Tumbas recobradas
En Espa?a no hubo ning¨²n pacto de silencio por la simple raz¨®n de que no hizo ninguna falta. El pasado no le interesaba a casi nadie
En 2005, un presidente del Gobierno espa?ol asisti¨® por primera vez a los actos conmemorativos de la liberaci¨®n del campo de Mauthausen, en el que estuvieron cautivos m¨¢s de treinta mil compatriotas nuestros, la mayor parte veteranos del ej¨¦rcito de la Rep¨²blica y luchadores en la Resistencia francesa. En 2019, mucho m¨¢s tarde y tambi¨¦n por primera vez, otro presidente del Gobierno ha visitado las tumbas de Antonio Machado en Collioure y la de Manuel Aza?a en Montauban. Desde 1977 ha habido elecciones libres en Espa?a. Desde 1978 ha regido una Constituci¨®n. Durante la mayor parte de la d¨¦cada de los a?os ochenta hubo Gobiernos de mayor¨ªa absoluta socialista, algunos de ellos con presencia muy influyente de machadianos oficiosos. Nadie fue nunca a rendir homenaje p¨²blico a los all¨ª sepultados. Nadie se molest¨® en hacerse presente en las innumerables ceremonias de homenaje a los luchadores en la II Guerra Mundial ni a los cautivos o asesinados en los campos. Nadie hizo el esfuerzo de levantar un recordatorio digno de los millares de refugiados en las playas del Sur de Francia. Hace unos a?os, el incesante activista hispan¨®filo William Chislett localiz¨® en un cementerio de Oxford la tumba de Arturo Barea, y se dirigi¨® a la Embajada espa?ola en Londres para solicitar ayuda en la restauraci¨®n de la l¨¢pida. La respuesta oficial fue tan tibia que a Chislett y a otros cuantos se nos ocurri¨® la soluci¨®n de encargar el trabajo a un restaurador local y pagarlo a escote. Nos sali¨® a veinticinco libras por cabeza.
Pero los Gobiernos conservadores no habr¨ªan tenido m¨¢s justificaci¨®n en su negligencia que los socialistas. Ahora que la condici¨®n de espa?ol se est¨¢ celebrando tanto, como si pudiera definirlo a uno sin necesidad de m¨¢s connotaciones pol¨ªticas, estos conservadores deber¨ªan apreciar el hecho de que tanto Manuel Aza?a como Antonio Machado fueron espa?oles de nacimiento, y hasta defensores expl¨ªcitos de un patriotismo espa?ol que ellos identificaban no con el exhibicionismo de las ra¨ªces ni de las glorias casi siempre ap¨®crifas de los antepasados, sino con un sistema de convivencia pol¨ªtica y civil que asegurara las libertades de los ciudadanos fortaleci¨¦ndolas con el imperio de ley, la justicia social y la instrucci¨®n p¨²blica. Adem¨¢s, siendo los conservadores, seg¨²n dicen, tan defensores de la legalidad p¨²blica y la dignidad del Estado, pocas personas las defendieron tanto, y las encarnaron con tal convicci¨®n, como Manuel Aza?a, presidente primero del Gobierno y luego de la Rep¨²blica misma.
Se ha hablado mucho de un ¡°pacto de silencio¡± en el que se habr¨ªan confabulado las fuerzas pol¨ªticas que hicieron la Transici¨®n para borrar el pasado de la dictadura, sacrificando la justicia y la memoria de las v¨ªctimas a cambio de una fr¨¢gil estabilidad y un grado aceptable de concordia. No es un prop¨®sito innoble. Despu¨¦s de una guerra o de una dictadura ¡ªm¨¢s a¨²n de la suma de las dos¡ª, hasta la reconciliaci¨®n m¨¢s superficial requiere acuerdos que no satisfacen a ninguna de las partes, porque muestran que dos fines igualmente justos ¡ªla convivencia por un lado, el castigo de los verdugos y la compensaci¨®n de las v¨ªctimas, por el otro¡ª solo parcialmente son compatibles entre s¨ª.
Lo que pas¨® en Espa?a fue m¨¢s trivial, y tambi¨¦n m¨¢s triste. No hubo ning¨²n pacto de silencio por la simple raz¨®n de que no hizo ninguna falta. Durante bastantes a?os, y en particular a lo largo de los c¨¦lebres a?os ochenta, el pasado no le interesaba a casi nadie. Nadie tuvo que esforzarse en ocultarlo. No hay coacci¨®n ideol¨®gica tan persuasiva, tan poderosa como la moda. Y era la moda lo que estaba de moda, no la memoria democr¨¢tica, ni la de los a?os de la Rep¨²blica, ni la de la Instituci¨®n Libre de Ense?anza. Recuerdo como si fuera ayer un programa de televisi¨®n en 1989 que conmemoraba, por as¨ª decirlo, el cincuentenario de la muerte de Antonio Machado. Prevalec¨ªan en ¨¦l ese tipo de literatos y artistas o artistillas que estaban m¨¢s de moda entonces: con un cierto aire impostado de cosmopolitismo, con una arrogancia entre sarc¨¢stica y despectiva a todo lo que pudiera parecer anticuado, rural, como de postguerra y realismo, todo lo que emitiera ese ¡°olor a berza¡± que entonces serv¨ªa lo mismo para denostar a Cervantes y a Gald¨®s que a Antonio L¨®pez Garc¨ªa o Carlos Saura. Las circunstancias del exilio y la muerte de Antonio Machado no parec¨ªan relevantes. Y el poeta, seg¨²n aquellos militantes de la modernidad amn¨¦sica, quedaba reducido a una figura de maestro rancio de escuela, de caricatura m¨¢s bien rid¨ªcula de bondad.
Tampoco hubo el menor esfuerzo de restituci¨®n material ni simb¨®lica a quienes hab¨ªan luchado contra la dictadura y sufrido en las c¨¢rceles y en el destierro. Entonces habr¨ªa podido hacerse algo: muchos estaban vivos. Juan Eduardo Z¨²?iga public¨® Largo noviembre de Madrid en 1978 y apenas despert¨® inter¨¦s. Alfaguara reedit¨® dignamente los cinco vol¨²menes de El laberinto m¨¢gico de Max Aub y pasaron sin pena ni gloria. Por eso fue tan singular la aparici¨®n, en 1985, de una novela como Luna de lobos, de Julio Llamazares: sus personajes eran guerrilleros antifranquistas, y la historia, con su aire de misterio y de f¨¢bula, la hab¨ªa escrito un hombre entonces muy joven que solo conoc¨ªa el mundo que contaba a trav¨¦s de los recuerdos y los relatos de otros.
El pasado era algo rancio y triste en aquellos a?os ochenta. Los socialistas j¨®venes que gobernaban entonces quiz¨¢s ten¨ªan menos inter¨¦s en revivirlo porque ellos se hab¨ªan alzado con la direcci¨®n del PSOE, desalojando a los veteranos que representaban la legitimidad ya anacr¨®nica del exilio. Hasta ¡°exilio¡± parec¨ªa una palabra indecorosa. Un amigo m¨ªo que trabaj¨® un tiempo escribiendo discursos para un ministro de Cultura de aquellos a?os me cont¨® que cada vez que mandaba un borrador en el que se citaba esa palabra, se lo devolv¨ªan con ella tachada. Exilio era una palabra triste, le dec¨ªan. Mejor destierro, sin duda. La ¨²nica conmemoraci¨®n que importaba, de repente, era la del quinto centenario de la llegada de Col¨®n a Am¨¦rica: importaba sobre todo porque no se remit¨ªa a hechos borrosos de quinientos a?os atr¨¢s, sino a una fecha inminente y futura, el omnipresente 1992, la Expo de Sevilla y los Juegos Ol¨ªmpicos de Barcelona. Disentir de aquel optimismo, vindicar una memoria civil sin la cual es muy dif¨ªcil construir una cultura democr¨¢tica firme, lo convert¨ªa a uno en algo peor que un aguafiestas: un antiguo. Poca gente reflexion¨® sobre la iron¨ªa de que la mayor parte de aquella declaraci¨®n de modernidad de 1992 se pareciera tanto a los espect¨¢culos de vana teatralidad y despilfarro de la Espa?a barroca.
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