El nuevo intelectual
En una visita a Barcelona, no har¨¢ de eso muchos a?os, Umberto Eco y su esposa paseaban por el Paseo de Gracia cuando ella, con pasmo ante un escaparate de la avenida, qued¨® prendada de un bolso de una marca car¨ªsima, al alcance de pocos bolsillos. Mir¨® de reojo a su marido, y este le dijo: ¡°?Gasta, gasta; tenemos mucho dinero!¡±.
Era verdad. Como todo profesor universitario, Eco empez¨® su prodigiosa carrera ganando lo que corresponde a esa nueva clase de proletariado urbano que son los profesores. No tard¨® en vincularse al mundo editorial ¡ªyo lo conoc¨ª en la sede de la casa Bompiani, en Mil¨¢n, a inicios de los a?os setenta¡ª, una iniciativa que no respond¨ªa solamente a una cuesti¨®n pro pane lucrando, sino, m¨¢s bien, a una estrategia pol¨ªticoliteraria: si se embarcaba en el redescubrimiento de la semi¨®tica ¡ªciencia ya perfectamente conocida por Locke en el siglo XVII¡ª y la sociolog¨ªa de los medios de comunicaci¨®n, la editorial podr¨ªa, y ese fue el caso, potenciar tanto una disciplina acad¨¦mica como un negocio con visos de prosperidad. Algo as¨ª pod¨ªa hacerse con una materia tan atractiva, por aquellos a?os, como la semiolog¨ªa, pero Eco jam¨¢s podr¨ªa haber hecho lo mismo con los magn¨ªficos trabajos medievales o joyceanos de sus primeros a?os de actividad: la est¨¦tica de santo Tom¨¢s, acerca de la que escribi¨® un libro magn¨ªfico, no era en modo alguno un material que pudiese resultar fructuoso.
Pero Umberto Eco no pareci¨® contentarse con esto. Al cabo de dos decenios, cuando ya se hab¨ªa convertido en padre de la semi¨®tica universal a pesar de las feroces cr¨ªticas que siempre le dispens¨® Julia Kristeva, descubri¨® que pose¨ªa una querencia no solo por el estudio de la filosof¨ªa medieval, la literatura universal y las ciencias de los signos, sino tambi¨¦n por el g¨¦nero de la novela. Escribi¨® en 1980 El nombre de la rosa ¡ªnovela interesante por la sabidur¨ªa que contiene, pero mediocre, como todas las suyas, si nos atenemos al estilo¡ª. El libro se convirti¨® en un ¨¦xito de ventas en todas partes, y el profesor se volc¨® en la redacci¨®n de una serie de romances, escritos todos con la astucia propia de alguien que sab¨ªa perfectamente qu¨¦ es lo que puede gustarle al lector com¨²n: se hizo inmensamente rico. No dej¨® de estudiar y de publicar su peculiar ensay¨ªstica de pol¨ªgrafo, por suerte para ¨¦l mismo y para los dem¨¢s, pero inici¨® la tercera etapa de su vida dedic¨¢ndose m¨¢s a viajar, a publicar libros ilustrados ¡ªapasionantes, en verdad¡ª, sobre lo bello, lo feo, los lugares imaginarios y las listas de todo lo que se pueda listar en este mundo, y, finalmente, a coleccionar ejemplares exquisitos, raros y excepcionales: la m¨¢s delicada de sus aficiones.
?Qu¨¦ es lo que hab¨ªa sucedido en la larga biograf¨ªa de este humanista a quien nada humano le resultaba ajeno, alguien que hab¨ªa iniciado su cursus honorum, por decirlo as¨ª, como profesor ayudante, hasta convertirse en uno de los hombres de letras m¨¢s conocidos en Italia y fuera de ella, respetado, admirado, y, sobre todo, envidiado? Sucedi¨® lo mismo que hab¨ªa pasado con sus colegas parisienses hacia la misma ¨¦poca: empezaron como profesores, fundaron editoriales, divulgaron una especie de po¨¦tica neoaristot¨¦lica o neorret¨®rica, vieron c¨®mo esa disciplina perd¨ªa adeptos, y acabaron escribiendo novelas de escasa calidad: ah¨ª est¨¢ el caso de Philippe Sollers para darse cuenta de que el fen¨®meno alcanz¨® a m¨¢s de un pa¨ªs en nuestro continente.
Y es que la figura del intelectual, en los tres ¨²ltimos siglos, ha conocido unas transformaciones sorprendentes. Eco ya no ten¨ªa nada que ver ni con Pascal ni con Spinoza, que a¨²n fueron hombres de scriptorium; tampoco se pareci¨® a los grandes ilustrados, como los sabios Bayle, D¡¯Alembert o Diderot, capaces de dedicar toda su vida y sus escasos recursos a editar enciclopedias fastuosas; no se comprometi¨® con las m¨¢s apremiantes cuestiones pol¨ªticas de su tiempo salvo para mostrarse como un pensador liberal ¡ªpero menos que Russell o Berlin, por ejemplo¡ª; ni posey¨®, por fin, el perfil de un Voltaire, un Victor Hugo, un Zola o un Jean-Paul Sartre, dispuestos a aceptar el exilio interior y exterior o de subirse a un bid¨®n de gasolina para azuzar la conciencia de la clase obrera en una f¨¢brica de autom¨®viles.
Fue un bon vivant, un tipo listo y de enorme inteligencia, un gran amigo, un hombre con gusto ¡ªm¨¢s cuando se pon¨ªa a pensar que cuando se puso a fabular¡ª, un hombre espabilado ¡ªlimpi¨® el p¨¢bilo de sus actividades cada vez que la llama de la candela perdi¨® vigor¡ª y un intelectual perspicaz, mundano, c¨ªnico en el sentido m¨¢s noble de la palabra, m¨¢s esc¨¦ptico que Montaigne y m¨¢s tempestivo que ninguno de sus colegas. Su muerte es lamentable como lo son todas. La lecci¨®n de su vida resulta paradigm¨¢tica en un sentido que ¨¦l mismo debi¨® de conocer: se acab¨® el tiempo de los intelectuales puros, solitarios, flacos, pobres, sacrificados y temerarios, y empez¨®, con ¨¦l y su generaci¨®n, el tiempo de una nueva forma y substancia del ser intelectual.
Jordi Llovet es cr¨ªtico literario, traductor y catedr¨¢tico de Teor¨ªa de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de Barcelona.
Babelia
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