El ruido que no cesa
En su ¨²ltima novela, Julian Barnes se vale del compositor ruso Dmitri Shostak¨®vich para entonar una reflexi¨®n sobre el arte y el poder, un personaje y un terreno muy resbaladizos
A los lectores fieles de Julian Barnes dif¨ªcilmente les habr¨¢ sorprendido que el protagonista de su nueva novela sea un compositor, ya que dos de los relatos contenidos en La mesa lim¨®n (2004) dejaban bien claras las querencias musicales del escritor brit¨¢nico: en ¡®Vigilancia¡¯, el protagonista asiste, asediado por las toses vecinas, a un concierto en el Royal Festival Hall en el que se interpreta la Cuarta sinfon¨ªa de Shostak¨®vich, mientras que en ¡®El silencio¡¯, que cierra el volumen, nos habla un anciano e innominado Jean Sibelius.
Tampoco se habr¨¢n extra?ado sus admiradores de m¨¢s largo recorrido de que sea precisamente Dmitri Shostak¨®vich el protagonista de esta nueva entrega novel¨ªstica de Barnes, ya que en El puerco?esp¨ªn (1992) hab¨ªa urdido una trama en torno a un personaje inspirado inequ¨ªvocamente en Todor Zhivkov, el incombustible l¨ªder comunista de Bulgaria. Poder, comunismo, opresi¨®n y totalitarismo son el territorio com¨²n de ambas novelas, aunque la primera estaba construida como un debate dial¨¦ctico entre el dictador y el fiscal que lo incrimina tras su ca¨ªda en desgracia y, casi a modo de antinomia del gran silencio final del compositor finland¨¦s, El ruido del tiempo nos ofrece un largo mon¨®logo interior ¡ªaunque escrito en tercera persona¡ª del m¨¢s genial, esquivo y contradictorio de los compositores sovi¨¦ticos.
No es la primera vez que Shostak¨®vich aparece como personaje novel¨ªstico y de tal guisa lo recordar¨¢n muchos lectores en la espl¨¦ndida y ambiciosa Europa Central (2005), de William T. Vollmann, aunque en ella comparte protagonismo con otros personajes hist¨®ricos y, am¨¦n de ser el inevitable creador fiscalizado y oprimido por el r¨¦gimen, es, sobre todo, un hombre enamorado. Y un Shostak¨®vich heroico, aunque no ficcionalizado, inmerso en la composici¨®n de su tit¨¢nica S¨¦ptima sinfon¨ªa en su ciudad natal, aparece tambi¨¦n en Leningrado. Asedio y sinfon¨ªa, de Brian ?Moynahan, que public¨® el a?o pasado Galaxia Gutenberg, o en Symphony for the City of the Dead. Dmitri Shostakovich and the Siege of Leningrad (2015), de Matthew Tobin Anderson, a¨²n in¨¦dita en espa?ol.
Barnes construye su novela por medio de tres calas equidistantes en la biograf¨ªa del compositor, tres episodios bien conocidos y no especialmente originales: el editorial de Pravda (¡®Caos en vez de m¨²sica¡¯) que denigraba Lady Macbeth del distrito de Mtsensk dos d¨ªas despu¨¦s de que Stalin hubiera asistido a una representaci¨®n de la ¨®pera (1936); un nuevo ataque al supuesto formalismo de su m¨²sica por parte de las autoridades (1948) y su viaje a Nueva York el a?o siguiente como miembro de la delegaci¨®n sovi¨¦tica en el Congreso Cultural y Cient¨ªfico para la Paz Mundial; y su tard¨ªa afiliaci¨®n formal al Partido Comunista, que le impusieron para poder ser nombrado presidente de la Uni¨®n de Compositores de la Federaci¨®n Rusa (1960). Los tres est¨¢n separados por 12 a?os y Barnes los salpica de datos que va dejando caer desordenadamente, con constantes saltos atr¨¢s y adelante, para dar apariencia de verosimilitud a ese flujo de conciencia que, sin embargo, raras veces la tiene.
Al elegir sus temas, el brit¨¢nico sab¨ªa que incursionaba en un terreno minado, que le obligaba a tomar partido en una guerra, pero lo ha hecho en el bando equivocado. Admite que sus dos principales fuentes han sido Shostakovich. A Life Remembered, historia oral en la que Elizabeth Wilson deja que hablen otros ¡ªm¨¢s complacientes que cr¨ªticos¡ª para transmitir una sensaci¨®n de neutralidad, y Testimonio, el gigantesco fraude perpetrado por Solomon Volkov en 1979 y el principal desencadenante de las llamadas ¡°guerras de Shostak¨®vich¡±, cuyo fuego cruzado sigue a¨²n alcanzando a uno y otro bando. Mejor hubiera hecho Barnes en dejarse inspirar, aunque sin su vehemencia, por Richard Taruskin, o bucear en los hechos desnudos tal como viene desen?tra?¨¢ndolos y desmitific¨¢ndolos Leonid Maksimenkov, o releer la desapasionada biograf¨ªa de Laurel E. Fay, la primera en desmontar, bistur¨ª y pruebas concluyentes en mano, la burda patra?a de Volkov.
Barnes se decanta, por tanto, por lo que Ian MacDonald llam¨®, en otro libro cuajado de inexactitudes, ¡°el nuevo Shostak¨®vich¡±, es decir, el disidente secreto, el que hac¨ªa justo lo contrario de lo que parec¨ªa estar haciendo, el artista aplastado por el r¨¦gimen (que, sin embargo, lo inund¨® de cargos oficiales y condecoraciones, seis premios Stalin incluidos), el que inclu¨ªa constantes mensajes en clave en sus composiciones, el que ha acabado prendiendo en la opini¨®n p¨²blica e imponi¨¦ndose en las salas de concierto occidentales. Pero se ha escrito tanto sobre todos estos temas que despacharlos en una novelita de 200 p¨¢ginas y casi rigurosamente mon¨®dica, sin la soberbia polifon¨ªa que encumbr¨®, por ejemplo, El loro de Flaubert a alt¨ªsima literatura, se antoja una empresa de riesgo y salpicada de torres de alto voltaje. Es demasiado ¡ªy demasiado complejo¡ª lo que sabemos, pero El ruido del tiempo parece obviarlo, lo que la hace nacer irremediablemente trasnochada. Contiene, s¨ª, buenas frases aisladas (como una alusiva al propio t¨ªtulo: ¡°El arte es el susurro de la historia que se oye por encima del ruido del tiempo¡±, p¨¢gina 105) o pasajes logrados, como el dedicado a Shakespeare (p¨¢ginas 100-102), pero el conjunto se compadece mal con el endiablado rompecabezas de Shostak¨®vich que ha ido arm¨¢ndose en las tres ¨²ltimas d¨¦cadas. Barnes maneja con soltura y oficio unas cuantas piezas, pero tanto el hombre privado, tan introvertido e inaprehensible, como el hombre p¨²blico, cuya contumaz connivencia con un Estado exterminador le salv¨® sin duda la vida, solo se atisban, en el mejor de los casos, en los bordes del puzle: todo el centro est¨¢ hueco. Y el campo de batalla se mantiene tal cual estaba antes de la inane aportaci¨®n del ingl¨¦s.
Ning¨²n asombro habr¨ªa producido a Shostak¨®vich el esperpento urdido la semana pasada por Putin y Gu¨¦rguiev en Palmira
En vez de escoger esta peligrosa senda, Barnes podr¨ªa haber sacado mucho m¨¢s partido, por ejemplo, de la amistad postrera, tan literaturizable y a¨²n poco explotada, entre Shostak¨®vich y su compatriota Benjamin Britten, dos hombres que se conocieron ya con el coraz¨®n cansado, como el del ¡°solitario en oto?o¡± del tan admirado por ambos Gustav Mahler, y que forjaron, superando todos los obst¨¢culos y col¨¢ndose entre las rendijas del tel¨®n de acero, una historia ¨²nica de complicidades, influencias, despedidas y dedicatorias mutuas.
A favor de la elecci¨®n de Barnes juega, en cambio, la tozuda realidad: no hay nada nuevo bajo el sol, y los reg¨ªmenes dictatoriales, ex lege o de facto, siguen imponiendo al arte y a los artistas labores propagand¨ªsticas: ning¨²n asombro habr¨ªa producido a Shostak¨®vich, por ejemplo, el esperpento urdido la semana pasada por el inicuo Vlad¨ªmir Putin y el ubicuo Valeri Gu¨¦rguiev en las ruinas reci¨¦n reconquistadas de Palmira. Tambi¨¦n all¨ª el Poder (con may¨²scula, como le gusta escribir a Barnes) dej¨® claras las reglas del juego: mientras que solistas y director ¡ªla nomenklatura¡ª se proteg¨ªan del sol con una gorra blanca, los m¨²sicos de la orquesta ¡ªel pueblo¡ª tocaban a pelo.
Como suele ser tristemente habitual, y a pesar de que Barnes se refiere muy tangencialmente a la m¨²sica de verdad (y es aqu¨ª donde radica la grandeza de Shostak¨®vich) y de que su prosa apenas contiene t¨¦rminos musicales como tales, la traducci¨®n chirr¨ªa estrepitosamente en cuanto asoman t¨ªmidamente la cabeza. No puede hablarse, por ejemplo, de un ¡°fabricante de violines¡± (p. 24) o de que ?alguien los ¡°fabricaba como pasatiempo¡± (p. 55), sino, en todo caso, de un ¡°constructor¡± o de que los ¡°constru¨ªa¡±. Las preposiciones tambi¨¦n juegan malas pasadas: no existe el g¨¦nero del ¡°tr¨ªo de piano¡± (p. 27), hasta gramaticalmente incorrecto, y debe decirse con piano, como tampoco cabe hablar de una ¡°sonata de violonchelo¡± sino para violonchelo. ¡°En tono mayor¡± y ¡°en tono menor¡± (p. 69) o, a¨²n peor, ¡°en escala mayor¡± (p. 192) son tambi¨¦n errores muy burdos, ya que Barnes quiere decir ¡°en modo mayor¡± y ¡°en modo menor¡±. Tampoco existe el ¡°clarinete principal¡± (p.?95) o el ¡°fagot principal¡± (p.?186) en una orquesta, sino que se trata en ambos casos del clarinete o el fagot ¡°solista¡±. Pero la palma se la llevan dos patinazos al comienzo: cuando Barnes dice que el padre y la madre de Shostak¨®vich ¡°played four-handed piano¡±, el traductor obra el prodigio de que los 20 dedos fueran del padre en solitario: ¡°tocaba el piano a cuatro manos¡± (p. 31); y al referirse indirectamente al o¨ªdo absoluto del compositor con su lejano recuerdo de ¡°four blasts of a factory siren in F sharp¡±, nos encontramos con ¡°el fa agudo de los cuatro pitidos de la sirena de una f¨¢brica¡± (p.?18), en vez de, con m¨¢s correcci¨®n y menos agudeza, ¡°cuatro toques de sirena en fa sostenido de una f¨¢brica¡±.
El t¨ªtulo est¨¢ prestado de las memorias de ?sip Mandelstam, que s¨ª padeci¨® en sus carnes la brutalidad estalinista
Aunque no se indica en el libro, Barnes ha tomado prestado su t¨ªtulo El ruido del tiempo de las memorias en prosa (1925) de ?sip Mandelstam, del mismo modo que en su anterior novela, El sentido de un final, se apropi¨® del que encabezaba el formidable ensayo hom¨®nimo (1967) de Frank Kermode. Mandelstam s¨ª que padeci¨® en sus propias carnes la brutalidad despiadada del aparato represivo estalinista y en su biograf¨ªa hay much¨ªsimos m¨¢s tintes heroicos que en la de Shostak¨®vich. Una fotograf¨ªa tomada tras su arresto definitivo en 1938, pocos meses antes de caer aniquilado en tierra de nadie, nos muestra a un anciano ajado y sufriente, no a un hombre en el esplendor de sus 47 a?os. Dmitri Dm¨ªtrievich, por el contrario, no corri¨® la suerte de millones de sovi¨¦ticos inocentes y muri¨® apaciblemente en un hospital de Mosc¨² en 1975 de un c¨¢ncer de pulm¨®n de resultas de su largu¨ªsima adicci¨®n al tabaco, y en su obituario oficial, con una lista de 85 firmas encabezada por la de Leonid Br¨¦zhnev, fue cantado como ¡°un hijo leal del Partido Comunista¡± que hab¨ªa ¡°dedicado toda su vida al desarrollo de la m¨²sica sovi¨¦tica, a la afirmaci¨®n de los ideales del humanismo y el internacionalismo socialista¡±. Qu¨¦ dos muertes tan diferentes.
Miguel Hern¨¢ndez public¨® El rayo que no cesa en enero de 1936, el mismo mes y a?o en que Stalin asisti¨® a Lady Macbeth del distrito de Mtsensk y Pravda escupi¨® el infamante editorial que marcar¨ªa y amedrentar¨ªa casi de por vida a Shostak¨®vich. Seis a?os despu¨¦s le llegar¨ªa en Alicante una muerte temprana y no muy distinta de la de Mandelstam, otro poeta inocente. El terceto de un soneto de ese libro que vio la luz en aquel a?o aciago sirve para los tres y posee m¨¢s fuerza y mayor verdad que muchas de las p¨¢ginas a menudo insulsas y distantes de Julian Barnes: ¡°Como toro me crezco en el castigo, / la lengua en coraz¨®n tengo ba?ada / y llevo al cuello un vendaval sonoro¡±. El ruido, siempre el ruido.
El ruido del tiempo. Julian Barnes. Traducci¨®n de J. Zulaika. Anagrama, Barcelona, 2016. 208 p¨¢ginas.
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