Un viaje a Caravaggio
Desde a?os vengo cumpliendo un proyecto: ver todos y cada uno de los cuadros del pintor italiano

Desde hace unos a?os vengo cumpliendo de manera intermitente un proyecto: ver todos y cada uno de los cuadros de Caravaggio. El proyecto incluye viajes premeditados y tambi¨¦n casualidades ben¨¦ficas. El a?o pasado, en Roma, a principios de un verano tan caluroso que los turistas invad¨ªamos las calles con una densidad de ci¨¦naga, ten¨ªa preparada una lista de los caravaggios que ya hab¨ªa visto y quer¨ªa ver de nuevo y los que me faltaban por ver, pero yendo por la Piazza Navona, camino de San Luis de los Franceses y de la Conversi¨®n de San Mateo me encontr¨¦ con un regalo m¨¢s asombroso todav¨ªa porque era inesperado. La resurrecci¨®n de L¨¢zaro, que suele encontrarse en Messina, estaba en esos d¨ªas en Roma, en un museo de la ciudad, porque acababan de restaurarla.
Sub¨ª por escalinatas de m¨¢rmol con urnas funerarias y estatuas cl¨¢sicas en los descansillos; atraves¨¦ salones sucesivos con frescos mitol¨®gicos en los techos y tediosos cuadros manieristas y barrocos en las paredes; por fin, al fondo de un sal¨®n en penumbra en el que no hab¨ªa nada m¨¢s, encontr¨¦ lo que ven¨ªa buscando. All¨ª estaba el cuadro, La resurrecci¨®n de L¨¢zaro, mucho m¨¢s alto de lo que yo hab¨ªa imaginado, con una crudeza y una presencia que no sugieren ni de lejos las reproducciones, con esos negros de Caravaggio en los que la mirada va encontrando poco a poco tantas veladuras como en los campos de color de Mark Rothko. S¨®lo estando delante de ¨¦l se recibe el impacto de sus dimensiones, el desequilibrio audaz entre la parte inferior que ocupan las figuras y todo el espacio en negro que queda por encima de ellas. Reci¨¦n sacado de la tumba despu¨¦s de varios d¨ªas en ella L¨¢zaro no es el emblema esperanzado de la resurrecci¨®n sino un cad¨¢ver de una rigidez y una palidez pavorosas, un despojo que en ese instante de recobrar la vida no puede ser m¨¢s que la inminencia de un monstruo. El roce de la mano de Cristo parece que lo sacude con una corriente el¨¦ctrica m¨¢s propia del laboratorio del doctor Frankenstein que de una escena evang¨¦lica.
En Berl¨ªn aprovech¨¦ un rato libre entre compromisos editoriales para escapar del hotel, saltar a un taxi y visitar a toda prisa la Gem?ldegalerie, que es un museo con una atm¨®sfera admirablemente contemplativa, en una plaza en la que hay tambi¨¦n un edificio de elegancia ¨¢tica de Mies van der Rohe. All¨ª est¨¢ nada menos que el Triunfo del Amor, con toda su desverg¨¹enza sexual intacta despu¨¦s de cuatro siglos, m¨¢s franco y visualmente mucho menos relamido que cualquier foto er¨®tica de Robert Mapplethorpe. Un desnudo de Caravaggio traspasa sin ning¨²n miramiento las convenciones tranquilizadoras de la alegor¨ªa. Ese Cupido exhibe un arco, unas flechas, unas alas, como es reglamentario, pero su simbolismo evidente resulta una trivialidad por comparaci¨®n con su inmediata realidad carnal: no es el diosecillo evanescente y juguet¨®n que administra flechazos, sino un ni?o desnudo en el filo de la pubertad que se ofrece sin pudor y con algo de burla a la mirada del deseo.
Un desnudo de Caravaggio traspasa sin miramientos las convenciones tranquilizadoras de la alegor¨ªa
En Par¨ªs, un domingo invernal, cruc¨¦ a toda prisa uno de los puentes del Sena, aterido de fr¨ªo, para aprovechar en el Louvre unos minutos antes del cierre delante de La muerte de la Virgen, con sus colgaduras rojas de teatro y su austeridad de velatorio campesino, y tambi¨¦n el retrato de cuerpo entero del gran maestre de la orden de Malta, que irradia toda la arrogancia y al mismo tiempo toda la vacuidad de los grandes poderes masculinos. Cuando Caravaggio lo pint¨® ya era un fugitivo condenado a muerte. En Malta encontr¨® un refugio temporal. Muy poco despu¨¦s lo hab¨ªan encerrado en prisi¨®n por un motivo oscuro, aunque escap¨® de ella con una audacia como del conde de Montecristo, y tard¨® muy poco en volver a Italia y en seguir huyendo y pintando.
En cuanto pueda viajar¨¦ a Malta para ver en la catedral la terrible Degollaci¨®n del Bautista, donde la misma sangre que brota del cuello del santo es la firma en cursivas rojas de Caravaggio. En Madrid tuve que sumarme, m¨¢s bien ignominiosamente, a una amplia excursi¨®n de turistas en la visita guiada por el Palacio de Oriente, ya que esa era la ¨²nica forma de acceder a la sala en la que se guarda una de las dos versiones de Salom¨¦ con la cabeza del Bautista que pint¨® Caravaggio en los a?os ¨²ltimos de su vida.
La otra, algo inferior, est¨¢ en la National Gallery de Londres, pero yo la vi hace unos d¨ªas en el Wadsworth Atheneum Museum de Hartford, Connecticut. En Estados Unidos, toda forma de viaje colectiva que no sea el avi¨®n resulta vejatoria. Por amor a Caravaggio me vi una ma?ana en un autob¨²s lleno de gente y casi tan inc¨®modo como los autobuses en los que viaj¨¢bamos los estudiantes pobres en los a?os setenta, con la ¨²nica ventaja apreciable de que en ¨¦ste de ahora no estaba permitido fumar. Entre las recomendaciones que hizo el conductor por un micr¨®fono al principio del viaje estaba la de no tirar al suelo los restos de comida. El olor a comida barata induc¨ªa al mareo tan eficazmente como las entra?ables nubes de tabaco negro de nuestra juventud.
Pero en Hartford, Connecticut, y en ninguna otra parte del mundo, est¨¢ el ?xtasis de San Francisco de As¨ªs, que yo llevaba tanto tiempo queriendo ver, y adem¨¢s ahora, en pr¨¦stamo, esa Salom¨¦ de Londres, y el gran San Juan Bautista que ha venido de un lejano museo de Kansas, y la Marta y Mar¨ªa, que est¨¢ en Detroit. Cu¨¢ndo habr¨ªa tenido yo otra oportunidad de verlos juntos. En la atracci¨®n de la pintura est¨¢ la pintura misma y el viaje gradual que hemos hecho hacia ella igual que est¨¢ tambi¨¦n la historia casi siempre desconocida de todos los viajes que a lo largo de siglos ha hecho un cuadro hasta llegar al lugar donde est¨¢. La ¨²nica raz¨®n de mi viaje en autob¨²s era encontrarme all¨ª, en esa sala tranquila de un museo menor, sentado con mi cuaderno y mi bol¨ªgrafo delante de cuatro caravaggios formidables, dejando a la mirada ir de uno a otro, levant¨¢ndome a veces, para observar de cerca algunos detalles, esas cosas que van emergiendo del fondo a medida que se observa m¨¢s, el reflejo de una mano de mujer en un espejo convexo, el brillo de la claridad en el pomo de una espada, la luz de luna filtrada en las nubes de un cielo nocturno, las margaritas dispersas entre la hierba sobre la que se ha desmayado san Francisco de As¨ªs, un peine de marfil, los filos deshilachados de un gran manto rojo.
Ten¨ªa tiempo por delante. Tiempo y sosiego. Hab¨ªa muy poca gente en el museo. Hasta las cinco no sal¨ªa mi autob¨²s de vuelta. Hab¨ªa estallado una tormenta y la lluvia redoblaba en las claraboyas de la sala. Fij¨¢ndome en el modo en el que Caravaggio moldea los hombros, las manos, las rodillas, los brazos desnudos de sus figuras, hombres o mujeres, me acordaba de algo que dec¨ªa Willem de Kooning: que la pintura al ¨®leo se invent¨® para pintar la carne humana.
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