Po¨¦tica de la tecnolog¨ªa
Las portadas de los elep¨¦s eran un manifiesto, un cartel, una tentaci¨®n
En Nueva York cerraron las grandes cadenas de discos ¡ªTower primero, poco despu¨¦s Virgin¡ª, pero sobreviven, e incluso prosperan, tiendas modestas de segunda mano, algunas de ellas especializadas en elep¨¦s. En ellas se ve escarbar por los anaqueles no solo a coleccionistas veteranos, con cabezas grises y jorobas adquiridas en muchos a?os de b¨²squeda, sino tambi¨¦n a aficionados j¨®venes que vinieron al mundo durante el reinado esplendoroso pero brev¨ªsimo de los ced¨¦s. Algunos de ellos se aficionaron al vinilo escuchando m¨¢s o menos furtivamente, en equipos de m¨²sica desahuciados, las colecciones nutridas de elep¨¦s que los padres hab¨ªamos dejado atr¨¢s, por un empe?o, ahora nos damos cuenta, m¨¢s de estar al d¨ªa que de escuchar mejor la m¨²sica.
El fetichismo de lo tecnol¨®gico no naci¨® con Steve Jobs ni con el estremecimiento religioso de los incondicionales que hacen cola envueltos en sacos de dormir durante noches enteras de invierno, esperando poseer y tocar con las manos una nueva encarnaci¨®n del iPhone. En la segunda mitad de los a?os ochenta los aficionados a la m¨²sica recib¨ªamos con arrobo la buena nueva de los discos compactos, contagiados por aquellos pioneros que ya hab¨ªan comprado reproductores y hablaban maravillas de la limpieza del sonido, de la comodidad de escuchar una hora entera de m¨²sica sin necesidad de darle la vuelta al disco. En realidad lo que m¨¢s nos gustaba era lo que no ten¨ªa que ver con la m¨²sica: aquellos discos como obleas de pl¨¢stico metalizado, lisos como espejos; el automatismo silencioso con que se abr¨ªa y cerraba el cartucho en el que deposit¨¢bamos el disco con una unci¨®n mayor de la que hab¨ªamos empleado hasta entonces en sacar de su funda o devolver a ella los elep¨¦s. Nos gustaban, inexplicablemente, las peque?as cajas de pl¨¢stico, en las que algo tan fundamental hasta entonces como la ilustraci¨®n o la foto de la cubierta se volv¨ªa casi irrelevante, por su tama?o mucho menor que el de los ¨¢lbumes.
Pero nunca m¨¢s una portada llamar¨ªa la atenci¨®n por s¨ª misma, ni se convertir¨ªa en parte fundamental de la escucha, como hab¨ªa ocurrido, por ejemplo, con el Sgt. Pepper¡¯s o el ?lbum blanco de los Beatles; con las Weird Scenes inside the Gold Mine, de The Doors, y el Bitches Brew, de Miles Davis. El sobre de cart¨®n flexible de un elep¨¦ era un manifiesto, un cartel, un anuncio, una tentaci¨®n. En el campo del jazz, algunas de las mejores fotos de m¨²sicos y algunos de los ensayos cr¨ªticos m¨¢s perceptivos nacieron expresamente para las portadas y los reversos de los elep¨¦s. En la contraportada del Bridge over Troubled Waters, angl¨®filos rurales empezamos a seguir las letras de las canciones y a intentar traducirlas palabra por palabra, con la ayuda de un diccionario Sopena. Y el hecho mismo de escuchar un elep¨¦ tra¨ªa consigo una actitud diferente hacia la m¨²sica, un compromiso m¨¢s sostenido de atenci¨®n hacia ella. Ya no atrap¨¢bamos canciones a salto de mata, al azar de un programa de la radio; ni nos limit¨¢bamos a los tres o cuatro minutos de una cara en un single.
Fueron los ingenieros de la discogr¨¢fica Columbia los que desarrollaron en 1948 los primeros prototipos de elep¨¦
Hab¨ªa sido una revoluci¨®n m¨¢s reciente de lo que nosotros imagin¨¢bamos. Su origen ven¨ªa del final de los a?os cuarenta, y en principio no hab¨ªa tenido que ver con el jazz ni con el pop, sino con la m¨²sica cl¨¢sica. La brevedad de las canciones populares se ajustaba muy bien a la duraci¨®n de los discos de 78 revoluciones por minuto. En ellos se hab¨ªan difundido las voces de los crooners melosos, las invenciones prodigiosas de los grandes solistas del jazz, desde Louis Armstrong a Charlie Parker. El bebop tiene la urgencia de lo que ha de ser resuelto en tres minutos. Para esa duraci¨®n precisa est¨¢ pensada la arquitectura meticulosa de una canci¨®n de Cole Porter o de los hermanos Gershwin.
Fueron los ingenieros de la discogr¨¢fica Columbia los que desarrollaron en 1948 los primeros prototipos de elep¨¦. La historia la cuenta, con todo tipo de detalles curiosos, el cr¨ªtico e historiador Marc Myers, en un libro titulado Why Jazz Happened. Una pieza cl¨¢sica de duraci¨®n normal ¡ªuna sinfon¨ªa, un concierto de piano¡ª pod¨ªa exigir como m¨ªnimo cinco discos de 78 revoluciones. El p¨²blico de la m¨²sica cl¨¢sica era m¨¢s prometedor porque sol¨ªa tener mejor situaci¨®n econ¨®mica y adem¨¢s porque escuchaba sus discos en casa. En este caso la tecnolog¨ªa se adaptaba a una forma de arte ya existente. En el jazz, y luego en la m¨²sica pop, la tecnolog¨ªa trajo consigo una completa revoluci¨®n formal que sin ella no habr¨ªa podido producirse. Ahora, sin la limitaci¨®n fatal de los tres minutos de grabaci¨®n, los m¨²sicos pod¨ªan tocar en el estudio con una libertad que se aproximaba a la de una actuaci¨®n en un club, permiti¨¦ndose improvisaciones m¨¢s largas y desarrollos mucho m¨¢s complejos. La Eroica de Beethoven, el concierto de piano de Schumann, ya exist¨ªan mucho antes de que se inventara la m¨²sica grabada; el Kind of Blue o el Bitches Brew, de Miles Davis; A Love Supreme, el Africa Brass, de John Coltrane; el Kohln Concert, de Keith Jarret; las suites</CF> de Duke Ellington, no habr¨ªan llegado a nacer sin la tecnolog¨ªa del elep¨¦ (ni tampoco, desde luego, las grandes tabarras del rock sinf¨®nico).
Las suites de Duke Ellington, no habr¨ªan nacido sin la tecnolog¨ªa del elep¨¦ (ni tampoco, las tabarras del rock sinf¨®nico)
Hubo otra invenci¨®n menos ostensible, y hoy d¨ªa desde luego olvidada. Igual de importante que el elep¨¦, explica Marc Myers, fue la cinta magnetof¨®nica, mucho m¨¢s eficaz y barata para las grabaciones en el estudio que los discos matriz de cera o de acero. Agentes de contraespionaje americanos descubrieron las cintas en laboratorios de sonido alemanes al final de la guerra, y las trajeron de vuelta a Estados Unidos. Una cinta se pod¨ªa grabar y borrar y grabar de nuevo sin ninguna dificultad. Y adem¨¢s permit¨ªa correcciones del sonido hasta entonces imposibles: con una cuchilla de afeitar y un poco de pegamento se pod¨ªa eliminar sin huella un pormenor defectuoso. Armados de magnet¨®fonos toscos pero muy eficaces, los ingenieros, o los aficionados piratas, pod¨ªan grabar en directo a los m¨²sicos en los clubes, o en las jam sessions de despu¨¦s de cerrar.
Uno tiende a pensar que las artes evolucionan org¨¢nicamente, por impulsos de estilo interiores a ellas, por poderosas necesidades expresivas. La realidad es mucho m¨¢s azarosa, pero no menos aleccionadora. La primera vez que Gerry Mulligan prescindi¨® en su grupo del piano no fue por una decisi¨®n est¨¦tica, sino porque el escenario del club donde iba a tocar era tan peque?o que no cab¨ªa un piano. Entre el estilo de tocar la trompeta de Louis Armstrong y el de Miles Davis hay diferencias marcadas por el car¨¢cter personal y por el paso del tiempo, pero tambi¨¦n por el perfeccionamiento en la sensibilidad de los micr¨®fonos, que en los a?os cincuenta ya no requer¨ªan las proezas pulmonares de treinta a?os atr¨¢s. Tardaremos alg¨²n tiempo en saber de qu¨¦ modo las tecnolog¨ªas de ahora est¨¢n afectando a la inspiraci¨®n de los m¨²sicos, en qu¨¦ medida nos modifican a los aficionados el o¨ªdo. Por influencia de la gente joven que tengo cerca, yo interrumpo las sesiones en Spotify para poner de vez en cuando un vinilo. Se nos hab¨ªa olvidado lo bien que suenan, la alegr¨ªa que sus portadas le dan a una habitaci¨®n.
www.antoniomu?ozmolina.com
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