Su linda princesa
Vive en una patria en la que despierta y se acuesta con la misma pregunta: ?todo esto para qu¨¦?
"No toda la culpa es de los chicos¡±, piensa. Y se detiene azorado y se pregunta: ¡°?De d¨®nde sali¨® ese pensamiento?¡±. ?Qu¨¦ clase de padre piensa que sus hijos pueden ser culpables de alguna cosa? La tienda huele a cuero y a perfume. Hay vitrinas cerradas con llave donde objetos peque?os ¡ªestuches, monederos¡ª parecen embriones acurrucados bajo luces dicroicas, y dos estanter¨ªas que llegan hasta el techo, repletas de bolsos. ?l se queda mirando esas estanter¨ªas y siente, de pronto, un enorme des¨¢nimo. Porque sabe que, decida lo que decida, decidir¨¢ mal. Que elegir¨¢ un bolso demasiado vulgar, o demasiado oscuro, o demasiado grande, o demasiado chico, y que, cuando se lo d¨¦ (¡°?Feliz cumplea?os!¡±), su mujer lo evaluar¨¢ con un gesto artificial, como si intentara ocultar el desencanto con una actuaci¨®n deliberadamente mala (una madre reprobando a su hijo idiota que otra vez trajo el cart¨®n de leche equivocado), y le dir¨¢ ¡°Gracias, qu¨¦ lindo. A lo mejor es un poco/grande/chico/oscuro. Pero gracias¡±. Y despu¨¦s, durante la semana, en medio de un peque?o ataque de ira, ella dir¨¢ algo como ¡°Qu¨¦ d¨ªa atroz: en la oficina me volvieron loca, esper¨¦ dos horas en el m¨¦dico y encima tuve que ir a cambiar ese bolso a la otra punta de la ciudad¡±. Y el bolso ser¨¢ un ¨ªtem m¨¢s en una infinita lista de molestias. Antes no era as¨ª. Pero ?qu¨¦ quiere decir ¡°antes¡±?
Cuando viv¨ªa solo le gustaba mantener la casa ¡ªen la que viv¨ªa sin televisor, casi sin muebles y con cuatro zonceras (su colecci¨®n de l¨¢pices, su tablero de dibujo, sus l¨¢minas de arquitectura)¡ª en silencio. Desde que ella lleg¨® (con sus vestidos de breteles finos y esa manera gloriosa de mover las manos y sus pesados muebles de algarrobo y un televisor que fue a parar a los pies de la cama), las ma?anas y las noches se llenaron de m¨²sica. Pero eran felices de una forma exaltada. Si despu¨¦s de la cena ¨¦l dec¨ªa ¡°?Vamos a un bar?¡± ella dec¨ªa ¡°?Vamos!¡±, y se calzaba sus jeans m¨¢s rotos sin que importara si era martes o domingo, s¨¢bado o jueves. Una madrugada se acostaron borrachos y ¨¦l despert¨® poco despu¨¦s, desorientado, y orin¨® en el caj¨®n donde guardaban las camisetas. Al d¨ªa siguiente, ella descubri¨® el charco a los pies de la cama, el caj¨®n rezumando orines, y lo despert¨® revuelta en carcajadas. Ten¨ªan un auto sin llave de encendido, al que hab¨ªa que darle arranque conectando los cables, con el que iban a sitios lejanos de los que, a menudo, ten¨ªan que regresar en autob¨²s por falta de dinero para nafta. ?l le hablaba de cosas con las que siempre hab¨ªa so?ado: desarrollar un sistema de viviendas baratas para gente humilde; mudarse a la provincia y criar animales; irse de viaje ¡ªahora con ella¡ª durante un a?o, sin rumbo, sin dinero. Si ¨¦l propon¨ªa ¡°?Vamos de campamento?¡±, ella respond¨ªa: ¡°?Claro!¡±, y pasaban cuatro d¨ªas lav¨¢ndose la cara en un r¨ªo, teniendo sexo en una tienda de campa?a g¨¦lida. Un d¨ªa, regresando de una fiesta en las afueras ¡ªuna de esas fiestas en las que la gente deambula por el parque y r¨ªe y baila tontamente¡ª ¨¦l pregunt¨® ¡°?Te divertiste?¡± y ella dijo ¡°Me aburr¨ª much¨ªsimo¡±. ?l crey¨® percibir en la frase un tono hostil, de ofuscaci¨®n y rabia, y, desde entonces, cada vez que ¨¦l anunciaba ¡°Este fin de semana hacen otra¡±, ella respond¨ªa ¡°Ah¡±, y desist¨ªan de ir. Con el tiempo, vendieron el auto viejo (compraron uno que ¨¦l siempre encontr¨® desangelado) y, aunque ya no volvieron a hablar de aquel viaje sin rumbo y sin dinero, ella empez¨® a llevar folletos de recorridos por Europa, 30 ciudades en 10 d¨ªas y hoteles de cuatro estrellas que no se pod¨ªan permitir. El segu¨ªa hablando de las cosas con las que siempre hab¨ªa so?ado ¡ªdise?ar un sistema de casas baratas para personas humildes, llevar una vida tranquila en la provincia¡ª, pero ahora ella lo miraba con conmiseraci¨®n, como si nada de todo eso hubiera sido otra cosa que un juego infantil (algo que nadie pod¨ªa haber tomado en serio), y le ped¨ªa que, si ten¨ªa intenciones de ir a un bar, le avisara con un d¨ªa de anticipaci¨®n porque quer¨ªa organizarse (y lavarse el pelo: ya no le gustaba salir con el pelo sucio). Despu¨¦s, llegaron los hijos. Dos, en tres a?os y medio. No estaban en los planes, pero ella se desliz¨® hacia esos embarazos con la majestad serena de un buque que entra a un puerto: como si siempre se hubiera dirigido hacia all¨ª. Y, claro, la culpa no es de los chicos ¡ªporque ?qu¨¦ clase de padre piensa que los hijos tienen la culpa de alguna cosa?¡ª, pero ?qu¨¦ son todos esos fines de semana planificados en torno a pel¨ªculas de Disney, combos de McDonalds, cumplea?os de amiguitos; esa puerilidad en la que ella parece c¨®modamente sumergida, como si fuera una enso?aci¨®n amni¨®tica? ?En qu¨¦ momento todas las conversaciones se transformaron en conversaciones acerca del colegio, el dinero y los problemas con el lavarropas? Como si lo hubieran llevado hasta el medio de un desierto y lo hubieran dejado solo, hace ya tiempo que ¨¦l habita una patria sin entusiasmo donde el agobio lo hace desistir antes de proponer cualquier cosa (un viaje en familia, una cena en un restaurante). Una patria en la que despierta y se acuesta haci¨¦ndose la misma pregunta: ?todo esto para qu¨¦?
Pero ahora, a punto de comprar un bolso que seguramente no cumplir¨¢ con ninguno de los requisitos con los que un bolso tiene que cumplir, recuerda aquel tiempo en que ¨¦l y ella avanzaban por la ciudad bajo el canto jur¨¢sico de las autopistas, convencidos de que se dirig¨ªan, como dos balas brillantes, al coraz¨®n venturoso de un futuro feliz. Y comprende que ella sigue siendo su linda princesa. Y tambi¨¦n la odia un poco por eso.
Leila Guerriero, periodista y escritora argentina, es autora de Plano americano.
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