La santa de la espada
La restauraci¨®n de la Santa Catalina de Caravaggio revela que el cuadro es m¨¢s admirable a¨²n de lo que sab¨ªamos
Un instante preciso brilla como un rel¨¢mpago en la lejan¨ªa del tiempo. El de mayo de 1598, en Roma, en la Piazza Navona, una patrulla de la polic¨ªa papal detuvo a Caravaggio por llevar una espada al cinto despu¨¦s de las once de la noche. Roma era una ciudad de cuadrillas de hombres j¨®venes violentos, gangs territoriales bajo el amparo de se?ores poderosos, como las pandillas armadas en Romeo y Julieta. Al leer el acta de esa detenci¨®n en una de las biograf¨ªas recientes de Caravaggio pienso de inmediato en la espada que sostiene como un instrumento musical o como un s¨ªmbolo entre sus manos la Santa Catalina del Museo Thyssen. Es un arma de un brillo met¨¢lico tan simple y temible como un rev¨®lver en las manos de una hero¨ªna ambigua en una pel¨ªcula de cine negro. A la santa Catalina del santoral cristiano le cortaron la cabeza, pero esa espada con que la representa Caravaggio parece m¨¢s apropiada para un duelo o un ajuste r¨¢pido de cuentas entre bandas que para una decapitaci¨®n: la hoja larga y delgada, la punta muy aguda para traspasar el pecho o marcar la cara con una cicatriz infame. La espada, de hecho, si nos fijamos bien, est¨¢ roja de sangre. Si nos fijamos mejor, el rojo puede ser el de la sangre fresca, pero quiz¨¢ tambi¨¦n el reflejo en el acero liso del brocado del coj¨ªn en el que santa Catalina no llega a arrodillarse del todo: m¨¢s que la santa misma, observ¨® Bernard Berenson, parece la modelo del pintor que ensaya en el taller una postura veros¨ªmil.
La observaci¨®n antigua de Berenson la recuerda Guillermo Solana, el director del museo, esta ma?ana de lunes en la que se presenta en el Thyssen la restauraci¨®n de la Santa Catalina. Durante los a?os que yo llevaba visit¨¢ndola me hab¨ªa parecido que su estado de conservaci¨®n era admirable. Hoy he entrado en la sala y me he dado cuenta de que el cuadro es mejor todav¨ªa de lo que ya sab¨ªamos. Las sombras son igual de poderosas, pero ahora est¨¢n como traspasadas por una luminosidad interior que ahonda la sensaci¨®n pura del espacio. La luz que roza y modela las formas y destella de manera distinta en cada cosa ¡ªel bordado de oro del vestido, el tono dorado y rojizo del pelo, la piel muy clara, el rosa de las mejillas¡ª es ahora m¨¢s limpia, sin las a?adiduras amarillentas del barniz y de la oxidaci¨®n del ¨®leo: no parece una luz de velas, sino una objetiva claridad diurna que al mismo tiempo, para la mirada de un observador devoto, fuera tambi¨¦n la luz reveladora y salvadora de la Gracia.
Una reproducci¨®n digital es un espejismo inerte. Un cuadro es un objeto material, un agregado de tela, pigmentos, compuestos qu¨ªmicos, pinceladas tan delatoras como huellas dactilares. Los te¨®ricos del arte tratan las obras como hechos abstractos, envoltorios o reflejos de contenidos intelectuales o mensajes ideol¨®gicos. Es el restaurador quien est¨¢ m¨¢s cerca del artista, como es muchas veces el traductor el que conoce de verdad al escritor al trasladarlo palabra por palabra de un idioma a otro. El restaurador ve desde dentro el proceso de composici¨®n material de la obra y tambi¨¦n lo que el tiempo ha ido haciendo con ella a lo largo de siglos.
El tiempo tambi¨¦n pinta, recordaba esta ma?ana Ubaldo Sedano, el director t¨¦cnico de la restauraci¨®n. La f¨ªsica y la qu¨ªmica de los materiales empleados hace cuatro siglos por Caravaggio son parte de un proceso que nunca termina, y que atestigua la sabidur¨ªa artesanal de pintores urgidos por un prop¨®sito de maestr¨ªa y de durabilidad, y tambi¨¦n los avatares de la obra una vez terminada, desde el momento mismo en que el ¨®leo todav¨ªa fresco empieza a secarse en el estudio. El cr¨ªtico se fija en el resultado final, que le parece predeterminado y necesario: al restaurador, como al artista mismo, lo que m¨¢s le importa es el proceso, la parte de tentativa, equivocaci¨®n, incertidumbre, azar que intervienen en la g¨¦nesis de la obra.
Gracias al valioso despliegue que nos explica la restauraci¨®n, descubrimos las marcas sucintas que trazaba Caravaggio sobre el mismo lienzo para orientarse sin necesidad de dibujos preparatorios, las decisiones que tomaba sobre la marcha, el modo gradual en que iba a?adiendo elementos visuales, los cambios menores o tajantes que decidi¨®. Por un trabajo semejante al de la estratigraf¨ªa ahora sabemos que el vestido oscuro de santa Catalina primero fue rojo. Y nunca hasta ahora hab¨ªamos advertido que no todo su pelo espl¨¦ndido est¨¢ recogido: ahora surge de la negrura una melena que desciende de la nuca y se extiende sobre los hombros, m¨¢s desnudos y carnales ahora porque su piel es m¨¢s clara.
La Santa Catalina fue un salto en el progreso como pintor de Caravaggio y en su carrera p¨²blica. La pint¨® hacia la misma ¨¦poca en que pas¨® una noche en el calabozo por llevar una espada a unas horas prohibidas. Su leyenda pendenciera est¨¢ muy bien documentada, y tambi¨¦n su conexi¨®n personal con Fillide Melandroni, la prostituta adolescente ¡ªten¨ªa 17 a?os cuando lleg¨® a Roma¡ª a la que nos gusta identificar como modelo de santa Catalina, as¨ª como de las mujeres de otros cuadros suyos: la formidable Judith que deg¨¹ella al general Holofernes, la Mar¨ªa Magdalena arrepentida que aparta la cara de un espejo.
Pero hay cosas que sabemos con seguridad y cosas que no, o no del todo, por mucho que nos guste que fueran ciertas. Nada nos gusta m¨¢s que una buena historia. Est¨¢ documentado que Caravaggio conoc¨ªa a Fillide y que le pint¨® un retrato donado luego por ella a un amante suyo. El retrato ya no existe: estaba en Berl¨ªn y fue destruido durante un bombardeo aliado en 1945. Queda una foto en blanco y negro. A m¨ª me gustar¨ªa reconocer en ella, a pesar de su calidad escasa, los rasgos tan bellos de santa Catalina, los ojos a la vez ensimismados y observadores, el gesto de justicia vengadora de Ju?dith. Pero honestamente miro una cara y la otra y no veo el parecido. La Fillide en blanco y negro de Berl¨ªn tiene una expresi¨®n neutra y ausente. La muchacha pelirroja del Thyssen encuentra mi mirada en cuanto entro en la sala, en medio de la gente, se?al¨¢ndome con el dedo ¨ªndice de su mano derecha, como un secreto compartido, la espada de su martirio, tal vez la misma que Caravaggio sab¨ªa manejar con destreza mort¨ªfera.
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