Los plagios cantan ante los tribunales
Una oleada de sonadas demandas obliga a replantear el escurridizo concepto de creatividad en la m¨²sica pop
Ha sido un golpe donde m¨¢s duele: en la cartera. Un jurado ha dictaminado que el gran ¨¦xito de 2013, Blurred Lines, del cantante Robin Thicke, es un plagio de Got to Give it Up, pieza de 1977 del soulman Marvin Gaye. Y ha calculado la indemnizaci¨®n en 7.300.000 d¨®lares (6.723.328 euros).
En el juicio se vieron comportamientos poco ejemplares. Thicke, acreditado como coautor, traslad¨® la responsabilidad al productor Pharrell Williams, alegando que, cuando se compuso el tema, estaba bebido y colocado con Vicodina, medicamento adictivo. Thicke cant¨® y Williams toc¨® la l¨ªnea de bajo de ambos temas, intentando convencer al jurado de que existe una n¨ªtida raya entre el plagio y el homenaje a la m¨²sica de una ¨¦poca, con ellos situados en el lado de los buenos, como alumnos de Marvin y dem¨¢s maestros.
Pero no, no hay una frontera clara. Por eso, la condena de Thicke y Williams ha sonado como un gong en los despachos de la industria musical. Desde los ochenta, el pop vive, en descripci¨®n del cr¨ªtico brit¨¢nico Simon Reynolds, la era de la retroman¨ªa: de forma rutinaria, se comercializan modas, formas y canciones a?ejas.
Los veteranos culpan a la tecnolog¨ªa. Efectivamente, ahora tenemos a la disposici¨®n millones de canciones, una verdadera Discoteca Universal que facilita el copiar elementos de temas ajenos, de forma inconsciente o voluntaria. Las reglas de la propiedad intelectual no protegen estilos ni ritmos: el posible plagio se disputa sobre similitudes mel¨®dicas. La tecnolog¨ªa permite duplicar arreglos, timbres, conceptos de producci¨®n. Y la retroman¨ªa invita a la imitaci¨®n total.
En el pop, siempre abundaron los parecidos entre canciones, incluso de diferentes ¨¦pocas y g¨¦neros. De eso derivan los mashups, tambi¨¦n conocidos como injertos: sobre la base de una canci¨®n se injertan partes cantadas de dos o m¨¢s temas. Una pr¨¢ctica ilegal, en la que an¨®nimos manitas exhiben sus habilidades para el corto-y-pego. Uno de los actuales productores punteros, Danger Mouse, se dio a conocer con The Grey Album: combinaba rapeos de Jay-Z, pertenecientes su The black ¨¢lbum, con porciones del doble LP de The Beatles, alias el ?lbum Blanco. Disponible en Internet, se descarg¨® millones de veces.
El negocio discogr¨¢fico ha defendido con fiereza sus fuentes de ingresos. Lleg¨® el el rap y se popularizaron m¨²sicas que reciclaban grabaciones a?ejas: metaf¨®ricamente, digamos que el primer hip hop se construy¨® sobre sampleos de James Brown. En los ambientes de la vanguardia electr¨®nica, se reivindic¨® el sampler como leg¨ªtimo instrumento creativo. Pero no col¨®: tras sonoros encontronazos judiciales, se acepta universalmente que se necesita permiso para usar cualquier pedazo reconocible de un disco ya existente. Consecuencias: el rap, inicialmente arte povera de los guetos, resulta ahora todo lo contrario, una de las m¨²sicas m¨¢s caras de elaborar.
Las reglas de la propiedad intelectual no protegen estilos ni ritmos
Obviamente, el veto de tomar discos ajenos es aplicable a todo tipo de m¨²sicas. Ignorarlo trae consecuencias funestas: el grupo brit¨¢nico The Verve no recibi¨® ni un c¨¦ntimo de su inmortal Bitter sweet symphony (1997). El error consisti¨® en empapar la pieza con las cuerdas de una versi¨®n instrumental de The Last Time, ¨¦xito de los Rolling Stones en 1965. En compensaci¨®n, la empresa propietaria del tema exigi¨® ¨Cy consigui¨®- todos los ingresos derivados de Bitter Sweet Symphony y el cambio de autores. Como veremos, los propios Stones tambi¨¦n fueron pillados en falta.
Cuando no se llega a un acuerdo econ¨®mico para samplear tal fragmento, queda la opci¨®n de recrearlo con m¨²sicos profesionales. No se paga a la discogr¨¢fica original pero s¨ª a la editorial que controla la canci¨®n. De ah¨ª que los cr¨¦ditos de algunas grabaciones raperas parezcan la alineaci¨®n de un equipo de f¨²tbol: el primer ¨¦xito de Puff Daddy, Can¡¯t Nobody Hold me Down, ven¨ªa firmado por once personas.
Ning¨²n compositor renuncia al dinero m¨¢s dulce del negocio musical: el que se gana sin hacer nada, a partir de un lejano momento de inspiraci¨®n. En teor¨ªa, cada vez que una canci¨®n suena ¨Cen directo, en la radio, etc¨¦tera- se genera una cantidad que llega a sus autores, aunque recortada por los ¡°gastos de gesti¨®n¡±.
Las editoriales musicales, sean compa?¨ªas independientes o ap¨¦ndices de grandes discogr¨¢ficas, funcionan como silenciosas minas de oro. Lo del silencio se explica por su escaso personal: son oficinas de reparto, que delegan las antip¨¢ticas labores de recaudaci¨®n en organizaciones como SGAE, la francesa SACEM o la alemana GEMA. Aparte, las editoriales buscan maximizar ingresos colocando su cat¨¢logo en discos, anuncios, pel¨ªculas. Y se ponen en modo de ataque cuando detectan aroma a plagio.
No nos enteramos de la mayor¨ªa de los conflictos. Se pacta una cantidad substanciosa y muchas veces el autor plagiado ni siquiera llega a aparecer en los cr¨¦ditos. As¨ª, Jim Morrison firma como ¨²nico creador de Hello I love you (1968), de The Doors, a pesar de que Ray Davies, cabecilla de The Kinks, logr¨® que los californianos reconocieran lo evidente: su parecido con All Day and All of the Night (1964), segundo ¨¦xito del grupo brit¨¢nico.
Ocurre constantemente. Sam Smith, el triunfador de los pasados Grammy, est¨¢ obligado a compartir los derechos editoriales de Stay with me con Tom Petty y Jeff Lynne, compositores del desafiante I Won¡¯t Back Down (1988). Smith y sus ayudantes salvaron la honra jurando que la semejanza era casual.
En la vanguardia electr¨®nica, se reivindic¨® el sampler como leg¨ªtimo instrumento creativo. Pero no col¨®
La historia sugiere que mejor no recurrir a los tribunales. George Harrison se empecin¨® en negar las afinidades entre su glorioso My Sweet Lord (1970) y He¡¯s so fine, primer ¨¦xito de las Chiffons. Cuesti¨®n de dinero (George era el m¨¢s taca?o de los Beatles) y tambi¨¦n de orgullo: imposible aceptar que su himno religioso derivara de una canci¨®n banal, producida de modo industrial. El beatle perdi¨®, aunque el magn¨¢nimo juez federal acept¨® la posibilidad del plagio subliminal. Humillado, Harrison se sinti¨® paranoico al elaborar canciones nuevas y algunos de sus ¨ªntimos sugieren que su carrera como solista descarril¨® tras ese desastre.
El asunto My Sweet Lord viene a recordar un peligro del estrellato: rodeado de lacayos y amigotes, nadie se atreve a aguar la fiesta se?alando algo dudoso en la ¨²ltima ¡°ocurrencia genial¡±. En 1997, los Rolling Stones iban a publicar Anybody Seen my Baby como adelanto de su ¨¢lbum Bridges to Babylon. Ten¨ªa un sonido moderno, como le gustaba a Mick Jagger, pero Angela Richards, hija de Keith, y sus amigas comprobaron que se pod¨ªa cantar por encima Constant Craving, el hit de 1992 de K. D. Lang. Rojos de verg¨¹enza, los Stones plantearon la situaci¨®n a la cantautora canadiense. Lang acept¨® no denunciar el ¡°plagio subconsciente¡± a cambio de participar en los derechos editoriales.
No nos enteramos de la mayor¨ªa de conflictos. Se pacta un dinero y muchas veces el? plagiado no aparece en los cr¨¦ditos
Estamos ante una casu¨ªstica infinita: rara es la gran figura que no ha chocado con alguna canci¨®n. John Fogerty fue acusado de autoplagio: su The Old Man Down the Road (1984) ten¨ªa m¨¢s que un aire a Run Through the Jungle (1970), grabada por su grupo anterior, Creedence Clearwater Revival, perteneciente a otra editorial. Fue una batalla m¨¢s dentro de una guerra prolongada entre Fogerty y Saul Zaentz, productor cinematogr¨¢fico que hizo fortuna con los millonarios discos de la Creedence. Armado con una guitarra, Fogerty toc¨® ambas canciones y demostr¨® que, a pesar de que compartieran estilemas, eran composiciones diferentes.
En eso fracasaron Thicke y Pharrell Williams. La opini¨®n general entre los observadores es que el jurado se movi¨® por impulsos humanitarios: enfrentado a unos triunfadores hedonistas, prefiri¨® entregar el bot¨ªn ¨Crecuerden, 7.300.000 d¨®lares- a los litigantes modestos, los herederos de Marvin Gaye.
Habr¨¢ recurso, aseguran. Mientras sigan vigentes las achacosas leyes de la propiedad intelectual, veremos muchas demandas similares. Es una buena noticia para los abogados especializados. Y para los cazadores de posibles plagios, music¨®logos o simples personas con buenos o¨ªdos: hay faena para los que sepan localizar estructuras sospechosas en los grandes pelotazos y escribir informes periciales. Eso que oyen de fondo no es un instrumento de percusi¨®n: son los listos frot¨¢ndose las manos.
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