El vicio antiguo de los diccionarios
Los libros de referencia suelen ser obras altamente especializadas Los diccionarios de autor, algunos espl¨¦ndidos cl¨¢sicos, se siguen reeditando
Comparto con J. J. Mill¨¢s, adem¨¢s de algunos estupendos recuerdos (les cuento uno: era de noche, Franco agonizaba, afuera sonaban histri¨®nicas sirenas, y en el sal¨®n de un piso del barrio de la Guindalera el humo de los porros pod¨ªa cortarse con un cuchillo, mientras Constantino B¨¦rtolo, Luismari Brox y ¨¦l me helaban la sangre con la historia de Fresneda, un tipo an¨®nimo de cuyo inc¨®modo cad¨¢ver hab¨ªan tenido que deshacerse), digo que comparto con ¨¦l, adem¨¢s de recuerdos y estremecimientos, el vicio de las enciclopedias. S¨ª, ya s¨¦: se trata de una especie en v¨ªas de extinci¨®n. Internet y, de modo especial, ese irregular milagro que es Wikipedia, les han dado la puntilla. A ning¨²n editor en su sano juicio se le ocurre publicar hoy uno de aquellos monumentos de papel con los que, los que pod¨ªan permit¨ªrselo, forraban los anaqueles de la estanter¨ªa del cuarto de estar. Pero no siempre fue as¨ª. Se produjo en Espa?a, entre las nuevas clases medias surgidas en la relativa bonanza econ¨®mica del tardofranquismo, una aut¨¦ntica sed de enciclopedias y diccionarios: fue la edad de oro de los placistas ¡ªotra especie libresca hoy extinguida, como los copistas medievales¡ª, aquellos esforzados comerciales que, en cuanto te descuidabas, te endosaban veinte tomos pagaderos en c¨®modas cuotas mensuales.
Sobrevino, incluso, una nostalgia de la Enciclopedia Espasa, hasta tal punto que su editorial ¡ªya bajo el paraguas de Planeta¡ª sigui¨® haciendo buena caja durante los noventa a costa de vend¨¦rsela a quienes la hab¨ªan hojeado en la biblioteca de familiares m¨¢s pudientes: para muchos de los que la adquirieron cuando ya era un monumento pleistoc¨¦nico y obsoleto (a pesar de los inc¨®modos tomos anuales que pretend¨ªan ponerla al d¨ªa) el Espasa constitu¨ªa una marca de estatus que situaba simb¨®licamente a su propietario en el nivel de los triunfadores. Era como un t¨®tem: quienes la pose¨ªan, eran due?os de todo el saber del mundo; y el saber, como se supon¨ªa antes de los e-books, ocupa lugar y confiere poder. Hoy los libros de referencia suelen ser, o bien obras altamente especializadas, o caprichosos diccionarios de autor, pero sigo interes¨¢ndome por ellos. A veces se reedita alg¨²n cl¨¢sico del g¨¦nero, como el estupendo Diccionario hist¨®rico y cr¨ªtico (1697), de Pierre Bayle (KRK), de cuyo primer tomo ya me ocup¨¦ en esta p¨¢gina. O el muy audaz y libertario Diccionario de ateos (Laetoli) de Sylvain Mar¨¦chal (1750-1803), periodista enrag¨¦ comprometido con el ala m¨¢s radical de la Revoluci¨®n Francesa, cuya obra constituye un incre¨ªble cat¨¢logo de citas en defensa de la causa de los ¡°sin dios¡±. Tambi¨¦n se publican otros que me resultan menos satisfactorios: me pregunto, por ejemplo, c¨®mo podr¨ªa identificarme con el Peque?o diccionario de cinema para mit¨®manos amateurs (Impedimenta), de Miguel Can¨¦ (bellamente ilustrado por Ana Bustelo), si entre sus entradas no figura una dedicada a mi ¨ªdolo George Sanders (1906-1972), aquel sublime villano que puso fin a su vida en un hotel de Castelldefels dejando el compendio de notas de suicida m¨¢s incontestable de toda la literatura del g¨¦nero: ¡°Me voy porque me aburro. Creo que ya he vivido bastante. Os dejo con vuestras cuitas en este pozo s¨¦ptico. Buena suerte¡±. En fin, como dir¨ªa Mill¨¢s.
Metapesadillas
Toda pesadilla tiene pre-texto. Por la tarde me hab¨ªa sumergido en un art¨ªculo del National Geographic ¡ªla ¨²nica publicaci¨®n materialista que leo de cabo a rabo¡ª en el que se hablaba de los pros y contras de revivir especies extinguidas. Me interes¨® particularmente el hecho de que un equipo de investigadores hispano-franceses hubiera conseguido devolver a la vida, aunque fuera durante unos segundos, a Celia, ¨²ltima representante de la estirpe de los bucardos (capra pyrenaica pyrenaica), extinguida tres a?os antes. Recuerdo que antes de que me venciera el sue?o brome¨¦ acerca de la improbable posibilidad de revivir a personajes del pasado. A Franco, por ejemplo, sin ir m¨¢s lejos del Valle de los Ca¨ªdos. En mi pesadilla, Cristina Cifuentes, delegada del Gobierno en Madrid, teledirig¨ªa un ej¨¦rcito de drones (los mismos que surcan los cielos en Oblivion, la peli de Joseph Konsinski) para impedir que un grupo de unos mil manifestantes sitiara el Congreso y ¡°atentara contra las altas instituciones del Estado¡±. La verdad es que el procedimiento ser¨ªa mucho m¨¢s eficaz (y, tras la inversi¨®n inicial, m¨¢s barato) que enviar, como hizo la ¨²ltima vez, a un contingente de polic¨ªas que casi iguala al de los ¡°sitiadores¡±. Claro que, tal vez, el ostentoso despliegue se deba a que la delegada ha conseguido darle la vuelta a la vieja consigna ¡°una persona, un voto¡± para convertirla en ¡°una persona, un gendarme¡±, m¨¢s apropiada a las ansiedades que viene expresando la derecha extrema ante la rampante protesta social.
Lo que est¨¢ claro es que la literatura, el cine y el c¨®mic siguen exhibiendo ¡ªfelizmente¡ª cualidades anticipatorias. En mi enloquecida pesadilla (tengo que cont¨¢rsela a mi psicoanalista) la cabeza descabezada, pero parlante, de Franco, ¡°fijada a un tablero de cristal cuadrangular que se sosten¨ªa sobre cuatro elevadas y relucientes patas met¨¢licas¡±, emit¨ªa las ¨®rdenes que la delegada transmit¨ªa a sus subordinados. La imagen debi¨® suger¨ªrsela a mi viciosa imaginaci¨®n on¨ªrica la lectura de la novela de ciencia-ficci¨®n sovi¨¦tica La cabeza del profesor Dowell (Alba), de Aleksandr R. Beli¨¢iev. Por cierto que el pobre Beli¨¢iev muri¨® de hambre en la ciudad de Pushkin, muy cerca de San Petersburgo, durante el asedio al que la sometieron los nazis en 1942. En cuanto a los ¡°sitiadores¡± del Congreso, en mi pesadilla los imaginaba subsistiendo ocultos en el inframundo de La colmena (Mondadori), segundo volumen de la obra maestra del dibujante norteamericano Charles Burns, dominados por repugnantes seres de aspecto agusanado, de un solo ojo, aliento f¨¦tido y escasa afabilidad. Me despert¨® el ruido que hizo el National Geographic cuando se desliz¨® de la cama y cay¨® al suelo. Volv¨ª a la vida.
Walden
T¨®mense un respiro. Hay otros mundos posibles y (a¨²n) podr¨ªan estar en este. Arrinconen los apotegmas del materialismo dial¨¦ctico y convi¨¦rtanse por unos d¨ªas en materialistas m¨ªsticos, si¨¦ntanse cercanos a la naturaleza, conviertan su contenida (y a menudo santa) indignaci¨®n en inteligente desobediencia civil. Respiren: imaginen que inhalan el aire fresco de los bosques de su infancia y expiran todo lo que les angustia: las desastrosas cifras de paro (12 millones de ojos que no paran de mirarnos), el fin del sue?o europeo, los putos recortes, Cospedal. Dos estupendas editoriales independientes ponen a su alcance sendos tratados de saber-vivir, hoy m¨¢s contempor¨¢neos que nunca, compuestos por H. D. Thoreau, uno de los pensadores que m¨¢s ha influido en el desarrollo de la cultura estadounidense. Errata Naturae ha publicado Walden (1854), su obra maestra, y Capit¨¢n Swing, una representativa selecci¨®n de El diario (1837-1861) en el que el poeta y fil¨®sofo fue tomando notas de lo que ve¨ªa y pensaba. Puro aire fresco.
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