron por un cuerpo de costumbres ¡ªcake of costum lo llam¨® Bagehot¡ª que aseguraban pautas sociales regulares y previsibles a las que se les reconoc¨ªa validez y obligatoriedad plenas. El conjunto de estas normas no escritas conforma el car¨¢cter idiosincr¨¢sico de un pueblo, su ¡°esp¨ªritu¡± en t¨¦rminos de Montesquieu, en el que cristaliza la sabidur¨ªa acumulada durante tiempo inmemorial. Si en la Antig¨¹edad los ancianos disfrutaban de especial preeminencia se debe al privilegio de haber conocido a los mayores que observaron y transmitieron las venerables costumbres: mos maiorum. ¡°Con raz¨®n se dice, creo que en el poema de P¨ªndaro, que la costumbre es se?ora de todo¡±, exclama Herodoto en el Libro III de su Historia tras dar circunstanciada noticia de las tradiciones de las culturas vecinas.
En cambio, el famoso Code aprobado por Napole¨®n en 1804 declar¨® que la ley era la ¨²nica fuente de derecho y expuls¨® a las costumbres de la rep¨²blica como Plat¨®n hab¨ªa hecho con los poetas (las costumbres son imitaciones colectivas y el poeta un imitador de la verdad). El paso del agro a las ciudades, donde se concentr¨® una numerosa poblaci¨®n antes dispersa, exig¨ªa m¨¢s complejos procedimientos de control de masas, y a los funcionarios encargados de esta tarea esos movimientos consuetudinarios ¡ªdemasiado libres, espont¨¢neos, populares¡ª les parec¨ªan poco seguros. Se alumbr¨® el ideal de una modernidad sin mores, s¨®lo leyes, decretos, reglamentos, ordenanzas, que, al beneficiarse de la fijeza, la abstracci¨®n y el detalle que permite el texto escrito, favorecen el ejercicio de la dominaci¨®n social con perfecci¨®n consumada. Hoy el estamento burocr¨¢tico se ha hecho con el aparato del poder pol¨ªtico y hablar del monopolio de la violencia leg¨ªtima por parte del Estado equivale en la pr¨¢ctica a la gesti¨®n de ese monopolio por los cuadros administrativos. Ellos producen todo ese conglomerado de normas escritas que coagulan nuestras vidas, previa identificaci¨®n interesada de la legalidad con la legitimidad democr¨¢tica. ?Por qu¨¦ la gente obedece la ley? Seg¨²n la tesis del estatalismo legalista, hay dos razones. Primera: porque, en el esquema democr¨¢tico, los ciudadanos se han dado a ellos mismos las leyes y, seg¨²n el adagio, volenti non fit iniuria, quienes consienten no pueden hacerse da?os a ellos mismos, aunque la ciudadan¨ªa pocas veces logra identificar como cosa propia lo que los funcionarios preparan en sus oficinas y aprueban los parlamentos. Segunda raz¨®n para obedecer: porque, quien incumple la ley recibe un duro castigo. Nuestro Estado de derecho, seg¨²n esta tesis formalista, ser¨ªa algo as¨ª como sargento mat¨®n que sacude al que se desmanda.
No es cierto. En realidad, la mayor¨ªa de la gente cumple la ley todos los d¨ªas de forma voluntaria y pac¨ªfica, y no porque conozca el texto legal y haya estudiado su r¨¦gimen sancionador ¡ªestamos demasiado ocupados para hacerlo¡ª, sino por mera costumbre, ese veh¨ªculo liviano que nos transporta sin sentir como el delf¨ªn a Teseo o como la ola al surfista. El edificio del Estado moderno pende enteramente de una gran rutina de observancia de las leyes, y por eso estaba muy puesto en raz¨®n Renan cuando defini¨® la naci¨®n como un ¡°plebiscito cotidiano¡±, ese que diariamente espera la confirmaci¨®n del orden constituido mediante su acatamiento normal y libre, no coaccionado, por la difusa voluntad soberana. ¡°Las leyes¡±, escribe Tocqueville, ¡°son siempre vacilantes en tanto no se apoyan en las costumbres; ¨¦stas forman el ¨²nico poder resistente y duradero del pueblo¡±. Una ley contra mores tender¨¢ a caer en desuso y entonces no habr¨¢ c¨¢rceles lo bastante grandes en todo el pa¨ªs para recluir a la muchedumbre de infractores; y una constituci¨®n contra mores es simplemente un Estado fallido que se precipita a la anarqu¨ªa. El Estado funciona condicionalmente mientras el pueblo mantiene en suspenso su prerrogativa, nunca transferida del todo, de hacer la revoluci¨®n y recuperar su poder constituyente.
Cuando Joaqu¨ªn Costa llam¨® a la ley ¡°propuesta de costumbre¡± estaba sugiriendo que el legislador prudente es aquel que, consciente de su importante funci¨®n pedag¨®gica, s¨®lo promueve leyes capaces de suscitar en la ciudadan¨ªa un h¨¢bito de corroboraci¨®n. ?Qu¨¦ grande es, pues, la responsabilidad del legislador a fuer de demiurgo de buenas costumbres sociales! Y ?qu¨¦ es una buena costumbre? Hoy la expresi¨®n tiene connotaciones moralizantes poco gratas y a muchos quiz¨¢ les evoque actuaciones tan pintureras como acudir a la plaza del ayuntamiento a escuchar el preg¨®n del alcalde, oficiar de costalero en una procesi¨®n de Semana Santa, recibir en el aeropuerto a la victoriosa selecci¨®n espa?ola de f¨²tbol o asistir al desfile el d¨ªa de la hispanidad y saludar a la cabra de la legi¨®n. Seguro que no es necesario todo esto. Un ejemplo de buena costumbre es aquella que nos induce a decir non serviam, a no servir a nadie para no ser s¨²bdito de nadie, pero al mismo tiempo, parad¨®jicamente, nos invita a servir y ser ¨²til a la comunidad. C¨®mo ¡°ser-libres-juntos¡±, he aqu¨ª la cuesti¨®n.
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