Un continente de negrura
'Continente salvaje', de Keith Lowe, empieza justo donde parece que termina la desolaci¨®n de muchos otros libros de historia a los que estamos acostumbrados
Viajando ahora por Europa cuesta imaginar que aqu¨ª estuvo el coraz¨®n de las tinieblas; viajando en tren sobre todo, en esos trenes veloces y civilizados en los que es tan grato dejarse llevar, mirando por la ventanilla, leyendo o escuchando m¨²sica con la cabeza recostada en un buen asiento. Por esos paisajes verdes europeos no es raro que al viajero espa?ol le ronde una melancol¨ªa noventayochista, pensando comparativamente en nuestros secanos, en nuestros roquedales ¨¢speros, acord¨¢ndose de nuestros pueblos desfigurados por la especulaci¨®n al ver en el horizonte la aguja de una iglesia levant¨¢ndose como un l¨¢piz muy afilado sobre un grupo de tejados rojizos. En los campos de Holanda, en los de Dinamarca, las vacas miran pasar el tren con una calma de rentistas entre aburridos y solemnes.
De pronto hay un pormenor que despierta recuerdos, im¨¢genes alarmantes: un prado cubierto hasta el horizonte por una cuadr¨ªcula de cruces blancas, las hileras abri¨¦ndose y cerr¨¢ndose a la velocidad del tren; un nombre repetido en los andenes de una estaci¨®n. Hace unos d¨ªas, anocheciendo, en un tren que poco antes hab¨ªa dejado atr¨¢s la estaci¨®n de Figueras, distingu¨ª un nombre en un and¨¦n poco iluminado: PORT-BOU. En la grisura de la llovizna y la noche cercana pens¨¦ inevitablemente en Walter Benjamin cuando leyera ese mismo nombre, en el que estuvo tan brevemente cifrada la esperanza de salvarse, y luego fue como el sello estampado en su destino final, en su determinaci¨®n de suicida (pero quiz¨¢s ¨¦l vio todo eso en un d¨ªa de sol: la realidad, a diferencia de la literatura, no se cuida de la concordancia entre la meteorolog¨ªa y los infortunios humanos).
Y con la sombra de Walter Benjamin vinieron las de la muchedumbre de los fugitivos espa?oles, las sombras en blanco y negro de soldados vencidos y de gente com¨²n huyendo de los vencedores. En Perpignan, en una rotonda de tr¨¢fico, en los carteles con flechas de direcci¨®n, resaltaba otro nombre: ARGEL?S. Las personas envejecen y mueren, las cosas se olvidan; quedan los nombres como fragmentos f¨®siles en los que s¨®lo reparar¨¢ de vez en cuando la mirada de un paleont¨®logo.
Keith Lowe se ha empe?ado en recapitular lo que quiz¨¢s est¨¦ m¨¢s all¨¢ de las facultades de nuestra imaginaci¨®n contempor¨¢nea
El a?o pasado, en un viaje por Alemania, vi acercarse las torres y los edificios de una ciudad sin saber cu¨¢l pod¨ªa ser y el letrero de la estaci¨®n me provoc¨® un estremecimiento: NURNBERG. Era una estaci¨®n normal, neutra, casi deshabitada en una ma?ana de domingo de principios de oto?o. El tren se detuvo y algunos viajeros bajaron de ¨¦l, y subieron otros, personas normales movi¨¦ndose con aire habitual por los lugares de siempre. La ciudad que ellas ven es la del presente, la de sus propias vidas: para m¨ª, que s¨®lo la he visto una sola vez desde un tren, la ciudad era toda ella la resonancia de su nombre, la de las grandes concentraciones hitlerianas, la de las leyes raciales y los juicios de N¨²remberg.
Quiz¨¢s vi de lejos esa ma?ana las dos torres de una catedral que se ven por encima de las ruinas en la portada de un libro reciente, Continente salvaje, de Keith Lowe, publicado en Espa?a por Galaxia Gutenberg, traducido por Irene Cifuentes. Iba ley¨¦ndolo sin respiro ni alivio hace unos d¨ªas en ese viaje al sur de Francia. Es un libro todav¨ªa m¨¢s desolador porque empieza justo donde parece que termina la desolaci¨®n de muchos otros libros de historia a los que estamos acostumbrados. Leemos sobre la II Guerra Mundial y satisfacemos de manera inconsciente, muy alentados por las pel¨ªculas, la necesidad de un final feliz: la guerra en Europa fue espantosa, pero termin¨® n¨ªtidamente con el suicidio de Hitler en los s¨®tanos de la Canciller¨ªa y con la rendici¨®n de Alemania; y los testimonios sobre los campos de exterminio acaban muchas veces con la llegada de los soldados sovi¨¦ticos o americanos que los liberan, y que empiezan la tarea de cuidar a los supervivientes, de castigar a los culpables y de dar a conocer al mundo la escala del crimen.
De lo que viene despu¨¦s tenemos una idea muy vaga. De alg¨²n modo la gente limpia los cascotes de las ruinas, como en el poema de Szymborska, y al cabo de unos a?os el blanco y negro ha pasado al color, y Europa ha empezado a ser pr¨®spera y a estar unida. En vez de columnas de carros de combate lo que circula a principios de verano por las antiguas carreteras convertidas en autopistas son caravanas de turistas.
Keith Lowe se ha empe?ado en recapitular lo que nadie recuerda, lo que quiz¨¢s est¨¦ m¨¢s all¨¢ de las facultades de nuestra imaginaci¨®n contempor¨¢nea: lo que sucedi¨® en Europa entre 1945 y 1949. En primer lugar, la escala de la destrucci¨®n. Europa es un continente entero en ruinas en el que durante los ¨²ltimos a?os han muerto casi cuarenta millones de personas. Europa es un territorio inmenso en el que no rige ninguna ley ni existen gobiernos ni escuelas ni polic¨ªas que mantengan el orden, ni carreteras practicables, ni l¨ªneas regulares de trenes, ni sistemas de abastecimiento, una Somalia espectral por la que vagan millones de desplazados a los que nadie quiere en ninguna parte y en la que los odios que desataron o alimentaron la guerra parecen m¨¢s fuertes que nunca.
En el verano de 1945, en Berl¨ªn, hay unos cincuenta mil ni?os perdidos que se agrupan como manadas entre las ruinas para defenderse y sobrevivir. Los pocos jud¨ªos que han sobrevivido y vuelven a sus lugares de origen encuentran no la bienvenida sino el agrio rechazo de los mismos vecinos que ya se hab¨ªan apoderado de sus bienes. En los pa¨ªses del centro y del este el despotismo nazi va dejando paso aceleradamente a las purgas met¨®dicas de los nuevos amos sovi¨¦ticos. En Grecia se mantiene durante a?os una guerra civil todav¨ªa m¨¢s sanguinaria que la ocupaci¨®n alemana, y los brit¨¢nicos y los americanos que apoyan a los mon¨¢rquicos de derechas contra los comunistas no hacen nada por contener la crueldad extrema de sus protegidos. La justicia es mucho menos frecuente que la venganza, y los antiguos colaboradores de los nazis, y los muchos antiguos nazis tambi¨¦n, son tratados pronto con mucha m¨¢s consideraci¨®n que algunos de los resistentes que se jugaron las vidas. Millones de personas de origen alem¨¢n son expulsadas de un d¨ªa para otro sin ning¨²n miramiento de Checoslovaquia y de Polonia: la furia nacionalista de unos y otros ha logrado destruir para siempre aquella hermosa diversidad en la que se fragu¨® lo mejor del coraz¨®n de Europa.
De esos espantos venimos. Conocerlos nos permite valorar mejor lo que se pudo lograr despu¨¦s del desastre, cuando unos cuantos europeos tomaron, en palabras de Borges, la extra?a decisi¨®n de ser razonables, y empezaron a construir sobre las ruinas lo que hasta ayer mismo parec¨ªa firme, incluso rutinario, y hoy est¨¢ en peligro. Debajo de nuestros paisajes europeos hay una geolog¨ªa de cad¨¢veres. Los nombres de estaciones en las que ya ni siquiera paran los trenes marcaron fronteras letales como cepos. Leyendo el libro de Keith Lowe me dan m¨¢s miedo todav¨ªa los celebradores de las patrias inmortales y los puebles un¨¢nimes, los traficantes de agravios que siguen exigiendo reparaci¨®n al cabo de siglos.
Continente salvaje. Europa despu¨¦s de la Segunda Guerra Mundial. Keith Lowe. Traducci¨®n de Irene Cifuentes. Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2012. 560 p¨¢ginas. 26,50 euros.
Babelia
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