Finales de oro
Si las cosas no tuvieran final no valdr¨ªa la pena amarlas. Ahora muchos comprueban esta sentencia al finalizar el veraneo. M¨¢s all¨¢ de lo injustamente trivial que parezca, el veraneo es todo menos un devaneo. Con el devaneo se va y se viene se empieza y se recrea pero, en verdad, las experiencias importantes solo cuentan con un vago un t¨¦rmino severo. Un inicio, frecuentemente borroso, y un final que sella con implacable nitidez.
No hay novela inolvidable sin final rotundo. El texto puede danzar de aqu¨ª para all¨¢, amargarse o endulzarse, pero el fin como acu?a Tolstoi en Ana Karenina es una persignaci¨®n de fe y un lanzamiento suicida bajo el tren.
En general, nada ser¨ªa tan arrebatador si no terminara mal. Porque, ?qu¨¦ final feliz, en definitiva, puede considerarse portentoso? Todo happy end nos emboba a base de ilusi¨®n. El broche, en cambio, de cualquier historia llega a ser veros¨ªmil gracias al colmo de una desdicha que cerrar¨¢ el relato como un aguacero.
Lo feliz en el final opera como una m¨¢scara escarchada, puesto que la cultura del g¨¦nero humano se sella con la muerte a secas, ni menos ni m¨¢s. En las pel¨ªculas, las funciones de teatro, los libros o en los cuadros el valor se adhiere espont¨¢neamente a su tr¨¢gica belleza. La belleza total.
Porque, ?c¨®mo imaginar lo hermoso en la belladona y no por el contrario en la rubrica de la jetlla dona? Cualquier civilizaci¨®n posee en su coraz¨®n la flor de su decadencia y cualquier ¨¦xito termina embarrado en el fracaso de la muerte.
El principio es cosa de ni?os, el final es un asunto de gigantes, mes¨ªas o criminales. De ah¨ª que muchas obras en la literatura o en el cine adelanten su inter¨¦s al revelar su final. Todo principio es com¨²n, popular, cosa de calderilla pero el relente del final, el bisel de la muerte o pertenece a la cima del valor.
De hecho, nadie ser¨ªa nada sin su muerte porque parad¨®jicamente el valor marginal de cada ser vivo ser¨ªa entonces, crecientemente. igual a cero.
Nacemos con la promesa de obtener alg¨²n prestigio gracias al don de perecer. No decaen los grandes personajes de los libros, ni los autores valiosos por obra de una existencialidad sin m¨¢s. Lo determinante para lograr un timbre de gloria reside en la capacidad de llegar a ser un muerto. Nadie le vencer¨¢ entonces. Y la victoria de cada artista culminar¨¢ en su m¨¦rito, rociado de muerte.
El fin lo cura todo, lo vivifica todo. O ?c¨®mo pensar en ser eterno sin encharcarse en la mediocridad? ?C¨®mo imaginar nada ilustre sin el exquisito lustre de su desaparici¨®n? O seres humanos o animales. Y los segundos raramente veranean o tienen algo extraordinario que decir despu¨¦s.
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