Un tornillo en la cabeza
Cuando acab¨¦ el cap¨ªtulo uno de ¡®El capital¡¯ sent¨ª que mi cabeza hac¨ªa ruido, como si un cirujano invisible interviniera mi cerebro
Me sucedi¨® con El capital. Podr¨ªa haberme sucedido con alg¨²n otro libro muy dif¨ªcil. Sucesivas escenas de lectura agregaron obst¨¢culos a los que mi nula formaci¨®n filos¨®fica ya encontraba por sus propios medios. Eran a?os de dictadura en Argentina, y algunos pens¨¢bamos que justamente hab¨ªa que aprovecharlos para convertirnos en expertos de la teor¨ªa que nos ayudar¨ªa a liberarnos de los militares para siempre. Los m¨¢s inteligentes eleg¨ªan a Antonio Gramsci. Pero yo me propuse comenzar por las bases econ¨®micas y filos¨®ficas que deb¨ªan convertirse en mis armas de pensamiento. Por eso me dije: ¡°Vamos a leer El capital¡±. El plural me inclu¨ªa a m¨ª y un amigo. La edici¨®n era, en aquellos a?os pret¨¦ritos, la de Fondo de Cultura Econ¨®mica, traducci¨®n de Wenceslao Roces, en tres tomos, encuadernados y de fino papel sobre el cual era dif¨ªcil subrayar o escribir en los m¨¢rgenes.
Naturalmente, esto no era un obst¨¢culo. Lo que no pod¨ªa subrayar, lo copiar¨ªa en hojas aparte. La librer¨ªa Galerna de Buenos Aires regalaba a sus clientes unos cuadernillos preciosos, de buen papel y tapa de cartulina. Esa librer¨ªa era el simp¨¢tico refugio para las tertulias de quienes no siempre pod¨ªan permitirse gastar en un bar. Yo pasaba por all¨ª todas las tardes, para conversar, hojear las novedades casi siempre inalcanzables, llevarme alg¨²n libro prestado o enterarme de todo lo que todav¨ªa no hab¨ªa le¨ªdo. Cuando tom¨¦ la decisi¨®n de atreverme con El capital, me agenci¨¦ uno de los cuadernitos de Galerna. Todav¨ªa lo conservo con mi intr¨¦pido resumen de la ¡°Secci¨®n primera¡±, escrito con lapicera fuente y tinta verde, que era una de mis man¨ªas de falso dandismo. Con esa lapicera, que hab¨ªa superado muchos olvidos, traslados y mudanzas, escrib¨ª aquel primer resumen de Marx sobre la teor¨ªa del valor y el fetichismo de la mercanc¨ªa.
Un compa?ero de formaci¨®n filos¨®fica, que hab¨ªa estudiado en Italia con Lucio Colletti, nos instruy¨® en la L¨®gica de Hegel durante muchas ma?anas que, cuando ya todos est¨¢bamos borrachos por la dificultad, culminaban con almuerzos en un restaurante frecuentado por periodistas y letristas de tango de la generaci¨®n del 40. Nos repon¨ªamos de Hegel con unas croquetas de arroz y pollo, nunca tan perfectas como las que d¨¦cadas despu¨¦s prob¨¦ en Espa?a. Pero, como no conoc¨ªa las espa?olas, aquellas croquetas porte?as me parec¨ªan excelentes.
Otro escenario para mi estudio de El capital fue una l¨ªnea de buses que recorr¨ªa todo Buenos Aires hasta alcanzar los suburbios del norte, situados a una hora de viaje. Viajaba para cumplir tareas pol¨ªticas completamente incongruentes con Marx, aunque se realizaran en su nombre, y por lo general consegu¨ªa un asiento. Tarde en la noche, las luces del bus eran mortecinas, pero yo segu¨ªa repasando mis res¨²menes del tomo I, tratando de aprender algunas definiciones de memoria. Me intrigaba por qu¨¦ Marx habr¨ªa elegido ejemplificar la mercanc¨ªa con levitas y varas de lienzo, en lugar de vestidos o metros de percal.
Otro de mis escenarios preferidos para la lectura de El capital fue una placita insignificante, al costado de las v¨ªas del tren. Ten¨ªa la ventaja de que no la frecuentaban ni?os ni perros ni viejos. En ese lugar del que hab¨ªan desertado casi todas las especies vivas, nada pod¨ªa distraerme de la tarea que me exced¨ªa: leer a Marx y dejar que mi cabeza diera vueltas, como si fuera una planta en un remolino.
Esta historia de voluntarismo filos¨®fico realizada por alguien que no estaba preparada para encararla, hoy me parece un acto de orgullosa desmesura, si se la mide por mis recursos intelectuales, que alcanzaban, apenas, para otros textos de Marx, pero no para ese tomo I de El capital que acarreaba de un lado a otro.
Cuando cre¨ª que lo hab¨ªa entendido suficientemente (no del todo), y cuando termin¨¦ de escribir el correspondiente resumen de la ¡°Secci¨®n primera¡± en el cuadernito, sent¨ª que mi cabeza hac¨ªa ruido, como si alguien estuviera girando un tornillo o un cirujano invisible interviniera sobre mi cerebro.
Ya antes me hab¨ªan pasado cosas similares. A los 15 a?os con El rojo y el negro; a los 16 con Las flores del mal, que mi madre destruy¨® ante mis ojos, atribuyendo a Baudelaire todos mis defectos y desplantes. Posiblemente el maternal acto de barbarie estuviera sustentado por la moral, porque esos libros me hicieron distinta de aquello para lo que la familia me hab¨ªa destinado.
El capital fue el gran paso, lo que Bachelard llam¨® la ruptura epistemol¨®gica. Despu¨¦s de leer la ¡°Secci¨®n primera¡±, nadie puede seguir igual. No solo por lo que revela sobre el capitalismo, sino por la dificultad de entender esa revelaci¨®n. Despu¨¦s he le¨ªdo comentarios y muchas ex¨¦gesis a ese tomo I de El capital. Sin embargo, aquel primer contacto no perdi¨® ni intensidad ni importancia en mi vida. Aprend¨ª que leer puede ser un desaf¨ªo casi imposible, como me sucedi¨® a los 17 a?os, cuando quise traducir un ¡®Canto¡¯ de Ezra Pound. Entend¨ªa todas las palabras y, sin embargo, no pod¨ªa alcanzar ning¨²n sentido.
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