¡®El autor¡¯, un brillante retrato de la manipulaci¨®n
La pel¨ªcula de Mart¨ªn Cuenca es una turbia historia que me sorprende con giros tan perversos como imaginativos
Si le pido un agotador esfuerzo a mi memoria para que recuerde pel¨ªculas en los ¨²ltimos tiempos que le hayan dejado un poco de huella, asombrado, o simplemente entretenido, esta me confirma que solo he pose¨ªdo esa sensaci¨®n con Dunkerque, de Christopher Nolan, y Su mejor historia, de Lone Scherfig. Incluyo el tedioso marat¨®n de nader¨ªas presuntamente de autor que supuso el ¨²ltimo e insoportable festival de Cannes. Y aunque dispongas de todo el tiempo del mundo para perderlo, es terrible que eso ocurra en las salas de cine, cuando a lo largo de tu existencia han supuesto uno de los mejores refugios.
Ese desaliento acaba de largarse gracias a El autor, una pel¨ªcula espa?ola que renueva el milagro de mantenerme durante un par de horas atento a lo que ocurre en la pantalla, meterme en la turbia historia que me est¨¢n narrando, sorprenderme con giros tan perversos como imaginativos, hacerme re¨ªr. La dirige Manuel Mart¨ªn Cuenca con tanta inteligencia como saludable mala hostia, logrando que nada en ese turbulento universo te resulte previsible, intentando crear arte a base de manipular la realidad, haciendo cre¨ªble lo que parece esperp¨¦ntico.
El protagonista cree que su pat¨¦tica vida solo encontrar¨¢ sentido si logra escribir una novela. Su profesor en un taller de escritura que comparte con otros frikis le asegura que ese libro solo merecer¨¢ la pena si se nutre de la realidad, si describe con autenticidad lo que le ocurre a la gente. Y este eterno e inquietante perdedor aprovecha el adulterio de su triunfadora esposa (el ¨²nico personaje que me sobra) y las presuntas vacaciones que le ofrece su jefe al constatar su desquiciamiento mental (formidable el hiperbanal compa?ero de oficio y su cat¨¢logo de frases hechas y lugares comunes) para alquilar una casa, ejercer en plan profesional, pero tambi¨¦n enfermizo, de voyeur con sus vecinos, enga?arlos, manipularlos, alterar sus comportamientos gracias a la informaci¨®n que posee de ellos, crear situaciones que alimenten el argumento de una novela potente. Pero imitar al James Stewart de La ventana indiscreta conlleva peligros y sorpresas. Siempre existe alguien m¨¢s listo y retorcido que el convencido de que es ¨¦l quien controla y mueve los hilos de las marionetas, que tu guion puede ser alterado y buscarte la ruina.
Mart¨ªn Cuenca me mantiene atrapado en su mal¨¦volo retrato de una comunidad de vecinos. Son perturbadores esos inmigrantes que parecen acorralados; una portera surrealista y amenazante, un anciano solitario fascista que aborrece de igual manera los principios de la democracia y a los banqueros. La relaci¨®n de estos con el aspirante a encontrar la veracidad y el nervio de un Hemingway (incluyendo algo tan jocoso como plantar sus desnudos genitales en la mesa donde est¨¢ fluyendo su escritura) est¨¢ descrita con notable gracia y perversi¨®n de primera clase. Existen un atrevimiento y una audacia con causa. Que el cancionero de Jos¨¦ Luis Perales acompa?e a los t¨ªtulos de cr¨¦dito y una delirante secuencia en un karaoke no es el gui?o de un moderno a los colegas para que se partan de risa, sino que tiene sentido. Y da gusto observar la excelente interpretaci¨®n de Javier Guti¨¦rrez en un personaje complicado. O la del aqu¨ª explosivo y brillante Antonio de la Torre, celebrando el milagro de que le ofrezcan papeles en los que no tenga que interpretar a tarados y a psic¨®patas. O la de Adelfa Calvo componiendo a esa memorable portera.
No he le¨ªdo la novela autobiogr¨¢fica de Marguerite Duras que adapta la plomiza pel¨ªcula francesa La doleur, e imagino conociendo la escritura de su autora que ser¨¢ intensa, po¨¦tica y desgarrada, pero su traslado a las im¨¢genes me quita las ganas, me deja agotado. Cuenta la angustiosa espera de una se?ora, que milita en la Resistencia francesa durante la ocupaci¨®n alemana, sobre el destino de su desaparecido marido. Contada esa incertidumbre y ese sufrimiento abusando hasta la nausea de los primeros planos, con afanes experimentales y situaciones repetitivas, sin lograr en ning¨²n momento hacer contagiosa para el espectador la desolaci¨®n de esa mujer rota. He escuchado aplausos al final. Ocurre casi siempre. Es admirable la permanente y ancestral generosidad y solidaridad del p¨²blico con las ofertas de su festival.
Babelia
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