Los humillados
Vi mi pa¨ªs como un ej¨¦rcito de moscas comi¨¦ndose el ojo de una vaca podrida
Estuve conduciendo toda la ma?ana, desde que sal¨ª de casa de Ana, en San Jos¨¦. La muerte en accidente de tr¨¢fico de su marido hac¨ªa que mirara mi viejo coche con otros ojos. En cualquier momento pod¨ªa fallar algo: los frenos, las ruedas, el volante, qu¨¦ s¨¦ yo, qu¨¦ s¨¦ yo de los misterios de un autom¨®vil, y qu¨¦ s¨¦ yo de los misterios del universo. Me di cuenta de que no sab¨ªa nada de nada. As¨ª que me dediqu¨¦ a no pasar de 80 km/h, la gente me pitaba, y para no o¨ªrlos puse la radio. Otra vez la fatiga de Espa?a inundaba mi habit¨¢culo con noticias que de repente me parecieron incomprensibles. Vi mi pa¨ªs como un ej¨¦rcito de moscas comi¨¦ndose el ojo de una vaca podrida. Eso es Espa?a, me dije. Pero luego pens¨¦ en el mundo entero. Y entonces vi a billones de moscas devorando cientos de ojos de corderos, vacas, peces, caballos. Qu¨¦ me estaba pasando. Estaba dejando de ser el turista enamorado. Apagu¨¦ la radio. Y puse un ced¨¦ viejo, en donde sonaba Nessun Dorma, cantado por Pavarotti. Necesitaba volver a sentir la alegr¨ªa de la vida. Casi no hab¨ªa dormido y estaba furioso. El sof¨¢ cama, las fotos, el adi¨®s a Madon. Par¨¦ en un ¨¢rea de servicio. Entr¨¦ dispuesto a comer algo all¨ª. Hab¨ªa una cola de gente que llegaba hasta los aparcamientos. Todos eran turistas tranquilos. Su tranquilidad me pareci¨® como un aviso del fin del mundo. La comida que daban era deprimente: espaguetis y pollo con patatas fritas. Me saqu¨¦ una botella de agua de una m¨¢quina cuyas teclas estaban pringosas. Me cost¨® dos euros una botella de agua casi helada. Era absurdo que estuviera tan fr¨ªa. Me puse a pensar en mi padre. Tuve un ataque de ira y me sent¨¦ en el medio del restaurante. Me sent¨¦ en el suelo como protesta contra todo. Vino el encargado con un vigilante y me insultaron. Hab¨ªan parado m¨¢s autobuses. Eran ingleses. Unos doscientos ingleses con sombreros. Todos sonre¨ªan y estaban felices. Me levant¨¦ del suelo y me fui con mi agua al Opel Manta. En ese momento vi a una autoestopista que estaba sentada bajo la sombra de un ¨¢rbol. Sujetaba un cart¨®n que dec¨ªa ¡°Voy a Madrid. ?Puedes llevarme? Muchas gracias¡±. Le dije que iba hacia Madrid. Me contest¨® que se llamaba Joan. Tendr¨ªa unos treinta a?os. Era pelirroja y muy atractiva. Est¨¢bamos a la altura de Valdepe?as cuando Joan comenz¨® a contarme su historia. Hablaba muy bien el espa?ol pese a ser estadounidense. Joan me cont¨® que estaba huyendo de su pa¨ªs. Que su pa¨ªs se hab¨ªa convertido en una apoteosis del fin del mundo, que todo era dinero y basura. Ya, le dije yo, pero el mundo entero es eso. Me acord¨¦ de mi infancia, me pareci¨® un refugio. Joan dijo que en el mundo mandaban solo seis personas, y que esas seis personas dirig¨ªan el destino de 6.000 millones de seres humanos. Y que ya no hab¨ªa amor en el mundo y que hab¨ªa venido a Espa?a para esconderse de Donald Trump y de su s¨¦quito de domadores de hombres. Me di cuenta en ese momento de que el turista enamorado que quise ser se estaba convirtiendo en el turista humillado. Le dije a Joan: da igual d¨®nde te escondas, Donald te encontrar¨¢.
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