Las vacaciones de los dem¨¢s
La periodista se coloca tras el mostrador junto con los otros encargados para cuidar de las necesidades de los veraneantes con una mezcla de empat¨ªa y firmeza
Para el recepcionista de hotel, la vida en temporada alta es un ver pasar el verano de los dem¨¢s. El recepcionista es una madre que cuida y contiene los desastres que les suceden a sus cachorros: unos llegan al nido agotados y hay que restaurarlos y engrasarles las articulaciones, d¨¢ndoles toques con un algodoncito. Otros, ya crecidos en la vacaci¨®n, alimentados, ba?ados y dormidos, abandonan el cubil. Todo lo que les suceda en el periodo entre la llegada al nido y su partida, volando desganados hacia un nuevo periodo laboral, es responsabilidad del recepcionista. El veraneante est¨¢ pagando por una ilusi¨®n uterina, un lugar en el que ser alimentado por la teta primordial del bufet libre y las s¨¢banas frescas. Y el recepcionista vela por todo esto con tal fuerza ¡ªno s¨¦ si hab¨¦is visto alguna vez a una oca furiosa defendiendo a sus cr¨ªas¡ª que es dif¨ªcil arrancarle datos y curiosidades sobre el proceder de sus criaturas.
As¨ª pues, mi periplo por recepciones de hotel es largo: en la mayor¨ªa me despachan con eficacia profesional, como si estuviesen vigilados por una c¨¢mara (y es probable que lo est¨¦n). Me dejan estar, me encomiendan tareas, pero no sueltan prenda. De puertas para afuera, un hotel debe ser un lugar de una felicidad as¨¦ptica, sin aristas. Entiendo que son ¨®rdenes de arriba y me pliego a ellas. Pero yo tambi¨¦n tengo que hacer mi trabajo, que es sumergirme en su trabajo, valga la redundancia. Voy de un hotel a otro, recopilando. ¡°No pongas mi nombre ni lo que te he contado, por favor...¡±, me dicen, con eficacia y pavor. Aunque siempre hay una coletilla tras este rechazo: ¡°Pero si quieres qu¨¦date un ratito, que me aburro¡±. As¨ª lo hago. Me meto tras el mostrador y veo pasar la vida desde all¨ª.
El recepcionista es un ente neutro al que pocos recuerdan, pero que contiene con firmeza todo desprop¨®sito que suceda en el hotel. ¡°He llegado a consolar a una mujer abandonada por su marido en mitad de las vacaciones. Se despert¨® y ¨¦l se hab¨ªa ido. Ella no quer¨ªa volver a su pueblo y cont¨¢rselo a su familia. Se pas¨® tres d¨ªas aqu¨ª, sentada conmigo¡±, me cuenta Almudena, recepcionista de un hotel de 300 plazas en primera l¨ªnea de playa.
Recepci¨®n ¡®forever¡¯
Actualmente, un gran n¨²mero de p¨¢ginas online de reserva de habitaciones de hotel nos soluciona la papeleta de llamar a los establecimientos uno por uno y preguntar tarifas y comodidades. Todo se resuelve con unos cuantos clics, cuenta bancaria mediante. Sin embargo, la recepci¨®n del hotel, con su car¨¢cter humano y extra?amente anacr¨®nico, se mantiene indemne. All¨¢ donde vayamos, ser¨¢ raro que no haya recepcionistas haciendo nuestra estancia lo menos rob¨®tica posible. As¨ª como en otras lides lo que se considera progreso es lo informatizado y los procesos regurgitados a trav¨¦s de c¨®modas apps, en lo que respecta a la hosteler¨ªa, lo que proporciona la chispa del lujo es precisamente un poco de contacto humano que nos gu¨ªe en ese camino, a veces complicado, que es el salir del confort hogare?o y enfrentarse a un lugar desconocido. Ya dijo Pavese que "los viajes son una brutalidad. Le obligan a uno a confiar en extra?os y a perder toda la comodidad familiar de la casa y de los amigos. Se est¨¢ en continuo desequilibrio". As¨ª que qu¨¦ menos que una mano humana que nos ayude a mantenerlo.
En un hotel rodeado de discotecas, una veraneante se acerca renqueando a recepci¨®n. A juzgar por su rostro, lleva unas cuantas noches de jarana y ha dormido poca siesta. Apoya una mano en el mostrador. Eleva la voz en un maullido quejoso:
¡ªSe me ha roto la chancla.
Lo dice como si llamara a su mam¨¢. Y su mam¨¢, que en este caso es la recepcionista, la atiende. Palmaditas, tono dulce, una tirita para la rozadura y la indicaci¨®n de d¨®nde puede comprarse unas chanclas nuevas. La veraneante marcha a pasitos cortos, arrastrando su chancla rota. Y la recepcionista pasa a otra cosa, porque siempre hay otra cosa: check in, check out, reservas, incidencias (un grupo de chavales se ha colado en la piscina sin estar registrado en el hotel), se han acabado los limones en la cafeter¨ªa del hall (el personal de recepci¨®n hace peque?os recados a veces), un hombre pide que le cambien d¨®lares a euros (s¨ª, los recepcionistas tambi¨¦n se ocupan de cambiar divisas), una familia se ha equivocado comprando sus tickets para ir al parque acu¨¢tico, a los de la 354 se les ha atascado la puerta del balc¨®n y no pueden salir a coger los ba?adores y las toallas que ten¨ªan tendidos all¨ª. En medio de todo el estr¨¦s, suena el tel¨¦fono. S¨®lo quedan libres habitaciones en la trasera del hotel. La recepcionista carraspea y se dispone a decir la frase estrella:
¡ªMire, hay habitaciones libres, pero no dan al mar. Dan a un cementerio peque?ito en la parte de atr¨¢s.
Cuelga casi inmediatamente y se encoge de hombros. Acepta la realidad: para algunos, es imposible vivir la celebraci¨®n de vida del verano teniendo frente a los ojos los rituales de la muerte.
El sobrino de un empresario hotelero, un chaval muy majo que este verano ha suspendido por segunda vez segundo de bachillerato y est¨¢ pag¨¢ndolo en el hotel de su t¨ªo, me cuenta la leyenda urbana de una directora de hotel que dec¨ªa: ¡°Aqu¨ª no se muere nadie. En mi hotel, a vivir, no a morir¡±. De forma inevitable, un d¨ªa muri¨® un veraneante. Solo en su habitaci¨®n, de un infarto fulminante. La directora del hotel llam¨® a su marido. Entre los dos sacaron el cad¨¢ver y lo dejaron en la calle, como si el hombre se hubiese desplomado all¨ª.
En un segundo identificamos el Se?or Pesado ¡ªsiempre hay uno o dos¡ª porque se acerca, se acoda en el mostrador como si la recepci¨®n fuese un bar y dice: ¡°?Sabes que de la arena de estas playas a veces emana agua dulce?¡±. No le hacemos mucho caso. Pero no hacer mucho caso, en la vida de una recepcionista, ya implica sonre¨ªr y asentir. Aun as¨ª, el mensaje queda comprendido: el cliente se aleja, rumbo al bar, buscando a alguien a quien dar la chapa. El reclamo utilizado por los hoteles siempre indica ¡°estar¨¢s como en tu casa¡±, pero no es cierto. En su casa, este se?or no tiene a nadie a quien darle la vara. Ni tampoco la chica de la chancla, que vuelve a hacer su aparici¨®n, renqueando con chanclas nuevas, se quejar¨ªa como se ha quejado.
Llaman desde la 202. Esta vez me dejan coger el tel¨¦fono. Que si les podemos subir un pl¨¢tano. Al otro lado del auricular se oyen risas y jolgorio. ¡°Qu¨¦ pesados. Lo piden todas las tardes desde hace una semana¡±, dice Cris, que tiene 40 a?os y lleva desde los 20 trabajando en hoteles. ¡°Currando en la ciudad, todo el mundo es adulto, pero en cuanto tiene tiempo libre, la gente se atonta, pierde facultades, te lo juro¡±, asegura. No obstante, me indica el camino a cocina. ¡°?Vas t¨² a por el pl¨¢tano?¡±. La miro estupefacta. Se r¨ªe. ¡°Te lo digo en serio. Es servicio de habitaciones. Si lo pagan, hay que llev¨¢rselo¡±.
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