Un d¨ªa perfecto
Para fijar ¡ªo releer¡ª uno de esos d¨ªas inolvidables y reconstruir un sentimiento ligado a la puesta de sol, el autor escribe un diario de viaje por China en los a?os setenta que al mismo tiempo son las observaciones de un hombre joven y solo
Domingo
Aqu¨ª, en la costa oriental, el sol se pone en la bah¨ªa. Alguien record¨® que el atardecer no exist¨ªa como tema po¨¦tico para los griegos. Todo el m¨¦rito era para el amanecer y sus m¨²ltiples met¨¢foras: la aurora, el alba, el despertar. Reci¨¦n en Roma, con la declinaci¨®n del imperio, Virgilio y sus amigos empezaron a celebrar el ocaso, el crep¨²sculo, el fin del d¨ªa.
?Habr¨ªa entonces escritores del amanecer y escritores del crep¨²sculo? Esas son las listas que me gusta hacer. Pero en cambio ahora que ha ca¨ªdo la noche y me alumbra una vieja l¨¢mpara uruguaya me gustar¨ªa reconstruir un sentimiento ligado a la puesta de sol. ?C¨®mo podr¨ªamos definir un d¨ªa perfecto? Tal vez ser¨ªa mejor decir, ?c¨®mo podr¨ªa yo narrar un d¨ªa perfecto?
?Para eso escribo un diario? Para fijar ¡ªo releer¡ª uno de esos d¨ªas inolvidables. Por ejemplo.
?Habr¨ªa entonces escritores del amanecer y escritores del crep¨²sculo? Esas son las listas que me gusta hacer
Viernes 6 de julio, 1973
Primeras im¨¢genes de China mientras el avi¨®n aterriza: un samp¨¢n de junco de vela cuadrada en el r¨ªo, entre los ¨¢rboles y luego la silueta blanca de un campesino de sombrero redondo que trabaja solo en un campo de arroz. Creo que va a ser el ¨²nico hombre solo al que voy a ver a partir de ahora.
En el aeropuerto de Shangh¨¢i me separan del resto de los pasajeros y me llevan por un corredor a una sala apartada, con sillones de felpa y mesas bajas. Me resguardan con biombos de las miradas ajenas. ¡°Por su seguridad¡± me dice el Sr. Liang, alto, distendido, que habla conmigo en franc¨¦s. Sonr¨ªe, no toma ninguna iniciativa, ?Pasaremos la noche en Shangh¨¢i? le pregunto. No, usted sigue a Pek¨ªn. Bebemos t¨¦ chino, levemente perfumado.
Una m¨²sica crispada y mon¨®tona viene de un altavoz, un coro de mujeres, como cenizas, como gatos maullando. Al rato llega un anciano de traje mao azul, suavemente imperativo. ?He viajado bien? Insiste varias veces en mi seguridad; por fin me invita a pasar al comedor con el Sr. Liang. Otro funcionario de traje mao gris saluda desde la puerta. Los grises son inferiores a los azules que a su vez son superiores a los marrones. Cenamos arroz con legumbres y mariscos. Una cerveza de gusto amargo.
En el vuelo a Pek¨ªn. Azafatas de camisas blancas, trencitas, zoquetes, siempre sonr¨ªen. Reparten abanicos de s¨¢ndalo, dulces y frutas. Todos los pasajeros son chinos salvo una muchacha rubia sentada a un costado y una delegaci¨®n de italianos al fondo. Las azafatas explican la direcci¨®n del vuelo, el funcionamiento de las luces y el sentido de las efem¨¦rides patri¨®ticas.
Al rato la joven rubia se me acerca. ?Usted es sudamericano? Se ha dado cuenta al verme leer un peri¨®dico en castellano (la revista Pasado y Presente). Es chilena, hija de un diplom¨¢tico. Hace a?os que vive en Pek¨ªn, habla chino, hizo ah¨ª la escuela secundaria. Se llama Mar¨ªa Pilar U. Imagina que voy a hospedarme en el Hotel de las Nacionalidades. Ella trabaja como traductora de espa?ol en la agencia Xinhua. Bell¨ªsima, muy elegante. Me muevo con cautela. Me alegra que seas chilena, le digo. Mi chileno favorito es Nicanor Parra. Oh no, es un reaccionario terrible, fue a tomar el t¨¦ con Nixon, me dice. Bueno Mao tambi¨¦n, le digo, Me mira seria. No es lo mismo. Muy joven, piernas suaves, ojos claros, parece alemana. Hay muchos alemanes en Chile. S¨ª, todos momios, me dice. Despu¨¦s se levanta. Yo te busco, me dice. ?Y c¨®mo vas a hacer? No te preocupes. Perfecto, le digo, necesito una gu¨ªa¡ Podr¨ªas ser mi Beatrice. No te hagas el gracioso, no hace falta; adem¨¢s soy casada. Con m¨¢s raz¨®n, le digo. Me siento tan desorientado que me enamoro de la primera mujer que me habla. (¡°Juro que no recuerdo ni su nombre, / mas morir¨¦ llam¨¢ndola Mar¨ªa¡±, como dec¨ªa el verso de Nicanor).
En Pek¨ªn comit¨¦ de recepci¨®n, el m¨¢s joven es el responsable del trabajo cultural en la ciudad. Cara de p¨¢jaro, me habla en chino. Le contesto en castellano: Estoy muy contento de haber llegado a Pek¨ªn. Inclinaciones, sonrisas. Brindamos con maotai: una especie de ginebra de arroz.
Subo a una limousine vagamente siniestra, voy solo en la noche estrellada. Una larga avenida de seis pistas, ¨¢lamos altos, silencio y calma en la ciudad m¨¢s poblada del mundo. Cruzan hombres y mujeres en bicicleta, serenos como fantasmas Por fin entramos en la plaza Tian An Men, infinita y vac¨ªa. Faroles de luz a la inglesa.
El Hotel de las Nacionalidades, parece el Majestic de Avenida, de Mayo. El viajero piensa con s¨ªmiles.
Una sala amplia y un gran dormitorio, ventanales, techos altos. El agua caliente sale amarilla, herrumbrada. La ba?adera tiene patas como garras de oso. La cama es dura, las almohadas son demasiado chatas. En una mesa un termo con t¨¦ verde. Dos tazas con tapita. En las paredes de la habitaci¨®n, paisajes orientales (r¨ªos, juncos, p¨¢jaros amarillos). No hay tel¨¦fono. Pero hay una campanilla en el costado de la cama. La toco, suena en alg¨²n lugar lejano. Nadie viene.
De pronto una tarde me encontr¨¦ en la calle Corrientes con Bernardo Kordon, a quien yo le hab¨ªa publicado los Cuentos completos en la editorial donde trabajo. Nos sentamos a tomar un caf¨¦, charlamos de bueyes perdidos y al rato Kordon sac¨® una libretita y me pregunt¨® si quer¨ªa viajar a China. Hab¨ªa una vacante, Edgar Bayley a ¨²ltimo momento no hab¨ªa querido ir. Mucho quilombo, le dijo Edgard. Kordon es presidente de la Asociaci¨®n de amistad Chino-Argentina, varios escritores nacionales ya han viajado al Celeste Imperio, como ¨¦l lo llama. No tengo ninguna obligaci¨®n, y si quiero publicar algo sobre China a la vuelta, mejor. Pens¨¦ que pod¨ªa escribir un diario de viaje que al mismo tiempo fueran las observaciones de un hombre solo.
(Ten¨ªa treinta a?os. Estaba del otro lado del mundo. ?Ser¨ªa as¨ª un d¨ªa perfecto?).
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