Dificultad de la ficci¨®n
Estamos dispuestos a admirar el realismo narrativo en Am¨¦rica. Si se escribe aqu¨ª los entendidos habituales lo descartar¨¢n como costumbrista
C¨®mo se cuenta lo que sucede ahora mismo. No lo filtrado por el recuerdo, no lo alejado en los mundos seguros de la fantas¨ªa o del pasado hist¨®rico, ni lo que segregado por un yo narcisista que no se molesta en distinguir entre sus propias ocurrencias y los hechos reales, los duros hechos concretos que desde hace tanto tiempo no son la materia con la que se hace la literatura en Espa?a.
Cuando escribo literatura no me refiero en exclusiva, ni mucho menos, a la ficci¨®n. Literatura es contar el mundo con palabras. Tan literatura como una novela o como un poema es una cr¨®nica o una entrevista o el gui¨®n de una pel¨ªcula o una obra de teatro en la que las palabras no sean irrelevantes. Literatura es contar las cosas como son, unas veces ejerciendo la libertad de inventar y otras ateni¨¦ndose en el m¨¢ximo grado posible a la realidad de los hechos. La diferencia no est¨¢ en el poder¨ªo est¨¦tico del relato sino en un acuerdo claro, casi un contrato riguroso con el lector. A ese acuerdo estricto se refer¨ªa Michael Scammell, el bi¨®grafo extraordinario de Arthur Koestler, cuando escribi¨® que un bi¨®grafo es un novelista bajo juramento. Un autor de no ficci¨®n se atiene a los hechos en la misma medida en que un poeta, al componer un soneto, elige atenerse a las reglas del metro y de la rima.
El novelista es libre: ¨¦l mismo determina la mezcla de ingredientes reales e inventados que dan lugar a su materia narrativa. Mentir es su manera de llegar a una cierta verdad. Al escritor de no ficci¨®n esa es la ¨²nica libertad que no le est¨¢ permitida. Y su trabajo, siendo menos libre, es igual de exigente que el del novelista, y requiere grados id¨¦nticos de impulso narrativo y sentido de la forma, del ritmo, de la caracterizaci¨®n del habla y de los personajes. Cualquiera que haya hecho una entrevista sabe hasta qu¨¦ punto el habla ha de ser organizada en el momento de la redacci¨®n para que suene inteligible. Lo que se transcribe sin m¨¢s de una grabaci¨®n es en mayor o menor medida un desorden de repeticiones, de frases que no terminan, de vaguedades sint¨¢cticas. Para ser fiel al tono de voz y a las palabras del entrevistado hace falta un proceso de organizaci¨®n, selecci¨®n y montaje. Como en un retrato naturalista, la calidad de la obra es inseparable de su fidelidad al original, igual que en las ciencias la belleza de una hip¨®tesis o de una teor¨ªa est¨¢ subordinada a su comprobaci¨®n experimental.
El novelista es libre. Mentir es su manera de llegar a una cierta verdad. Al escritor de no ficci¨®n esa es la ¨²nica libertad que no le est¨¢ permitida
Necesitamos relatos para que el flujo de la realidad se nos vuelva inteligible. Unos m¨¢s y otros menos, todos necesitamos relatos de ficci¨®n y de no ficci¨®n, f¨¢bulas y cr¨®nicas, retratos de personas que existen o han existido o que son imaginarias, documentales e historias interpretadas por actores. Necesitamos mirar de cerca la realidad y necesitamos escapar temporalmente de ella, y encontrar en las ficciones donde satisfacemos esa huida claves simb¨®licas que nos ayuden a entender lo que vemos al abrir los ojos, al apartarlos del libro, al salir de la sala de cine.
Necesitamos las ficciones iluminadoras del arte para adiestrarnos en desbaratar los simulacros que se nos presentan como testimonios de la realidad, las otras ficciones venenosas de la propaganda y de las ideolog¨ªas. En Cervantes, por ejemplo, en Flaubert, en Bu?uel, en Valle-Incl¨¢n, en Baroja, aprendemos a usar el potente corrosivo del sarcasmo contra las pompas de la ret¨®rica, contra las comodidades let¨¢rgicas de la tonter¨ªa verbal. Orwell y Montaigne nos educan en la primac¨ªa de los hechos sobre las creencias y los prejuicios, en la necesidad de desconfiar de nuestras propias percepciones y de contrastarlas siempre con una realidad en flujo y cambio permanente que requiere una continua atenci¨®n. Joyce y Proust, cada uno a su manera, nos fuerzan a ir m¨¢s all¨¢ de la superficie de las cosas, a no dejar que la correcci¨®n o la verg¨¹enza detengan la indagaci¨®n, por s¨®rdidos que sean los resultados. Cualquier buena cr¨®nica de las que se publican en las revistas de Estados Unidos y cada vez m¨¢s de Am¨¦rica Latina nos confronta con el deslumbramiento de lo real, con el vigor de las vidas y las voces comunes, de las historias excepcionales que est¨¢n siempre sucediendo, que le suceden siempre a alguien.
Creo que necesitamos esos ejemplos m¨¢s que nunca. Este trastorno de todo en el que estamos viviendo como un mal sue?o que sigue durando y se hace cada vez m¨¢s oscuro y m¨¢s t¨²nel nos ha llegado en una ¨¦poca en la que hab¨ªamos casi perdido la costumbre de mirar las cosas e intentar contarlas tal como son. Nos hemos quedado sin herramientas para construir relatos inteligibles, como les sucede a esas culturas primitivas en las que cayeron en desuso saberes imprescindibles para la supervivencia. En los peri¨®dicos la opini¨®n ha usurpado el lugar de la informaci¨®n, y cuando la informaci¨®n existe suele concentrarse en los reinos cada vez m¨¢s delirantes y espectrales de la pol¨ªtica. En los pa¨ªses anglosajones el teatro sigue siendo el espacio donde se representan con un grado extremo de articulaci¨®n los debates m¨¢s urgentes de la vida p¨²blica: el terrorismo, la guerra de Afganist¨¢n o de Irak, la corrupci¨®n pol¨ªtica. En el nuestro, y con unas cuantas nobles excepciones, el teatro tiende m¨¢s al panfleto y a la arqueolog¨ªa, quiz¨¢s porque la hegemon¨ªa de los directores de escena casi aboli¨® el h¨¢bito de montar obras originales de autores contempor¨¢neos.
En Estados Unidos hay ya docenas de excelentes novelas que tratan con plena desenvoltura de las consecuencias del 11 de septiembre, de las guerras, del esc¨¢ndalo de la codicia financiera que nos ha llevado al colapso. A nosotros la realidad cruda, la realidad inmediata, nos da escr¨²pulo. Estamos dispuestos a admirar el realismo narrativo a condici¨®n de que nos llegue traducido y suceda en Am¨¦rica: si se escribe aqu¨ª los entendidos habituales lo descartar¨¢n como costumbrista y aprovechar¨¢n para hacer alguna referencia despectiva a Gald¨®s: como si la atenci¨®n a lo real no fuera compatible con la furia de la imaginaci¨®n; como si Gald¨®s no hubiera explorado las normas y los l¨ªmites del arte de la novela siguiendo el ejemplo de los grandes maestros europeos, a los que le¨ªa con una voluntad de innovaci¨®n y universalidad no inferior a la de cualquiera de los que escribimos ahora.
Salgo del cine una noche de s¨¢bado y en la calle casi a oscuras veo un hormigueo de sombras recort¨¢ndose contra el escaparate de un supermercado que acaba de cerrar y en el que una por una van apag¨¢ndose las luces. Los contenedores de la acera rebosan de paquetes de alimentos reci¨¦n desechados: yogures, huevos, bandejas de carne, conservas, congelados, cartones de leche, embutidos, cestos de frutas, montones de verduras sin lustre. En la acera, en silencio, cada uno a lo suyo, ignor¨¢ndose las unas a las otras, sin ayudarse ni interferirse, escarban en los contenedores, eligen, descartan, guardan en bolsas, amontonan en carritos, se marchan cada una en una direcci¨®n, con las cabezas bajas, personas de mediana edad, o ya mayores, ninguna con aspecto marginal, personas como yo que buscan en los desperdicios para remediar el hambre. Qui¨¦n contar¨¢ sus vidas.
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