M¨ªmesis
El Bach de Hewitt no es en absoluto tan sobrio ni imparcial como pudiera parecer
Obras de Bach, Scarlatti, Ravel y Chabrier. Angela Hewitt (piano). Auditorio Nacional, 18 de abril.
Bach no compuso una sola nota para el instrumento que hoy conocemos como piano. Sin embargo, varios pianistas han cimentado buena parte de su fama haciendo suyas las obras del alem¨¢n tras efectuar un trasvase que, en sus manos, suena especialmente natural y, casi, necesario. La lista la encabezan probablemente dos mujeres, Rosalyn Tureck y Angela Hewitt, y un hombre, Glenn Gould (no ser¨ªa justo hacer compartir este honor a Jacques Loussier), los tres nacidos en el Nuevo Mundo y representantes de otras tantas maneras muy diferentes, cuando no abiertamente antag¨®nicas, de entender e interpretar esta m¨²sica atemporal.
La sombra de Gould es tan alargada que ha eclipsado en parte a sus colegas, pero tanto su compatriota Hewitt como la estadounidense Tureck son dos columnas firmes ?d¨®ricas?, situadas a uno y otro lado de la extravagancia y las florituras ?corintias? del genio canadiense. No obstante, las apariencias pueden llamar a enga?o: mientras que el Bach de Gould es literalmente imprevisible (lo era, sobre todo, para ¨¦l mismo), el de Hewitt no es en absoluto tan sobrio ni imparcial como pudiera parecer en una escucha poco atenta. Predomina la l¨®gica, s¨ª, pero en un contexto permanente de fluidez en el que la mano izquierda, el¨¢stica y flexible, crea el ¨¢mbito de libertad en que se desenvuelve la derecha: no hay quiz¨¢ mejor ejemplo en su recital madrile?o que la Allemande de la Partita n¨²m. 4, donde ambas manos dibujaron un r¨ªo lleno de meandros abocado, claro, a dar en la mar. Hewitt huye del pedal izquierdo y s¨®lo roza el derecho, que apenas activa su mecanismo (excepto en la Ouverture de esta misma Partita, donde se vali¨® de ¨¦l con moderaci¨®n), haciendo de su Bach una creaci¨®n puramente digital, con muy pocos adornos, pero todos impecables de concepci¨®n y realizaci¨®n.
Hewitt ha interiorizado tanto esta m¨²sica que ha acabado por mimetizarse con ella: solo as¨ª se explica que sea capaz de tocarla de un modo tan infalible y, a la vez, tan fresco, tan vital, tan equilibrado: ella misma ha desentra?ado los detalles de su enfoque en una conferencia italiana (su tercera patria, tras Canad¨¢ y el Reino Unido) publicada por Hyperion, su sello de siempre. En su Scarlatti predominaron templanza y delicadeza sobre optimismo y extraversi¨®n, y no es poco m¨¦rito que una sonata tan tocada como la que Ralph Kirkpatrick catalog¨® con el n¨²mero 380 suene a una obra nueva, remozada. En la ¨²ltima de las cinco que toc¨®, la K. 24, Hewitt hizo alarde de la claridad cristalina de su pulsaci¨®n, inmaculada aun en un entorno decididamente virtuos¨ªstico.
La parte francesa del recital tuvo menos inter¨¦s, aunque no es frecuente o¨ªr ni la Sonatine de Ravel ni, mucho menos, la leve, pero en absoluto insustancial, Bourr¨¦e fantasque de Chabrier, un compositor que Hewitt no se ha cansado de reivindicar. Son obras, como revelan sus t¨ªtulos, entroncadas en la tradici¨®n, y fueron justamente el orden y el equilibrio, otra vez, m¨¢s que los colores o la fantas¨ªa, lo que prevaleci¨® en ambas versiones. Fuera de programa ?impecable elecci¨®n?, ante los aplausos insistentes de un p¨²blico alborozado por haber descubierto a una gran, grand¨ªsima pianista que desconoc¨ªa, Hewitt teji¨®, hilo a hilo, Clair de lune, de la Suite Bergamasque de Debussy.
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