?Y si Lancelot y Ginebra se hubieran conocido antes?
Una novela convierte en protagonista al caballero, lo reivindica y disculpa su legendario adulterio con la mujer del rey Arturo invent¨¢ndoles un pasado
Los amores ad¨²lteros de Lancelot, el mejor caballero de la Mesa Redonda (menos en eso), y Ginebra, la esposa del rey Arturo, est¨¢n en el meollo de la leyenda art¨²rica, entre combates, haza?as y portentos. En realidad, esa parte de la historia pone una nota de singular realismo en un relato pleno de asuntos maravillosos. Y es que parece menos raro liarte con la mujer de un amigo (aunque sea el rey Arturo) que sacar una espada de una piedra o encontrar el Grial, por no hablar de lo extra?os que son el Sitio Peligroso (el m¨¢s comprometido en la Mesa Redonda, generalmente no ocupado y no porque tardaran m¨¢s en servirte), el Caballero Cobarde, la Doncella Fea de la Mula o el Conejo de Caerbannog.
El affaire de Lancelot con Ginebra, aunque sea lo m¨¢s normal -si se puede decir as¨ª- de lo que pasa en el canon, en los romans, es el detonante de la destrucci¨®n de todo el mundo art¨²rico: Camelot, la mesa, Excalibur (lanzada al agua de manera inolvidable por John Boorman a los acordes de la marcha f¨²nebre de Sigfrido), y los propios Arturo, Lancelot y Ginebra, por no hablar de los much¨ªsimos otros primeros espadas (nunca mejor usada la expresi¨®n) y secundarios.
El caso es que a Lancelot no se le suele ver con mucha simpat¨ªa. Por mucho romance que se le eche, le pone los cuernos a Arturo y lo hace a conciencia, sabiendo la que se va a montar
La mesa, si me permiten la digresi¨®n, se parte por la mitad y no porque la pareja ad¨²ltera la use como Jessica Lange y Jack Nicholson en El cartero siempre llama dos veces, sino milagrosamente, como s¨ªmbolo de que todo se hunde. La Mesa Redonda, recordemos, era un regalo de bodas del padre de Ginebra, que no era sir Hendricks sino el rey Leodegrance, y pod¨ªan sentarse a su alrededor -?toma Ikea!- ciento cincuenta caballeros, gente tan famosa como los doce principales (entre ellos, sir Kay, Gawain, Perceval, Trist¨¢n, Boores o el propio Lancelot), pero tambi¨¦n otros menos conocidos como Gareth de Orkney -sobrino de Arturo y que empez¨® como pinche de cocina-, Accolon de Gaula, Seliser de la Torre Dolorosa, Petipase de Winchelsea o Breunor le Noire, ¡°el de la armadura deformada¡± (?), que salv¨® a la reina de un le¨®n que hab¨ªa escapado de su jaula.
Toda esa gente vive aventuras sin cuento (o m¨¢s bien con mucho cuento) pero solo Lancelot tiene una con Ginebra. Ese idilio, que forma parte indeleble de la tradici¨®n amorosa occidental, nos deja divididos: o estamos a favor o en contra. A veces estamos una ¨¦poca de nuestras vidas a favor y otras en contra, dependiendo de c¨®mo nos vaya. En cambio, siempre estamos en contra de Mordred, el malo de la pel¨ªcula, que tambi¨¦n tiene sus motivos, no el menor tener una madre como Morgana, incestuosa hermana de Arturo a la que es imposible no recordar como la lozana Helen Mirren de Excalibur, con el corpi?o m¨¢s provocador desde el de Gina Lollobrigida en Salom¨®n y la reina de Saba.
El caso es que a Lancelot no se le suele ver con mucha simpat¨ªa. Por mucho romance que se le eche, le pone los cuernos a Arturo y lo hace a conciencia, sabiendo la que se va a montar y que va a dar la excusa que necesitan a los que buscan acabar con Camelot y todo lo que representa. La verdad es que Lancelot est¨¢ lejos de caernos bien ni siquiera cuando lo interpreta Richard Gere (o tal vez nos cae peor por eso). Es algo estirado, pone morritos (Gere), se sabe el mejor caballero (¡°yo he hecho los mejores hechos de armas de los que habla todo el mundo¡±, dice sin ambages ni sin¨®nimos en la Queste du Saint Graal), el m¨¢s hermoso, el m¨¢s deseado, el m¨¢s donoso, cantado por Tennyson, etc¨¦tera. Aunque en la moderna versi¨®n del mito El rey que fue y ser¨¢, que ahora publica en castellano ?tico de los libros, T. H. White, probablemente harto, lo pinta peque?o y feo.
Al lado de Arturo, que tiene tantos registros y se lo ha currado un mont¨®n para llegar a donde llega, Lancelot flojea como personaje. En el cine lo han interpretado adem¨¢s de Gere, Franco Nero o Robert Taylor, respectivamente ante los mucho m¨¢s interesantes Arturos de Sean Connery, Richard Harris y Mel Ferrer. En Excalibur de Boorman -donde Gawain era ?Liam Neeson!- fue el melifluo Nicholas Clay, que solo estaba bien con armadura completa (extraordinario dise?o de Bob Ringwood) o desnudo. A recordar la inquietante escena en la que besa la punta de la espada de Arturo, ampliando los m¨¢rgenes del mito. John Cleese sac¨® lo peor de Lancelot (y lo m¨¢s divertido) en Los caballeros de la tabla cuadrada. Y en la tan preciosa como minimalista Lancelot du Lac, Robert Bresson le dio los rasgos desconcertantes y premeditadamente inexpresivos del pintor y creador de vitrales Luc Simon (con esa gran r¨¦plica cuando Ginebra le dice ¡°mi coraz¨®n te pertenece¡±: ¡°Es el cuerpo lo que quiero¡±).
En el cine, a Lancelot lo han interpretado, adem¨¢s de Richard Gere, Franco Nero o Robert Taylor, ante los mucho m¨¢s interesantes Arturos de Sean Connery, Richard Harris y Mel Ferrer
Literariamente, y conf¨ªo que muchos est¨¦n de acuerdo conmigo, el Lancelot m¨¢s notable de los ¨²ltimos tiempos hasta ahora hab¨ªa sido el de Bernard Cornwell, el autor de Sharpe y de Uhtred, en la trilog¨ªa evemerista Cr¨®nicas del Se?or de la Guerra (1995, ¨²ltima edici¨®n en Espa?a de Edhasa), en la que ambienta la leyenda art¨²rica en la Britania arqueol¨®gica de la Edad Oscura y las invasiones sajonas, la del ¡°Arturo hist¨®rico¡±, pagano y posromano como el de la pel¨ªcula con Clive Owen (King Arthur, 2004, con Lancelot convertido en, lo que hay que ver, jinete s¨¢rmata). Una de las gracias de la espl¨¦ndida serie de Cornwell era que describ¨ªa a Lancelot como el villano de la funci¨®n, un cobarde malvado cuya madre paga a los bardos para que lo loen, enga?ando a la posteridad desde Chr¨¦tien de Troyes y Thomas Malory a Victoria Cirlot.
Ambientada en los mismos escenario y ¨¦poca se ha publicado ahora Lancelot, de Giles Kristian (Edhasa, 2019), que en cambio reivindica al personaje. La novela, estupenda, de medio millar de p¨¢ginas y autoconclusiva, aunque Kristian ha publicado ya una secuela, Camelot (a¨²n no editada en castellano), est¨¢ narrada por el propio Lancelot y cuenta su vida desde ni?o, cuando, de acuerdo con las fuentes art¨²ricas, el reino de su padre, el rey Ban de Benoic, en la Breta?a, es atacado por el rey Claudas. Salvado in extremis de esa y otras traiciones, Lancelot -en la tradici¨®n educado por las hadas o por la Dama del Lago- es llevado a la isla de la maga Lady Nimue donde se prepara para ser un guerrero. All¨ª, y este es el punto innovador de la novela, conoce, siendo los dos ni?os, a Ginebra, que ha sido enviada para aprender medicina y hechicer¨ªa.
Que ambos intimen y con el tiempo se enamoren da una nueva dimensi¨®n a la historia: el amor de Lancelot y Ginebra es anterior a que ella conozca y se case con Arturo, con lo cual la infidelidad tiene cierta disculpa. M¨¢s a¨²n porque (perd¨®n por el spoiler) esa infidelidad solo se consuma cuando los amantes creen que el rey, por cierto bastante casquivano, ha muerto. Lo dem¨¢s es bastante can¨®nico: el descalabro emocional de Lancelot, incapaz de hacer equilibrios entre su pasi¨®n por Ginebra y su amistad masculina con Arturo, el aprovechamiento que hacen de esa grieta moral los enemigos del rey, la condena de la reina a la hoguera, su salvamento por Lancelot y, antes de la batalla final y el G?tterd?mmerung art¨²rico, la separaci¨®n definitiva de la pareja.
En el canon, ella se hace abadesa y ¨¦l ermita?o en Glastonbury (prefestival), hasta morir y ser enterrado en el castillo de la Joyeux Garde, identificado por algunos con el de Bamburgh, curiosamente el del Uhtred de Cornwell. El arrepentimiento le permite tener un atisbo del Grial, pero peque?o, mientras que el sagrado vaso solo lo podr¨¢ conseguir su hijo, el puro Galahad (tenido con Elaine de Corbenic, que lo embruja para ello haci¨¦ndose pasar por Ginebra -vaya excusa; a lo Sandro Giacobbe-).
En la novela de Kristian, con batallas muy expl¨ªcitas que te roc¨ªan de sangre y v¨ªsceras como es moda ahora, y sus muros de escudos, sale un Merl¨ªn muy en la tradici¨®n del de Boorman y Cornwell
En la novela de Kristian, con batallas muy expl¨ªcitas que te roc¨ªan de sangre y v¨ªsceras como es moda ahora, y sus muros de escudos, sale un Merl¨ªn muy en la tradici¨®n del de Boorman y Cornwell (y de Walt Disney si se quiere), un druida liante y con su propia hoja de ruta. Es muy ingeniosa la obtenci¨®n de Excalibur, que recuerda La legi¨®n del ¨¢guila, y lo de que los caballeros de Arturo se basen en los catafractos, los jinetes acorazados del mundo romano. Pero lo mejor son sin duda los nuevos ecos rom¨¢nticos que consigue el autor con su narraci¨®n de los amores de Lancelot y Ginebra.
Y es que Giles Kristian (autor de una notable serie de vikingos, Raven, Ediciones B), aunque confeso admirador y alumno de Cornwell -dice que empez¨® a escribir tras el impacto de la lectura de Cr¨®nicas del Se?or de la Guerra- tiene una voz m¨¢s l¨ªrica y alcanza unas alturas po¨¦ticas muy considerables en su novela. Adem¨¢s de la historia de amor, en la que resucita toda la fuerza del arquetipo original, consigue emocionar de lo lindo con la historia de los lazos entre el chico Lancelot y su gavilana amaestrada (Kristian demuestra un excelente conocimiento de la cetrer¨ªa), y la de la amistad con el viejo guerrero que lo instruye. Hay un momento de sentimiento tan cortante como el filo de una espada y cuya rara autenticidad solo se entiende, como mucha de la melancol¨ªa, sensaci¨®n de p¨¦rdida, desamparo y tristeza que transpira el relato, al descubrir que el autor perdi¨® a su padre durante la redacci¨®n de la novela.
Otro elemento destacable de Lancelot es el profundo conocimiento de la naturaleza de que hace gala Kristian y que provoca que algunos pasajes sean puro nature writing entrelazado con novela hist¨®rica. En fin, Lancelot, ¡°guerrero, amigo, amante, leyenda¡±, como se?ala la publicidad, no responde a la pregunta de si hay que anteponer el honor al amor, la amistad al deseo, el deber a la llamada del coraz¨®n, o si los amores de Lancelot y Ginebra, como los de muchos otros, son pecado o destino. Pero nos devuelve all¨ª, al n¨²cleo de la pasi¨®n devastadora que incendi¨® Camelot, como ha hecho con tantas vidas y castillos, y nos entrega un Lancelot al que podemos comprender mejor y qui¨¦n sabe si hasta justificar en su arrebatador amor que lo consigue todo, y nada.
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