?Por qu¨¦ hab¨ªa que estudiar para ver a Susan Sontag?
Curiosa hasta la extenuaci¨®n, la escritora odiaba los lugares comunes y no perdi¨® ni un segundo de su vida
Para encontrarse con Susan Sontag hab¨ªa que estudiar muy bien a Susan Sontag. Odiaba los lugares comunes, los chistes f¨¢ciles y los juegos de palabras. No te dejaba suponer ni irte por las ramas. Estaba atenta como un ¨¢guila. Cuando te desviabas de su libro de estilo de entrevistada te miraba como si te mordiera la mano.
Cuando lleg¨® a Madrid, en la primavera de 1978, ya ten¨ªa el mech¨®n blanco. Sus ropas holgadas, sus pantalones, sus zapatones, el color negro, el violeta. Interrump¨ªa las preguntas si ¨¦stas se desviaban o apuntaban a generalidades. ?En qu¨¦ contexto escribe usted este libro de ensayos? ¡°Yo no escribo mis libros en un contexto: los escribo en mi habitaci¨®n¡±.
Era muy dif¨ªcil arrancarle una sonrisa. Su carcajada acababa pronto, como si el ¨¢nimo hubiera que administrarlo. Esa vez vino al estreno espa?ol de la pel¨ªcula Morir en Madrid que produjo Nicole St¨¦phane, la actriz y cineasta francesa con la que tuvo una larga relaci¨®n sentimental. Reci¨¦n enterrado el franquismo, ella pensaba que la Gran V¨ªa se iba a cerrar para ese estreno. ¡°Mis amigos en Nueva York cre¨ªan que ven¨ªa al final simb¨®lico de la Guerra Civil¡±. Pero ya Espa?a pensaba en otra cosa. ¡°Cuando yo llegu¨¦ a Madrid me di cuenta de que el estreno de la pel¨ªcula no resultaba tan hist¨®rico ni tan simb¨®lico¡±.
Ya hab¨ªa pasado lo peor de su enfermedad, un c¨¢ncer. Ese mal caus¨® estragos en su cuerpo y le dio velocidad a su vida. Ni un minuto sin actividad, una curiosidad abrasadora. Como si se comiera el tiempo.
La enfermedad y sus met¨¢foras fue su libro sobre esa lucha decisiva contra el mal. De ah¨ª qued¨®, como una bandera, ese mech¨®n blanco. Quer¨ªa estar a la vez en el Prado y en Lucio, y en las ventas de la calle, en la Feria del Libro, despierta a todas horas, se llamaba Susan Energ¨ªa. La vida ten¨ªa que ser un ruido. En Cartagena de Indias, muchos a?os m¨¢s tarde, convert¨ªa hasta la piscina en un ring de sus luchas. ?Estar quieta en el borde? Qu¨¦ va. Nadar, nadar, nadar hasta el olvido. En aquella atm¨®sfera de humedad al 90%, al atardecer gris del Caribe, ella entraba y sal¨ªa del agua oscura, vestida de negro. Chorreando como si sudara. Ah¨ª mismo, en Cartagena, sinti¨® que ten¨ªa que desafiar la atm¨®sfera, y cruz¨® calles en busca de exposiciones o fetiches, sudando su marat¨®n humano, huyendo del silencio de los sitios. En la cena que le dieron sus anfitriones sinti¨® que la her¨ªan con su desconocimiento¡ de Susan Sontag. Y estuvo sin hablar hasta despu¨¦s de la sobremesa, como una ni?a ofendida. Al d¨ªa siguiente le dijeron, y¨¦ndose ya del Caribe: Quiz¨¢ debi¨® ser usted m¨¢s conmiserativa. ¡°?Me port¨¦ mal? ?No tuve una actitud adecuada?¡± Nunca antes, ni despu¨¦s, vi sollozar a Susan Sontag. Pero ese d¨ªa llor¨®, arrepentida de ser la ni?a que ten¨ªa por dentro.
Quiso conocer a Jos¨¦ Saramago, ver en Lanzarote (donde pudo haber transcurrido su El amante del volc¨¢n, que sucedi¨® en N¨¢poles) la geograf¨ªa de C¨¦sar Manrique. Saramago era una obsesi¨®n, su escritura escueta, hecha con fuego, tan terrenal. Estaba exultante, una joven Susan entre aquellos volcanes. El distribuidor de sus libros en la isla pregunt¨® ¡°por qu¨¦ Susan Sontag va a este hotel en concreto¡±. De todo lo que escuch¨® ella entendi¨® la palabra ¡°hotel¡±. Y pregunt¨®:
¡ª?Ha dicho que quiz¨¢ este no es el hotel que me merezco?
Le gustaba deletrear nuestra lengua, sus nombres propios (Juan Goytisolo, Federico Garc¨ªa Lorca, Carlos Fuentes, Pedro Almod¨®var, Vicente Molina-Foix), pero no dominaba el idioma. A la vuelta de aquel viaje a la geograf¨ªa de Saramago (y de Manrique) un amigo al que ella admiraba le dijo: ¡°?Y qu¨¦ se te ha perdido en Lanzarote?¡± Ella mir¨® a su editor, que la hab¨ªa llevado de viaje, y le pregunt¨®:
¡ª?Eso! ??Por qu¨¦ me has llevado a Lanzarote?!
Susan quer¨ªa una cosa y la contraria a la vez; viv¨ªa pendiente del mundo entero, de las noticias, como si fueran volcanes o met¨¢foras. Y de s¨ª misma, claro. Un escritor hab¨ªa enviado a EL PA?S un art¨ªculo sobre El amante del volc¨¢n. ¡°Y mira, Susan, han preferido dar otro. He roto el m¨ªo, naturalmente¡±. Su mirada bram¨®, como si el restaurante se hubiera prendido del fuego de sus ojos y ¨¦stos incendiaran al culpable.
En momentos pac¨ªficos amaba los mariscos, la comida japonesa, los restaurantes que ya conoc¨ªa, los nombres propios, la cultura, las referencias. Lleg¨® a Madrid (para firmar libros, El amante del volc¨¢n) y casualmente fue a su caseta la Reina de Espa?a de entonces (1995). El libro pasaba en N¨¢poles y ella y Do?a Sof¨ªa departieron como coet¨¢neas que hubieran nacido en el mismo sitio. Luego EL PA?S la sac¨® en la portada. Cuando se present¨® la novela, unos d¨ªas m¨¢s tarde, la gente no cab¨ªa en el C¨ªrculo de Bellas Artes. Ella estaba al lado de Saramago, de Goytisolo, de Molina-Foix, y era feliz, sonre¨ªa. Ahora, por decirlo as¨ª, se hab¨ªa parado la Gran V¨ªa para un estreno suyo.
Te pod¨ªa desarmar con una mirada, con un desd¨¦n. Pero hab¨ªa en su car¨¢cter algo que parec¨ªa a la vez un volc¨¢n y un tormento, una furia de b¨²squeda y de huida. Su hijo, David Rieff, ensayista, escritor, editor, que fue con ella a Lanzarote y que fue quien organiz¨® que descansara para siempre en Par¨ªs, cerca de donde tambi¨¦n est¨¢ enterrado Samuel Beckett, escribi¨® un libro conmovedor sobre ella (Un mar de muerte. Recuerdos de un hijo). Ah¨ª Rieff recoge un poema de Philip Larkin sobre el terror a la muerte y ¨¦l mismo dice de su madre: ¡°Muri¨® como hab¨ªa vivido: sin reconciliarse con la mortalidad, incluso despu¨¦s de haber sufrido tanto dolor; y ?cu¨¢nto dolor sufri¨®, por Dios!¡± Le hubiera querido decir a su madre (¡°la melena canosa y negra y la intensidad de los ojos oscuros¡±): ¡°No te deleites tanto con la vida, siempre la valoraste demasiado¡±.
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