Un a?o con David Bowie
Si hubo una constante en la vida de Bowie, esa fue la voluntad de control
Ya podemos proclamar que 2016 ha sido (?de nuevo!) el a?o de David Bowie. Se ha reiterado su colosal importancia, como m¨²sico, icono de su tiempo y alquimista cultural. Su ¨²ltimo lanzamiento, Blackstar, ha conseguido una rara unanimidad, encabezando las listas de final de a?o tanto de revistas comerciales como en publicaciones es¨®tericas. Del Q al Wire, para entendernos.
Como suele ocurrir, cuando se destapa el tarro de las alabanzas, se multiplican los excesos. He le¨ªdo incluso que, en Blackstar, Bowie fue tan audaz que ?hasta se atrevi¨® a trabajar con m¨²sicos de jazz! Se olvida que, en d¨¦cadas pasadas, ya colabor¨® con Pat Metheny o Lester Bowie, por no hablar de su descubrimiento del potencial del pianista Mike Garson.
Asunto m¨¢s peliagudo es la naturaleza de Blackstar, interpretado ahora como una especie de meditado testamento de la estrella. En realidad, seg¨²n el reci¨¦n estrenado documental David Bowie: the last five years, el disco ya estaba empaquetado cuando supo que no hab¨ªa soluciones para su c¨¢ncer. En ese momento andaba rodando el v¨ªdeo de Lazarus, donde se supone que se deslizan mensajes de ultratumba; seg¨²n el realizador, Johan Renck, todo estaba previamente guionizado, cuando todav¨ªa lat¨ªa la esperanza de la curaci¨®n.
Veamos. Bowie no era precisamente un cantautor confesional a lo Leonard Cohen: manipulaba su imagen con el mismo deleite con que utilizaba los m¨¢s variados estilos musicales, sin perder el sentido del espect¨¢culo. Puedo imaginar que jugara en las letras de Blackstar con el futuro impacto del conocimiento de su enfermedad, seguramente convencido de que pod¨ªa superarla. Eso s¨ª: mientras se desarrollaba la partida mortal, ni mu.
Seg¨²n algunos amigos de Bowie, quer¨ªa mantener abiertas sus opciones. Eso conecta con el runr¨²n de que lo ocurrido el 10 de enero de 2016 fue un suicidio asistido. Tampoco deber¨ªa sorprendernos. Ya que mencion¨¢bamos a Cohen: la noticia de su deceso fue retrasada varios d¨ªas, quiz¨¢s para que no coincidiera con el terremoto informativo del triunfo de Donald Trump.
Si hubo una constante en la vida de Bowie, esa fue la voluntad de control. Control sobre su obra, su entorno, la percepci¨®n p¨²blica de su persona. Resulta un poco decepcionante saber que, a la hora de grabar el anterior disco, The next day (2013), oblig¨® a los m¨²sicos a firmar contratos de confidencialidad, reforzados por serias amenazas de su oficina de management. Oiga, eran viejos compa?eros de giras, y uno pensaba que bastaba con los v¨ªnculos de la lealtad. Estaban adem¨¢s vigilados por el productor Tony Visconti, que en esta coyuntura ha funcionado como un verdadero spin doctor, racionando informaci¨®n y teledirigiendo a los medios.
Por favor: que no se vea recriminaci¨®n en estas especulaciones. Cualquier humano deber¨ªa tener la posibilidad de guardarse sus secretos o elegir la forma de morir. Otro asunto es que aspiremos a saber m¨¢s sobre la vida de los grandes artistas, para mejor entender su obra (esa es, claro, la explicaci¨®n respetable para el impulso primario de acercarnos a las intimidades ajenas).
As¨ª que uno lamenta que Francis Whately, el director de The last five years, alegue ¡°respeto por la privacidad¡± para justificar que no entrevistara a la viuda, los hijos, los empleados ¨ªntimos. Son labores enojosas pero indispensables, que ahora quedan para futuros bi¨®grafos. No les envidio la tarea: el primer libro que sali¨® tras su fallecimiento, On Bowie, ven¨ªa firmado por Rob Sheffield, un periodista musical establecido, que trabaja para Rolling Stone; aunque residente en Nueva York, Sheffield nunca os¨® acercarse a David. Puedo entenderlo: su encanto era abrumador y habr¨ªa acabado con cualquier pretensi¨®n de objetividad.
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