El caso James Rhodes
La mercadotecnia del dolor impulsa la carrera pian¨ªstica del autor de "Instrumental"
Formo parte de los lectores que se quedaron sobrecogidos con el memorial de James Rhodes y de los mel¨®manos a quienes inquietan sus recitales lacrim¨®genos. El pianista, parad¨®jicamente, vive del escritor. Y ha logrado sugestionar a un p¨²blico que acude a los conciertos para solidarizarse con su tormento. Un ni?o del que abusaron. Un hombre descoyuntado que intent¨® suicidarse. Y que se tatu¨® el nombre de Rachmaninov a sangre y fuego, como si fuera el acr¨®nimo de la pasi¨®n y la muerte.
La resurrecci¨®n se la ha proporcionado Instrumental, un libro feroz y divertido, tragic¨®mico, doloroso, que Rhodes convirti¨® en terapia y que los tribunales estuvieron a punto de prohibir porque las memorias pod¨ªan atormentar a su hijo menor de edad en caso de que cayeran entre sus manos, como caen en las manos de La Piet¨¢ las entra?as de Cristo.
A Rhodes le salvaron la m¨²sica y la palabra. Le salv¨® Bach en la matem¨¢tica de la metaf¨ªsica, subiendo pelda?o a pelda?o como una de esas escaleras que Rogier van der Weyden coloca en sus cuadros para abstraer al Crucificado de su dolor.
Piedad merece Rhodes, y compadecimiento, pero el ¨¦xito comercial de sus memorias y el fen¨®meno mercantil de sus giras -hasta Salvados le ha dedicado un programa, propiciando el entusiasmo de los l¨ªderes de Podemos- invitan a preguntarse si no se est¨¢ produciendo una sobreexplotaci¨®n de la l¨¢grima, y si el histerismo de muchos de sus partidarios no ha engendrado acaso un proceso de canonizaci¨®n desmesurado, entre el esnobismo, la sensibler¨ªa y la leg¨ªtima empat¨ªa hacia el cong¨¦nere atormentado.
Rhodes es un pianista correcto, capaz, solvente, nada extraordinario, quiero decir, pero impresiona el sentido del oportunismo con que su evisceraci¨®n literaria o libresca han engendrado una carrera que idealiza mucho m¨¢s al fen¨®meno que al pianista. Y entiendo que es tentador aferrarse a la experiencia cat¨¢rtica que proporcionan sus terapias de grupo en un auditorio de pros¨¦litos anonadados, pero se desprenden de esta comuni¨®n los s¨ªntomas una sospechosa ceremonia fetichista. La m¨²sica queda subordinada a un papel instrumental. Instrumental.
Se dir¨ªa que los conciertos se transforman en sesiones cl¨ªnicas bilaterales, en psicodramas. Y que se eleva a Rhodes a rango de jefe de secta, cuando sus dotes pian¨ªsticas resultan anecd¨®ticas en comparaci¨®n con otros colegas que tuvieron una vida tan dichosa como Maurizo Pollini, que fuma a escondidas de su esposa, o tan estrafalaria como la de Sokolov. Que es un tipo raro, muy raro, y exc¨¦ntrico, muy exc¨¦ntrico, pero que lleva la m¨²sica a su dimensi¨®n sublime, sin necesidad de construirse un personaje maldito ni exigir al espectador la eucarist¨ªa.
Lo hace, lo exige, Rhodes reivindicando su indumentaria "casual", un camino de identificaci¨®n con los espectadores que tergiversa la etiqueta de la liturgia. Me parece un maletendido. No se visten los profesores de una orquesta de chaqu¨¦ para distanciarse del espectador, sino para solemnizar el trance m¨²sica, como hace un torero al vestirse de luces -es m¨¢s c¨®modo un ch¨¢ndal- o como sucede en Wimbledon con la norma obligatoria de jugar de blanco pur¨ªsimo.
Rhodes no es un concertista, sino un pianista de repertorio limitado y una estrella televisiva al que sus partidarios y pros¨¦litos atribuyen el papel providencial del gran divulgador musical. Acostumbro a discrepar de los misioneros sensacionalistas -sembradores de cosechas ef¨ªmeras-, igual que recelo de los vendedores de crecepelos. Y Rhodes arriesga a convertirse uno de ellos con su ¨²ltima iniciativa editorial-audiovisual. No pod¨ªan ser otras memorias, claro. A cambio, nos propone aprender a tocar el piano en unas semanas. El m¨¦todo Rhodes adquiere as¨ª la dimensi¨®n de una parodia. Y espero que se percaten de ella sus propios correligionarios antes de comprarse un Casio en el bazar musical del barrio, aspirando a encontrar a Bach en la vulgaridad de un atajo.
Babelia
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