Robert Gottlieb: ¡°Editar consiste en hacer p¨²blico tu entusiasmo¡±
El legendario editor estadounidense habla en su casa de Nueva York sobre sus memorias de toda una vida de lector
El legendario editor estadounidense Robert ?Gottlieb vive en un elegante brownstone de cuatro pisos sin ascensor, pero con parque privado; una silenciosa isla en mitad del pandemonio del Medio Manhattan llena de sus man¨ªas de coleccionista. Est¨¢n, antes que nada, los miles de libros, que se amontonan en las mesas y forran las paredes con cierto desorden desde que, ay, la asistenta decidi¨® hace poco ejercer de bibliotecaria sin encomendarse a nadie. Tambi¨¦n est¨¢n los discos de jazz, una afici¨®n tard¨ªa; los enormes carteles de estrellas de cine de los a?os treinta, la colecci¨®n de fotos de perros del ba?o de arriba y su mayor perversi¨®n: los cerca de 400 bolsos de pl¨¢stico, que comenz¨® a comprar en los setenta y a los que dedic¨® el libro A Certain Style The Art of the Plastic Handbag, 1949-59. Artefactos entre el espanto y la maravilla, los atesora en el dormitorio, sobre filas de baldas de cristal transparente, mal que le pese a la actriz Maria Tucci, su mujer desde 1969.
Gottlieb, una versi¨®n m¨¢s alta (y, a sus 87 a?os, a¨²n admirablemente erguida) de Woody Allen, muestra sus tesoros con la misma mezcla de candidez, iron¨ªa jud¨ªa y estudiada modestia con la que ha escrito Lector voraz (Navona, con traducci¨®n de Ainize Salaberri), sus espl¨¦ndidas memorias. En ellas cuenta c¨®mo lleg¨® a ser uno de los editores m¨¢s influyentes del siglo XX aquel ni?o del Bronx cuyos padres obligaban a salir a la calle a tomar el aire durante una hora al d¨ªa y pasaba ese tiempo junto a la puerta de casa, jugando con el yoy¨® y contando los minutos para volver a su cuarto, a los libros de Henry James y la radio.
Primero en Simon & Schuster (1955-1968) y despu¨¦s como mandam¨¢s en la prestigiosa Knopf (1968-1987), Gottlieb ha le¨ªdo, corregido y publicado a una n¨®mina de novelistas, historiadores y famosos que incluye a Joseph Heller (Trampa 22 fue en 1961 una de sus primeras dianas), Toni Morrison, Bob Dylan (¡°un Nobel merecido¡±), ?John Updike, Doris Lessing o John Cheever (de cuyos cuentos completos hizo una gran novela americana). Tambi¨¦n es el hombre que rechaz¨® publicar La conjura de los necios , de John Kennedy Toole, la clase de decisi¨®n que le persigue a uno el resto de la vida. ¡°No me arrepiento. Volv¨ª a leer el libro y llegu¨¦ a la misma conclusi¨®n¡±, recuerda sentado en el sal¨®n, frente a los amplios ventanales con vistas a un patio particular que ha compartido con ilustres vecinos como Lauren Bacall, E. B. White o Maxwell Perkins (editor de Thomas Wolfe o Scott Fitzgerald). ¡°Reconoc¨ª la enorme cantidad de talento y el mismo mont¨®n de fallos terribles que la primera vez. Cuando el chico se quit¨® la vida, la madre me ech¨® la culpa. Supongo que no se lo puedes tener en cuenta, pero la chaladura de ella contribuy¨® al tr¨¢gico desenlace¡±.
De modo que, salvo aquella novela de culto, Gottlieb lo ha editado todo, ¡°menos libros de cocina¡±. ¡°Y menos mal, porque ni soy buen cocinero, ni me interesa la gastronom¨ªa, como bien sabe [su autor] John Le Carr¨¦. ?Recuerdo cuando, harto de mi poca sofisticaci¨®n culinaria, exigi¨® por contrato que le llevara siempre a buenos restaurantes cuando estuviera de visita en Nueva York¡±.
El libro funciona como una divertida colecci¨®n de chismes para letraheridos y otros cotilleos de altura: Roald Dahl era un cretino (¡°soberbio con los d¨¦biles y un punto antisemita¡±); Michael Crichton ¡°nunca fue un buen escritor¡±, y menos a¨²n cuando nuestro hombre dej¨® de trabajar con ¨¦l, y Bill Clinton, cuyas memorias edit¨® Gottlieb, es un zurdo con una letra del demonio. Pero tal vez lo m¨¢s interesante de Lector voraz sea la defensa del ¡°oficio silencioso¡± de editor, que brilla solo cuando brillan otros y permanece ¡°inalterable¡±, dice, en estos tiempos de Amazon, libros electr¨®nicos y agentes con piel de chacal. ¡°El trabajo de un editor es, y siempre ser¨¢, hacer p¨²blico el entusiasmo. El proceso no cambia: lees algo, ese algo causa una reacci¨®n en ti y, si se puede arreglar de alg¨²n modo, lo haces. Lo que ha cambiado es la industria. Todo se ech¨® a perder con la llegada de la fotocopiadora. La posibilidad de hacer con facilidad varias copias de un manuscrito hizo posible que circularan entre varios editores. Empezaron las subastas. Y ah¨ª se termin¨® todo. Por suerte, no tengo nada que ver con eso desde hace d¨¦cadas. Lo observo desde la distancia, entre divertido y aterrado. Ahora que estoy al otro lado, y como he trabajado con centenares de escritores irracionales, trato de no comportarme como uno¡±.
Y de todas esas irracionalidades, ?cu¨¢l se lleva la palma? ¡°Dej¨¦moslo en que en el gremio de los escritores los hay con muy variados problemas mentales. La relaci¨®n editor-autor se parece a la de psiquiatra-paciente. En cierto modo eres el jefe, pero al mismo tiempo hay muchas emociones en juego. A algunos autores no les gusta que les toques una coma. V. S. Naipaul, por ejemplo; por suerte, no lo necesitaba. Otros se sienten enga?ados si no lo haces. Hasta los hay, como Toni Morrison, que disfrutan del proceso¡±.
Gottlieb dej¨® la primera l¨ªnea de la edici¨®n en 1987 para sustituir, en un giro sorprendente de su historia y de la historia del periodismo progresista en Estados Unidos, a William Shawn, legendario director de The New Yorker. ¡°No me interesaban ni me interesan demasiado las revistas¡±, afirma. ¡°Prefiero leer el peri¨®dico o un buen libro. No dir¨ªa que hice periodismo. Enfoqu¨¦ aquel trabajo como el resto: le¨ªa y pon¨ªa todo el buen material del que era capaz en el orden adecuado. Ya no se trabaja con la misma profundidad de, por ejemplo, los famosos perfiles de The New Yorker. En los tiempos de Shawn, un periodista propon¨ªa un personaje. Si se lo aprobaban, desaparec¨ªa, pasaba semanas y semanas con el objeto de su art¨ªculo, se le¨ªa 173 libros sobre el tema¡ y volv¨ªa a los ocho meses con un texto de 15.000 o 20.000 palabras. Ya no es as¨ª. Ahora leen dos libros, est¨¢n dos horas con el famoso en cuesti¨®n y consiguen un par de cortes de sonido. El resultado: te ofrecen lo mismo que ya has le¨ªdo en todas partes. ?Para qu¨¦ perder el tiempo con eso?¡±.
¡°Al menos¡±, contin¨²a, ¡°contrat¨¦ a David [Remnick, actual director], que s¨ª es un reportero de raza, y creo que se nota en la revista que hace¡±. En las memorias tambi¨¦n se queda de aquellos a?os con una amistad ¡°que a¨²n permanece¡± con otro de sus fichajes: la periodista mexicana Alma Guillermoprieto (Toni Morrison, Doris Lessing, Edna O¡¯Brien, Guillermoprieto; Gottlieb se pinta a s¨ª mismo en Lector voraz como amigo de sus amigas).
Cuando se acab¨® aquella aventura, regres¨® a trabajar en Knopf como editor independiente, pero pidi¨® no cobrar un sueldo. ¡°Al final, tuvieron que darme una asignaci¨®n, porque si no, no me pod¨ªan asegurar. Al final todo en esta vida gira en torno al turbio mundo de los seguros. Solicit¨¦ que me pagaran lo m¨ªnimo, como un trabajador a tiempo parcial en la parte m¨¢s baja de la tabla salarial¡±. A¨²n edita a algunos de sus viejos escritores, como Toni Morrison o el historiador Robert A. Caro, autor de la monumental biograf¨ªa en cinco vol¨²menes del presidente estadounidense Lyndon Johnson. ¡°Ya no admito a nuevos novelistas. No ser¨ªa justo con ellos; la biolog¨ªa me impedir¨¢, antes o despu¨¦s, seguir sus carreras como es debido¡±.
En este tiempo tambi¨¦n ha sacado a relucir su faceta de escritor, que, insiste una y otra vez, nunca le interes¨®. El g¨¦nero de las memorias de editores le ¡°aburre¡± y si escribi¨® las suyas fue por no llevar la contraria a su hija. ¡°Cualquier padre te dir¨¢ que tal cosa no es posible¡±. Los hechos le contradicen: en el nuevo siglo ha publicado libros sobre Sarah Bernhardt, George Balanchine o Charles Dickens; preparado desaforadas antolog¨ªas de letras del Gran Cancionero Americano y de textos sobre jazz y baile (su gran pasi¨®n; adem¨¢s de cr¨ªtico de danza en el Observer, es asesor del ballet de la ciudad de Miami). Tambi¨¦n ha escrito numerosos art¨ªculos para revistas (el ¨²ltimo, sobre el magnate de las pel¨ªculas William Fox), reunidos en dos colecciones de ensayos. La ¨²ltima se llama Near-Death Experiences¡ And Others y sus derechos en espa?ol ya los ha adquirido Navona.
Las experiencias cercanas a la muerte del t¨ªtulo se refieren a un art¨ªculo sobre los coqueteos con el m¨¢s all¨¢ que escribi¨® para The New York Review of Books. ¡°Para hacerlo, me le¨ª unos 40 libros. Mi idea del placer es esa¡±. Su sal¨®n es como un flysch, en el que los estratos los forman las pilas de libros que emple¨® para tal o cual investigaci¨®n. En esa pila de ah¨ª est¨¢n los que le servir¨¢n para escribir la biograf¨ªa sobre Greta Garbo en la que trabaja. En la de all¨¢, el material que us¨® para un controvertido an¨¢lisis sobre la literatura rom¨¢ntica actual (la pol¨¦mica que sigui¨® a su publicaci¨®n le hizo descubrir ¡°una nueva palabra: mansplaining¡±). ¡°El problema es que luego nunca me deshago de los libros¡±, dice. Es un problema, y no tanto. Adem¨¢s de la elegante casa de Nueva York, la pareja tiene propiedades que llenar de estanter¨ªas en Miami y Par¨ªs.
Ante tan agotadora actividad (tambi¨¦n lectora; ahora anda obsesionado con el Nobel bosnio Ivo Andric), podr¨ªa resultar fuera de lugar preguntarle si piensa retirarse. ¡°Tengo 87 a?os, no creo que me retire, me parece que me va a retirar la vida antes¡±. Tal vez por eso est¨¢ ¡°mucho m¨¢s interesado en el pasado que en el presente¡±. Pero no es nostalgia. ¡°Cuando era joven pasaron cosas extraordinarias. Por ejemplo, en el ballet: cuando empec¨¦ a ver ballet seriamente ten¨ªa 17 a?os, era 1948 y est¨¢bamos al principio del auge de Balanchine, el core¨®grafo m¨¢s importante de la historia, que adem¨¢s result¨® ser el m¨¢s revolucionario. Un nuevo ballet suyo era como asistir al estreno de una obra de Shakespeare. Ahora no siento esa emoci¨®n con nada de lo nuevo, pero no es porque sea un viejo, sino porque no hay un Balanchine. Lo mismo se puede decir de la literatura. Cuando yo estaba en el colegio y sal¨ªa una novela de Faulkner era un extraordinario acontecimiento para todos nosotros. ?Hay ahora un escritor de la talla de Faulkner? D¨¦jeme que piense. No, me temo que no¡±.
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