La era del linchamiento
Michael Jackson se suma a la n¨®mina de artistas indeseables
En otros tiempos, hab¨ªa cierta ¨¦pica en los intentos de regular lo que pod¨ªamos leer, ver, escuchar. Los procesos contra El amante de Lady Chatterley, Ulises o ¡ªperm¨ªtanme una referencia generacional¡ª la revista Oz segu¨ªan un guion estimulante: fiscales cenutrios contra expertos cultos y elocuentes, con finales reconfortantes en primera o segunda instancia.
Actualmente, impotentes ante Internet, los gobiernos occidentales renuncian a perseguir productos culturales. Han descubierto que las propias productoras o distribuidoras ejercen eficaces labores de censura. Hablamos de censura moral, aunque no se aplique a las obras: se juzga la vida ¨ªntima de los creadores. Ni siquiera esperan a que haya una sentencia (Kevin Spacey, Ryan Adams); incluso, desprecian aquellos veredictos en que los artistas fueron declarados inocentes: Woody Allen, R Kelly, Michael Jackson.
Se me dir¨¢, con mucha raz¨®n, que la justicia depende del calibre de los abogados implicados y la capacidad para pactar acuerdos econ¨®micos. Me asombra, sin embargo, que los alentadores de las prohibiciones sean tan lentos para reaccionar: dir¨ªamos que los ataques de responsabilidad social se incrementan cuando los artistas han muerto o van (comercialmente) de capa ca¨ªda.
?Es razonable caracterizar a Michael Jackson como un depredador sexual? Bueno, era un monstruo en todo, incluyendo su talento, una criatura rara en sus motivaciones y evasiva en sus comportamientos. Sin embargo, ahora aparece Leaving Neverland, un documental tramposo y plomizo que busca conmover a los espectadores. Por el contrario, la respuesta de la familia Jackson ha sido tibia (excepto Janet, que triunf¨® por su cuenta, todos siguen viviendo de Michael).
Da la sensaci¨®n de que, como en anteriores terremotos, creen que se volver¨¢ a la normalidad en cuesti¨®n de meses, a?os. Ignoran que hoy se enfrentan con masas empoderadas, dispuestas a rematar cualquier linchamiento. Y nunca faltan las oportunidades para las lapidaciones. En el universo del arte, no abundan las vidas ejemplares. Olvidemos el pop, tan dado a las biograf¨ªas abominables; hace poco, el TLS revel¨® que Charles Dickens intent¨® internar a su esposa en un manicomio, para facilitar su relaci¨®n con una joven actriz. Beethoven us¨® su considerable poder contra su cu?ada Johanna, a la que arrebat¨® su hijo alegando que se trataba de ¡°una prostituta¡± (tambi¨¦n asegur¨® que el hijo era suyo, as¨ª que h¨¢ganse una idea del grado de encono). Ya no sirve la disculpa de que eran otras ¨¦pocas, con mentalidades diferentes. Tales argumentos no impresionan: se prefieren los vetos medi¨¢ticos, la retirada de honores, la demonizaci¨®n del supuesto depravado. Unos castigos que son aplaudidos por el p¨²blico, o por lo menos, por el sector que se manifiesta en las redes. Que no son necesariamente fan¨¢ticos o ignorantes.
Aunque nos obligue a retroceder a tiempos anteriores a la Red, debemos recordar las arremetidas contra Salman Rushdie por parte de autores respetables como John Le Carr¨¦ o Roald Dahl, c¨®mplices en erosionar el concepto de libertad de expresi¨®n: hasta se intent¨® que no se publicara la edici¨®n barata (paperback) de Los versos sat¨¢nicos. Daba lo mismo: en Europa, los fundamentalistas compraban el libro y, ya en la calle, sin necesidad de leerlo, lo quemaban con gesto de satisfacci¨®n. Gran haza?a: hab¨ªan convertido un texto posmoderno en una supuesta blasfemia, digna de venganza medieval. Y, de paso, descubr¨ªan brechas en una Europa dispuesta a contemporizar con el islamismo radical. ?Saben que la fetua de Jomeini todav¨ªa es v¨¢lida y que incluso la recompensa por matar a Rushdie supera ahora los tres millones de d¨®lares?
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