El delito de escribir
Estos d¨ªas se publica en espa?ol la antolog¨ªa de J. Rodolfo Wilcock de sus mejores art¨ªculos sobre el mundillo de las letras italianas
?Oyeron hablar ustedes de la pulsi¨®n secreta ¨Ctan novelesca por cierto¨C de alg¨²n que otro editor y cr¨ªtico de castigar a determinados autores, a veces s¨®lo por su feliz relaci¨®n con la escritura? Es una especie de variante perversa del s¨ªndrome de Salieri. De haber escrito alguien la bochornosa historia de nuestros oscuros celosos, el libro habr¨ªa podido llamarse El delito de escribir, pero se da la circunstancia de que el t¨ªtulo precisamente ya fue utilizado por J. Rodolfo Wilcock para una antolog¨ªa (en Adelphi) de sus mejores art¨ªculos de los a?os sesenta sobre el mundillo de las letras italianas (Il reato di scrivere), un libro cuya traducci¨®n, justo estos d¨ªas, se publica entre nosotros. Una antolog¨ªa que insin¨²a ese odio patol¨®gico de algunos miserables, pero amplia su radio de acci¨®n a otros aspectos de la sociedad literaria, a otras no menos sorprendentes, singulares, recurrentes, tempestuosas perversiones.
No se baila jam¨¢s con tanta vitalidad como al borde del abismo, escribe Wilcock. Y nada nos parece tan cierto a medida que vamos leyendo El delito de escribir (Libros de la resistencia), donde no hay uno solo de los textos que no baile ah¨ª con el peligro y no lo haga, adem¨¢s, con la rara energ¨ªa del que sabe entrar a saco, sin titubeos, en los m¨¢s degradados ¨¢mbitos de la casa de fieras que siempre fue cualquier sociedad literaria. Por lo dem¨¢s, el ¡°libelo¡± de Wilcock no tiene piedad de los numerosos enemigos de los que habla, tan parecidos a veces a los m¨ªos, porque no falta ah¨ª ni el cr¨ªtico enjabonador del poder y adem¨¢s cicatero (¡°obcecado en reprender a un autor por no haber hecho algo que ¨¦ste no ten¨ªa la intenci¨®n de hacer¡±), ni el editor perseguidor y vengativo, ni dem¨¢s seres supremos de elegancia dudosa, a los que Wilcock hace bien en situar en la tenebrosa categor¨ªa de ¡°los otros¡±.
?As¨ª las cosas, no ha de extra?arnos que la imposibilidad de una relaci¨®n arm¨®nica con esos ¡°otros¡± acabe forjando la gran ilusi¨®n de establecer cualquier tipo de contacto con otras personas que lo sean todo menos pu?eteras o saboteadoras, un contacto con individualidades que, habiendo sido creadas felizmente por nuestra propia mente ¨Calguna ventaja ha de tener la facultad de crear ficciones¨C, al menos sean amables.
Sustituir, dice Wilcock, a las horribles (por incomprensibles o intolerantes) personas que componen la vida literaria por seres imaginados, comprensibles y comprensivos, y por lo tanto agradables, es un privilegio s¨®lo de los grandes autores felices, tan distintos de ¡°los mediocres que sufren casi como si no fueran escritores, obligados a reproducir defectuosamente a los seres que ya conocen¡±.
La clave para vivir mejor estar¨ªa pues en la alegr¨ªa de la escritura cuando ¨¦sta va a ligada al ejercicio de la libertad, o a esa variante de la libertad que Cervantes descubri¨® en la locura. ?O es que acaso la felicidad de un artista, como dice Wilcock, no reside (como le pasaba a Lewis Carroll a los ochenta a?os) en poder concebir la vida de igual manera que un di¨¢logo entre una tortuga y un term¨®metro?
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