Saraswati
Bajo los caprichos de su personalidad torturada, pasamos varios veranos de nuestra infancia
Fui una ni?a sumisa y timorata. Mis hermanas y yo crecimos en una familia experimental, como las que abundaban en los a?os setenta. Nuestro padre, escultor de profesi¨®n, era, por parad¨®jico que suene, un fundamentalista del jipismo. Durante esos a?os, su aspecto se transform¨® vertiginosamente: de las patillas anchas, los pantalones con patas de elefante y las camisas floreadas, que llevaron muchos hombres de su generaci¨®n, pas¨® a usar un trapo alrededor de la cintura y una barba largu¨ªsima como de Sadhu. Poco a poco dej¨® de ponerse sus sempiternos huaraches con suela de neum¨¢tico para confiar sus pasos a la planta cada vez m¨¢s gruesa y percudida de sus pies. Llevaba el pelo hasta media espalda y, cuando hac¨ªa calor, se lo levantaba formando una rueda en la cima del cr¨¢neo. A veces usaba turbante. Ten¨ªa talleres en tres diferentes ciudades: Bacalar, San Jos¨¦ de California y Goa, compartidos con otros artistas. A pesar de las numerosas sustancias que inger¨ªa, o quiz¨¢s gracias a ellas, su producci¨®n era abundante y tambi¨¦n lo era el dinero que ganaba con sus piezas.
El inter¨¦s por la India y su mitolog¨ªa lo acompa?¨® desde muy joven, de ah¨ª los nombres que nos distinguieron durante toda nuestra escolaridad: Uma, Saraswati y Kali. Quiz¨¢s, por el hecho de vivir tan cerca de ¨¦l, para mi hermana menor y para m¨ª la personalidad de mi padre nunca represent¨® un problema. Dicen que cuando uno se encuentra en el ojo del hurac¨¢n no sufre sus estragos. A diferencia de Kali y de m¨ª, Uma era hija del primer matrimonio de pap¨¢ con una modelo francesa a la que abandon¨® por mi madre. No s¨®lo sufri¨® durante su primera infancia una serie de intensas disputas conyugales sino tambi¨¦n, y sobre todo, su ausencia.
Con nuestra hermana mayor intercambi¨¢bamos cartas a lo largo del curso escolar. Nosotros le describ¨ªamos la vida en Quintana Roo y ella nos mandaba postales de Saint Michel y del centro Pompidou. Sin embargo fueron muy pocas las ocasiones que ten¨ªamos de reunirnos con ella. Hasta que a mi padre se le ocurri¨® invitarla a pasar los veranos en la casa de playa de mi abuela. Fue un periodo excepcional que nos permiti¨® entender muchas cosas acerca de la familia y el temperamento de cada uno de sus miembros, sobre todo de Uma, a quien conoc¨ªamos menos. Ella no mostr¨® sus cartas desde el principio. Se mantuvo discreta y silenciosa las dos primeras semanas. Parec¨ªa triste, y sospechamos que era por la ausencia de su madre. Pasaba horas mirando las fotos que mi abuela conservaba del tiempo en que sus padres viv¨ªan juntos y los viajes que hicieron a esa misma playa. Cuando est¨¢bamos con ella, mi hermana, mi madre y yo ¨¦ramos muy respetuosas y no ser¨ªa exagerar decir que una culpa soterrada animaba ese respeto.
Kali y yo sab¨ªamos que, al nacer, hab¨ªamos destruido su vida. Por eso, durante las vacaciones, todos, empezando por nosotras y por mi abuela, pero tambi¨¦n mi padre, organizamos nuestra cotidianeidad alrededor de ella y sus designios. Pap¨¢ y mam¨¢ dejaron de fumar hierba en los espacios comunes, abandonamos la estricta dieta macrobi¨®tica para sujetarnos a sus antojos, cambiamos nuestros modales, nuestra forma de hablar y hasta nuestro idioma para adaptarnos a los suyos. Ella se daba cuenta del poder que ten¨ªa y tarde o temprano empez¨® a abusar de ¨¦ste. Sin tomar en consideraci¨®n nuestros esfuerzos, se mostraba altiva, criticona, incluso d¨¦spota. As¨ª ocurri¨® durante tres veranos. Apenas pon¨ªa un pie en la casa, empezaba a acomodar nuestras cosas en los armarios de las habitaciones. Nos ten¨ªa prohibido prestarnos ropa, mucho menos el bikini. En la calle, estaba atenta a todos los comentarios de los transe¨²ntes acerca de nosotras y no resist¨ªa a la tentaci¨®n de rese?arlos: ¡°Esa mujer acaba de decir que yo soy muy guapa, mientras que ustedes dos son gordas y feas¡±. ¡°El cartero no entiende c¨®mo pap¨¢ cambi¨® a mi madre por su nueva esposa¡±. Nada de lo que ¨¦ramos le gustaba y lleg¨® incluso a cambiarnos el nombre. Nosotros no reaccion¨¢bamos a estas agresiones. La culpa que sent¨ªamos era mayor que nuestro orgullo.
En realidad, no resulta tan extra?o que a una adolescente le d¨¦ por avergonzarse de sus parientes, m¨¢s raro es que toda una familia se haya doblegado a ella. Las vacaciones, ese periodo extraordinario que nos aleja de la vida cotidiana y nos coloca, sin las barreras as¨¦pticas de la rutina, a merced de nuestros familiares, son el espacio perfecto para que afloren las tensiones ocultas y todos los s¨ªntomas de nuestra neurosis. As¨ª, bajo los caprichos de su personalidad torturada, pasamos varios veranos de nuestra infancia, durante los cuales no hicimos sino apreciarla m¨¢s. Cuanto menos la soport¨¢bamos, m¨¢s cari?o sent¨ªamos por ella. Y me atrever¨ªa a decir que, justo por eso, llegamos a considerarla una de nosotros.
Guadalupe Nettel es escritora. Su ¨²ltimo libro es El matrimonio de los peces rojos (P¨¢ginas de espuma).
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