La magia de Woodstock no se puede repetir
El festival por antonomasia solo pudo ocurrir en 1969, cuando no se sab¨ªa muy bien lo que supon¨ªa convocar a una muchedumbre en un lugar remoto
"Igual que en 1969", suspiran los veteranos del negocio musical, ¡°un puto desastre¡±. El festival del 50 aniversario de Woodstock ha ido saltando de localizaci¨®n en localizaci¨®n, sin que los promotores resolvieran los elementos esenciales: garantizar un lugar adecuado, asegurarse un cartel coherente, montar la infraestructura, planificar posibles emergencias.
Echen la culpa al pensamiento m¨¢gico. Michael Lang y el resto de los organizadores todav¨ªa son esclavos del mito de Woodstock. Creen en intangibles como el poder generacional, la buena onda, la identificaci¨®n entre artistas y p¨²blico. En 1969, pod¨ªan alegar que la oposici¨®n al festival era culpa de paletos conservadores, que no quer¨ªan ver sus tierras invadidas por multitudes de melenudos urbanos, seguramente drogados y encima escasos de patriotismo, refractarios a la intervenci¨®n de Estados Unidos en Vietnam.
Sin duda, esos sentimientos de rechazo eran reales. Pero hab¨ªa vecinos y autoridades locales que los reforzaban con argumentos s¨®lidos: se necesitaban letrinas, agua, alimentaci¨®n, hospitales de campa?a. Y el asunto del transporte: las carreteras comarcales no pod¨ªan absorber la previsible invasi¨®n de centenares de miles de personas motorizadas. Adem¨¢s, ol¨ªa a enga?o: en todo momento, los organizadores hablaban de 50.000 entradas vendidas, cuando calculaban que aquella cifra se multiplicar¨ªa al hacerse evidente que aquella iba a ser la gran reuni¨®n rock del verano de 1969.
Hoy nadie lo recuerda, pero la primera jornada del Festival de Woodstock se vivi¨® como una cat¨¢strofe: hasta ?The New York Times public¨® un editorial t¨ªpicamente liberal, lamentando las deficiencias sociales que hac¨ªan posible ¡°un caos tan colosal¡±. En las horas siguientes, sin embargo, el venerable diario se rindi¨® al relato emergente: Woodstock estaba siendo un prodigio de improvisaci¨®n, de inventiva genuinamente estadounidense. Los chicos quer¨ªan rock y, por todos los santos, lo iban a tener. De hecho, conviene sincerarse, la m¨²sica era la excusa para un experimento de vida en libertad. Aparentemente, la motivaci¨®n econ¨®mica del megaconcierto hab¨ªa saltado por los aires, al permitirse la entrada libre. Una ciudad de, digamos, medio mill¨®n de habitantes hab¨ªa surgido de la nada y se hab¨ªa estructurado sin grandes sobresaltos.
Sin embargo, aquello no se puede explicar simplemente c¨®mo una haza?a de la contracultura. Cierto que fue extraordinaria la intervenci¨®n de la Hog Farm, una nutrida comuna de Nuevo M¨¦xico que, requerida por los promotores, mont¨® cocinas, calm¨® malos viajes y difundi¨® informaci¨®n de inter¨¦s general (¡°cuidado con los ¨¢cidos marrones ¡±). Al otro extremo, los grup¨²sculos politizados, reunidos en la llamada Movement City, poco aportaron a la mejora de la situaci¨®n. Como met¨¢fora perfecta ha quedado el guitarrazo de Pete Townshend al yippie Abbie Hoffman, que interrumpi¨® el concierto de The Who con el prop¨®sito de radicalizar a las masas. Mandaba el hedonismo, no la movilizaci¨®n.
En realidad, Woodstock 1969 pudo concluir felizmente gracias a la tolerancia de supuestos enemigos mortales del hippismo. El gobernador de Nueva York, el republicano Nelson Rockefeller, desoy¨® las voces que suger¨ªan cancelar el evento y aport¨® los recursos del Estado; incluso, helic¨®pteros del US Army trasladaron material m¨¦dico. Tambi¨¦n se implic¨® lo que ahora llamar¨ªamos la sociedad civil: los residentes, una vez comprobado que aquello no era una org¨ªa pagana, se esforzaron en ayudar a los visitantes. Se pudo ver a grupos de monjas repartiendo gratuitamente miles de bocadillos, elaborados en su convento.
Cuando todo acab¨®, la organizaci¨®n pas¨® del modo triunfal a poner carita de pena. Hab¨ªan perdido, uf, millones de d¨®lares. Con todo, asombrosamente, juraban que habr¨ªa otro Woodstock al a?o siguiente. No, no sab¨ªan c¨®mo compensar a los ingenuos que hab¨ªan comprado entradas por anticipado, pero no pudieron llegar a la granja de Max Yagur por culpa de los embotellamientos. Y es que nadie reconocer¨ªa tan lamentable planchazo. D¨¦cadas despu¨¦s, una encuesta revel¨® que varios millones de estadounidenses aseguraban haber vivido Woodstock.
Muy posiblemente, lo cre¨ªan de verdad: despu¨¦s de todo, ha pasado a la historia como uno de los momentos ¨¢lgidos de los a?os sesenta, el gran subid¨®n de los baby boomers. La leyenda de Woodstock se reforz¨® con la pel¨ªcula y los discos. En la actualidad sabemos que se hicieron todas las trampas necesarias: algunas de las interpretaciones no proced¨ªan del festival; hubo que regrabar c¨¢nticos colectivos en el estudio. Minucias, dir¨ªa Michael Lang. Conociendo al personaje ¡ªen los noventa, se postul¨® para lanzar internacionalmente a El ?ltimo de la Fila¡ª,?urge reconocer que naci¨® con una flor en el culo. Pero Lang se niega a aceptar que, a pesar de sus intentos, no se puede repetir la conjunci¨®n astral de agosto de 1969.
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