Guerra y paz en Noruega
En su tercera edici¨®n, Leif Ove Andsnes consolida el Festival de Rosendal como una de las citas veraniegas m¨¢s atractivas para los amantes de la m¨²sica de c¨¢mara
Cuando Ludwig Wittgenstein opt¨® por seguir la escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido, puso a rumbo a Noruega, otra prueba inequ¨ªvoca, aunque innecesaria, de su inteligencia. Fue en 1913 cuando decidi¨® abandonar Cambridge para construirse una caba?a y vivir, apartado de todos, en Skjolden, en el extremo del fiordo de Lustra, al norte de Bergen. Luego consider¨® el tiempo que pas¨® all¨ª como el per¨ªodo filos¨®ficamente m¨¢s creativo de su vida y lo m¨¢s sorprendente es que decidi¨® poner fin a aquel espl¨¦ndido aislamiento para alistarse como voluntario en el ej¨¦rcito austroh¨²ngaro a poco de iniciarse la Primera Guerra Mundial, en la que combatir¨ªa en primera l¨ªnea mostrando un valor ins¨®lito. ¡°A pesar de ser un l¨®gico ?escribi¨® Bertrand Russell?, Wittgenstein era a la vez un patriota y un pacifista¡±.
El pianista Leif Ove Andsnes naci¨® no lejos de Bergen, en Karm?y, y hace dos a?os, en la mejor tradici¨®n escandinava, cre¨® su propio festival en Rosendal, uno de los peque?os e innumerables para¨ªsos que pueblan Noruega, a orillas del fiordo de Hardanger y a una hora y media en barco de la ciudad natal de Grieg. En 2016, su querencia natural schubertiana le hizo elegir como tema de aquella primera edici¨®n el a?o de la muerte del compositor austr¨ªaco, 1828, mientras que Mozart fue el protagonista casi exclusivo de la segunda. Pero cuando ha afinado al m¨¢ximo su talento como programador ha sido ahora, al hilo de la conmemoraci¨®n del primer centenario del armisticio que puso fin precisamente a esa Gran Guerra a la que sobrevivi¨®, laureado con m¨²ltiples medallas, Ludwig Wittgenstein, pero que seg¨® en Polonia el brazo derecho de su hermano Paul, pianista, y la vida de toda una generaci¨®n de hombres de las potencias combatientes. La efem¨¦ride ha animado a Andsnes revivir en Rosendal muchas m¨²sicas nacidas en aquel lustro terrible: A la sombra de la guerra, 1914-1918 es el t¨ªtulo elegido para la presente edici¨®n, cuyo libro-programa muestra en su cubierta una fotograf¨ªa en blanco y negro de un soldado estadounidense tocando el ¨®rgano en el interior de una bombardeada iglesia francesa en Exermont, al este de Reims, mientras le escuchan varios compa?eros, uniformados y con los cascos puestos. Creaci¨®n y destrucci¨®n, de la mano; arte y barbarie; guerra y paz.
Algunas de las m¨²sicas escuchadas aqu¨ª estos d¨ªas son un fruto inequ¨ªvoco de aquella contienda, como el Cuarteto n¨²m. 2 de Bart¨®k, sufriente y desesperanzado, mientras que otras nacieron casi como un ant¨ªdoto contra la violencia y la sinraz¨®n, como un peque?o destello que mostrara algo de luz al final del largu¨ªsimo t¨²nel. Un ejemplo perfecto en el que conviven incluso simult¨¢neamente ambos semblantes es la bifronte Le tombeau de Couperin (1918), que esconde bajo su t¨ªtulo barroquizante seis homenajes personales a ritmo de danza dedicados a amigos de Maurice Ravel ?el antisoldado por antonomasia? muertos en combate. El bullicioso Rigaudon, por ejemplo, est¨¢ compuesto ¡°¨¤ la m¨¦moire de Pierre et Pascal Gaudin¡±, dos hermanos abatidos por el mismo ob¨²s. Tambi¨¦n en 1918 se estren¨® en Lausana L¡¯histoire du soldat, de Igor Stravinski, otra hija inequ¨ªvoca, aunque ir¨®nica, de aquel ambiente b¨¦lico que se apoder¨® de Europa.
Claude Debussy fue enterrado el 28 de marzo de 1918 mientras los alemanes lanzaban bombas sobre Par¨ªs en la que ser¨ªa su ¨²ltima gran ofensiva. El horror de la guerra desangr¨® y debilit¨® al compositor tanto como el c¨¢ncer que acab¨® con su vida y Andsnes ha tenido el acierto de salpicar los programas de los conciertos del festival con diversas p¨¢ginas del autor de Pell¨¦as et M¨¦lisande. Este homenaje alcanz¨® su cenit el domingo por la ma?ana en el ¨²nico concierto dedicado monogr¨¢ficamente a un solo compositor, con la interpretaci¨®n de Danse sacr¨¦e et danse profane, En blanc et noir y las tres sonatas de las seis que ten¨ªa previsto componer Debussy desde su autoproclamada condici¨®n de ¡°musicien fran?ais¡±. Por su instrumentaci¨®n (arpa, cuarteto de cuerda y contrabajo la primera, dos pianos la segunda, y flauta, viola y arpa una de las sonatas), no son obras que se programen regularmente, por lo que escucharlas todas ellas reunidas constituye un raro privilegio.
No pueden resumirse m¨¢s de medio centenar de composiciones interpretadas a lo largo de diez conciertos en tan solo tres d¨ªas y medio. Pero s¨ª cabe dejar constancia de lo m¨¢s relevante, y a la cabeza de todo se halla un tr¨ªo de extraordinarios pianistas: Bertrand Chamayou, Kirill Gerstein y, por supuesto, el propio Andsnes, el m¨¢s modesto de los m¨²sicos y el m¨¢s generoso con sus colegas. De sus manos ha salido la m¨²sica mejor interpretada del festival y quiz¨¢ deba concederse el lugar de honor a la Sonata Concord de Charles Ives que toc¨® el pianista franc¨¦s el s¨¢bado por la tarde. Desde el desenfreno de Emerson, el primer movimiento, hasta la placidez del ¨²ltimo, Thoreau (otro fil¨®sofo que decidi¨® retirarse a su caba?a huyendo del mundanal ruido), Chamayou habit¨® e hizo habitar esta aut¨¦ntica cosmogon¨ªa musical con inagotables recursos t¨¦cnicos y una musicalidad infalible. Su versi¨®n es quiz¨¢ menos anal¨ªtica que la que ofreci¨® hace dos meses su compatriota Pierre-Laurent Aimard en el Festival de Aldeburgh, pero los riesgos que corre, lanz¨¢ndose a tumba abierta sobre los pentegramas, aumentan tambi¨¦n proporcionalmente la intensidad de la experiencia. Para la mayor¨ªa del p¨²blico, que no conoc¨ªa la obra, escuchar esta m¨²sica, y tocada tan superlativamente, fue una aut¨¦ntica conmoci¨®n.
A continuaci¨®n, esa misma tarde, lleg¨® otro de los platos fuertes de este a?o: un recital de la joven pero ya experimentada soprano alemana Anna Prohaska, que ofreci¨® junto al pianista Eric Schneider una inteligent¨ªsima selecci¨®n de canciones relacionadas con la guerra, desde una antigua canci¨®n popular alemana hasta dos de las canciones de Kurt Weill sobre versos de Walt Whitman, con paradas en Beethoven, Schumann, Wolf, Eisler o Ives (entre ellas, la compuesta sobre el emblem¨¢tico poema In Flanders Fields). Ataviada con una casaca negra, cual soldado, Prohaska y Schneider hicieron comprender a muchos lo que a¨²n no hab¨ªan logrado hacer las piezas instrumentales interpretadas hasta entonces: la sinraz¨®n, el dolor y la voraz crueldad de la guerra.
Los instrumentistas de cuerda, sin embargo, no han rayado al alt¨ªsimo nivel de la pasada edici¨®n. Al Cuarteto Dover hay que agradecerle su versatilidad al tocar varias obras infrecuentes, como el Quinteto con piano n¨²m. 2 (1914) de Dohn¨¢nyi, el Cuarteto n¨²m. 2 de Zemlinsky (1917), las Tres Piezas de Stravinski o el Quinteto con clarinete (1916) de Max Reger, pero en ninguna de ellas han resultado del todo convincentes, dejando los mejores destellos de su clase en el concierto de clausura con el Cuarteto n¨²m. 2 (1917) de Bart¨®k. Tampoco Akiko Suwanai, jovenc¨ªsima ganadora en su d¨ªa del Concurso Chaikovski, ha acertado en sus participaciones solistas: una poco atmosf¨¦rica La alondra elev¨¢ndose de Vaughan Williams, una muy desenfocada Sonata para viol¨ªn de Debussy y una parte de viol¨ªn nada diab¨®lica en La historia del soldado de Stravinski. Demostr¨®, en cambio, ser una espl¨¦ndida camerista en otras dos obras de escucha infrecuente: el Quinteto con piano de Elgar y la Introducci¨®n y Allegro de Ravel.
Excelentes las diferentes intervenciones del flautista Guy Eshed y el arpista Sivan Magen, pero la memoria tiende a volver a los pianistas: a la infrecuente Chacona de Carl Nielsen con la que Andsnes abri¨® el festival; a una encendida lectura de Vers la flamme, de Aleksandr Skriabin, a cargo de Kirill Gerstein, que demostr¨® que un gran int¨¦rprete puede revelarlo aun en las m¨²sicas m¨¢s sencillas, como cuando emocion¨® a todos con dos desnudas danzas del armenio Komitas, y que fue el principal art¨ªfice de una magn¨ªfica versi¨®n del Quinteto con piano de Elgar; al Debussy patri¨®tico de En blanc et noir (el segundo movimiento lleva una cita de la Ballade contre les ennemis de la France de Fran?ois Villon) tocada por Andsnes y Chamayou; o a la obra que coron¨® elocuentemente el festival, el arreglo para dos pianos que realiz¨® el propio Ravel de su La Valse, que ha tocarse ¡°a ritmo de vals vien¨¦s¡± y en la que, en sus ¨²ltimos compases, parece desmoronarse ante nuestros ojos uno de los s¨ªmbolos emblem¨¢ticos del Imperio austroh¨²ngaro.
No hay en Rosendal glamur, ni vestimentas formales, ni ese af¨¢n por ver y dejarse ver que impera en otros festivales. La mayor¨ªa de los conciertos se celebran en un antiguo establo mod¨¦licamente reconvertido y aqu¨ª hay que pisar barro para llegar a los conciertos: el glamur de verdad lo pone la omn¨ªmoda naturaleza circundante, de una belleza avasalladora, con el agua despe?¨¢ndose en finas o amplias cascadas desde las cumbres que se yerguen orgullosas junto al fiordo. No cabe mayor contraste que recordar, un siglo despu¨¦s, el final de una guerra inmersos, como buscaba Wittgeinstein, en un aut¨¦ntico oasis de paz.
La batalla invernal
Tan solo una obra quedaba fuera del estrecho marco temporal acotado por Leif Ove Andsnes: Winterreise, de Franz Schubert, que vio la luz en 1827 y que interpret¨® el viernes por la noche el bar¨ªtono alem¨¢n Matthias Goerne acompa?ado magistralmente por el propio pianista noruego. El invierno de los poemas de Wilhelm M¨¹ller puede tomarse por una met¨¢fora de casi cualesquiera adversidades: la guerra, por ejemplo. Y su m¨²sica es tan intemporal que puede reubicarse tambi¨¦n sin problemas en cualquier lapso cronol¨®gico. Sin embargo, aunque nada dec¨ªa al respecto el programa de Rosendal, existe una raz¨®n muy poderosa para que sea pertinente escuchar Winterreise en una efem¨¦ride de la Primera Guerra Mundial.
La clave est¨¢ en Der Lindenbaum, la quinta canci¨®n de Winterreise. Wilhelm M¨¹ller y Franz Schubert lograron con este Lied algo nada f¨¢cil de conseguir: alumbrar una canci¨®n de nuevo cu?o que, nada m¨¢s nacer, se integr¨® con naturalidad en el patrimonio popular alem¨¢n, en su Volksgeist, como si letra y m¨²sica hubieran existido desde siempre. Los alemanes la cantan desde entonces como si se tratara de una canci¨®n popular, no de una canci¨®n culta. Y El tilo es una de las piezas que Hans Castorp, el protagonista de La monta?a m¨¢gica de Thomas Mann, escucha incansablemente en su gram¨®fono, uno de sus "discos preferidos", como nos recuerda el narrador, que a su vez nos dice: "Aquel Lied significaba mucho para ¨¦l, todo un mundo, un mundo que sin duda deb¨ªa amar, pues de otro modo no se habr¨ªa sentido atra¨ªdo por el objeto que lo simboliza. [¡] ?En qu¨¦ consist¨ªan, pues, los escr¨²pulos de conciencia de Hans Castorp en relaci¨®n con la legitimidad de su amor hacia aquel Lied encantador y hacia el mundo que representaba? ?Qu¨¦ mundo se escond¨ªa, pues, tras aquel Lied que, seg¨²n present¨ªa su conciencia, incitaba a un amor prohibido? Era la muerte".
Aqu¨ª est¨¢ la clave. Para Hans Castorp, Der Lindenbaum encarnaba como un perfecto s¨ªmbolo la tradici¨®n alemana, el esp¨ªritu alem¨¢n. En La monta?a m¨¢gica, una Bildungsroman cl¨¢sica, Hans Castorp concluye su formaci¨®n y alcanza la madurez en el sanatorio de Davos, justo en v¨ªsperas de la Gran Guerra. Al salir decide unirse a las tropas alemanas y, como uno m¨¢s de "tres mil muchachos enfebrecidos", se enfrenta con su bayoneta al enemigo y Hans "canta sin saberlo, en una excitaci¨®n embrutecedora, sin pensar en nada, a media voz: ?Y grab¨¦ en su corteza / el nombre de mi amor¡? Ha ca¨ªdo. No, se ha lanzado cuerpo a tierra porque le acechaba un perro infernal, un inmenso ob¨²s, un repugnante chorro de fuego salido del abismo". Poco despu¨¦s "se levanta, se tambalea, avanza cojeando; los pies le pesan por el barro¡, inconscientemente canturrea: ?Sus ramas murmuraban, / como llam¨¢ndome¡? Y as¨ª, en el fragor de la batalla, bajo la lluvia del crep¨²sculo, lo perdemos de vista", escribe Mann. Hans Castorp no ha comprendido el Lied que tanto le fascina y que canta inconscientemente en pleno combate, pero el narrador omnisciente de Mann s¨ª que identifica cu¨¢l es el origen de su obsesi¨®n. La canci¨®n falsamente inocente de M¨¹ller y Schubert habla de la seducci¨®n de la muerte envuelta bajo la atractiva apariencia de la memoria, la tradici¨®n, el descanso y la naturaleza. Castorp, convertido aqu¨ª en ep¨ªtome del pueblo alem¨¢n, no capta el verdadero mensaje del poema y, embrutecido, act¨²a impelido por una atracci¨®n m¨®rbida y fatal por la muerte. Nada m¨¢s pertinente, por tanto, que recordar todo este poderoso trasfondo literario para comprender ese Winterreise nocturno que, en medio de un silencio casi religioso, interpretaron perturbadoramente Matthias Goerne y Leif Ove Andsnes en la iglesia medieval de Kvinnherad.
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