Recu¨¦rdalo t¨²
Fueron ellos, los aislados, los muy escasos, los amenazados por ETA, los que mantuvieron la dignidad civil. No quiero que se me olvide nunca
Ibamos en un taxi, de noche, para cenar con alguien, o ya de vuelta a casa, eso no lo recuerdo. S¨ª me acuerdo de que el taxi sub¨ªa por la calle de San Bernardo, y de que el conductor llevaba puesta la radio, aunque nosotros no hac¨ªamos caso. Entonces empez¨® un bolet¨ªn de noticias y ya s¨ª escuchamos. Unos pistoleros de la banda ETA acababan de asesinar a Ernest Lluch. La dulzura y la rutina de lo cotidiano se quebr¨® de golpe, una vez m¨¢s, por el mismo motivo, que se repet¨ªa tanto entonces. Mi mujer, a mi lado, rompi¨® a llorar. Lloraba sin poder contenerse en el interior oscuro del taxi, en la noche de Madrid, mientras en la radio sonaban las frases habituales, la ¡°en¨¦rgica condena¡± de los partidos pol¨ªticos, de unos m¨¢s que de otros, todo mezcl¨¢ndose con la voz urgente de un periodista que hablaba desde el lugar de los hechos, y con la rabia, con la impotencia inmensa, con la fatiga sin esperanza, que ya ni inspiraba palabras de ira, tan solo ese llanto roto, entrecortado, sin consuelo.
Acababan de asesinar a Ernest Lluch y al cabo de unos d¨ªas o de unas semanas alguien m¨¢s ser¨ªa asesinado, quiz¨¢s alguien a quien tambi¨¦n conoci¨¦ramos, alguno de los amigos del Pa¨ªs Vasco que viv¨ªan amenazados y rodeados de escoltas, personas como nosotros, aunque dotadas de un temple, de una cabezoner¨ªa, de las que tal vez nosotros no ser¨ªamos capaces. Nosotros los acompa?¨¢bamos a veces en actos p¨²blicos, en Euskadi o en Madrid, com¨ªamos con ellos en salas reservadas y vigiladas de restaurantes. Los escoltas aguardaban en alguna mesa cercana, o esperaban en la puerta. Si el restaurante al que ¨ªbamos estaba en San Sebasti¨¢n o en Bilbao, hab¨ªa gente que se quedaba mirando en silencio desde las otras mesas, cuando atraves¨¢bamos en direcci¨®n al reservado. Personas de aire perfectamente respetable hac¨ªan una mueca disimulada o abierta de rechazo, de desagrado, de asco. O simplemente miraban sin expresi¨®n, o hac¨ªan como que no miraban.
Todos ten¨ªan amigos o familiares o compa?eros asesinados. Algunos hab¨ªan visto morir a alguien a su lado, en una mesa de restaurante, en la barra de un bar
En el comedor, los perseguidos y acosados disfrutaban de una admirable camarader¨ªa jubilosa, caldeada por los antiguos saberes vascos del disfrute de la vida, la comida insuperable, el vino, las voces en¨¦rgicas, de hombres y mujeres, con el timbre, la entonaci¨®n de esa tierra. Todos ten¨ªan amigos o familiares o compa?eros asesinados. Algunos hab¨ªan visto morir a alguien a su lado, en una mesa de restaurante, en la barra de un bar. Una parte de la monstruosidad del crimen era su presencia en lo cotidiano, en lugares en los que todo el mundo se conoce. Me acordar¨¦ siempre de la humanidad cordial, la lucidez pol¨ªtica, el coraje civil, el amor por la literatura y la conversaci¨®n de Mario Onaindia. Lo hab¨ªa condenado a muerte un tribunal franquista cuando era joven y en su madurez lo hab¨ªan vuelto a condenar los ejecutores que se presentaban en p¨²blico con una liturgia de tribunal de una Inquisici¨®n sanguinaria, la capucha negra coronada grotescamente por la boina racial.
Vuelven im¨¢genes de entonces, escenas. Hab¨ªamos presentado en Madrid un libro de Jos¨¦ Mar¨ªa Calleja, y con el calor de la conversaci¨®n se nos olvidaba la sombra que pesaba sobre todos nosotros, en todo momento: una comida literaria como tantas otras. Pero la gente fue march¨¢ndose, y cuando nosotros tambi¨¦n nos ¨ªbamos vi que Calleja se quedaba solo, de pie, junto a la mesa de la que a¨²n no se hab¨ªan retirado las tazas de los caf¨¦s, las ¨²ltimas copas. Nosotros nos ¨ªbamos, pero ¨¦l se quedaba solo esperando a los escoltas.
Esa era la vida para unos cuantos, entonces. No para la mayor¨ªa. El peligro era mayor porque eran pocos y por tanto muy visibles, muy se?alados, en una atm¨®sfera social de coacci¨®n y silencio, cuando no de un odio visceral que helaba m¨¢s la sangre porque ni siquiera respetaba a los muertos, como si para seguir veng¨¢ndose de ellos tuvieran que profanar sus tumbas. No hace tanto tiempo: por ah¨ª andar¨¢n todav¨ªa algunos de los que entraban al cementerio a manchar de pintadas inmundas la l¨¢pida de Gregorio Ord¨®?ez, al que hab¨ªan asesinado a tiros mientras com¨ªa en una taberna de la Parte Vieja de San Sebasti¨¢n. Almas de hielo intoxicadas de ideolog¨ªa, con frecuencia religiosa, excusaban la groser¨ªa f¨ªsica y moral del crimen, envolvi¨¦ndola en palabras untuosas, en circunloquios clericales o marxistas. Hace tan poco tiempo que todav¨ªa est¨¢ vivo y probablemente l¨²cido aquel monse?or Seti¨¦n que negaba funerales cat¨®licos para los asesinados y aseguraba que en ninguna parte estaba escrito que un pastor debiera sentir el mismo aprecio por todas sus ovejas. Aquel pastor no tuvo nunca el menor gesto de compasi¨®n hacia las v¨ªctimas de aquellos pistoleros a los que consideraba soldados de la patria. Una se?ora cat¨®lica, esposa de un asesinado, me cont¨® que despu¨¦s de muchas peticiones sin ¨¦xito, monse?or Seti¨¦n al final se avino a recibir a un grupo de v¨ªctimas. Las recibi¨® echado en un sof¨¢, en su despacho episcopal, con impaciencia y fastidio. Ni se dign¨® levantarse.
Pero ellos no se rend¨ªan, los pocos que aguantaban, que alzaban la voz, justo all¨ª, donde m¨¢s vulnerables eran, donde se les se?alaba con m¨¢s descaro, con chuler¨ªa impune. Un d¨ªa, a media tarde, saliendo del Museo Thyssen, me encontr¨¦ por sorpresa con mi amigo I?aki Esteban. La alegr¨ªa de verlo qued¨® cortada por la expresi¨®n de su cara. Me dijo que acababan de asesinar en Vitoria a Fernando Buesa y al polic¨ªa que lo escoltaba. Esa tarde, en San Sebasti¨¢n, en Bilbao, con lluvia o sin ella, en silencio, en grupo, bajo los paraguas, frente a la hostilidad o a la indiferencia, conscientes del peligro mortal, se congregar¨ªan algunos militantes de Basta Ya, de izquierdas y de derechas, conocidos y desconocidos, algunos creyentes y otros ateos, unidos por algo mucho m¨¢s hondo que las etiquetas partidistas, por una entereza moral que era tambi¨¦n una determinaci¨®n pol¨ªtica. Los pistoleros y sus sacristanes y sus lameculos y sus hooligans usaban el lenguaje de la ¨¦pica, el romanticismo venenoso y exaltado del Pueblo, esa abstracci¨®n tan conveniente para derramar sangre con la conciencia limpia. Ellos, los acosados, los se?alados, las probables v¨ªctimas futuras, estaban defendiendo la democracia, ejerciendo con miedo y coraje la decisi¨®n de no aceptar la tiran¨ªa de las armas. Polic¨ªas, guardias civiles, jueces preservaron ese don tan fr¨¢gil y tan poco celebrado cuando se le disfruta que es el imperio de la ley. Pero fueron ellos, los aislados, los muy escasos, los amenazados, los que mantuvieron la dignidad civil. No quiero que se me olvide nunca.
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